Capítulo X. Lucha


Comme les flots capricieux de l’Océan, les sentiments humains ont leur flux et leur reflux, qui voudrait se fier à une âme qui troublent toujours d’orageuses passions?

Lord Byron

A pesar de que se dice vulgarmente que el tiempo corre lento para los desgraciados, pasaba sin embargo veloz para aquellas dos víctimas, y la desesperación aumentaba más en su alma en medio del silencio que las rodeaba.

Alberto había llegado a hacer insoportable su yugo, y la lucha era encarnizada entre aquellos tres seres, sin que ninguno de ellos retrocediese un paso de su propósito.

Primero había usado él, para con Esperanza, los medios de seducción más dulces y cariñosos; degeneró después esta dulzura en una mimosa severidad y, al fin, comprendiendo que esto no bastaba y que de semejante manera no conseguiría nunca su objeto, resolvió que la fuerza de un hombre venciese la débil voluntad de una niña.

Pero Teresa, aguijoneada por la ira y los celos, velaba día y noche a su hija con una tenacidad y una resolución inmutables, retardando de este modo la más horrible profanación de la inocencia. Esta vigilancia le costaba, sin embargo, tantos tormentos que la infeliz contaba de antemano con sucumbir a ellos.

Despótico señor, sultán engreído, a quien ni el temor de las leyes ni el de Dios contenía, su marido no podía perdonarla jamás se rebelase tan clara y directamente contra su voluntad, y por eso la pobre Teresa, la esposa desdichada, esperaba el momento de presenciar algún terrible acto de violencia o ser arrojada ignominiosamente de aquella casa, como si fuera una cosa importuna.

La hora de media noche había sonado ya y los tres se hallaban reunidos en un elegante gabinete iluminado por la luz opaca de una lámpara de mármol negro que pendía del techo; parecían querer alejar de sí el sueño concedido en tales horas a los mortales. Tal vez se acercaba el momento, tantas veces temido, pues en los semblantes se notaba cierto recelo misterioso que consonaba con la tristeza y el silencio que les rodeaba.

Esperanza, envuelta en su bata blanca, con un brazo apoyado en el suntuoso lecho al lado del cual se hallaba sentada, parecía afligida y moribunda.

Costaba trabajo reconocer en aquella melancólica figura, que parecía rodeada de la misteriosa aureola de las vírgenes que padecen doloroso martirio en este mundo, a la niña inocente y alegre de otros días, a la rosada azucena de aquel país inculto y desolado, a la diosa, en fin, salida del fondo de los mares para alegrar la tierra con sus dulces sonrisas.

Sus pálidas mejillas, su mirada triste y sus cabellos rubios como el oro, rozando apenas sus hombros le daban el aspecto de ángel desterrado próximo a cumplir su condena en este valle de dolor para volar otra vez al cielo, su verdadera patria.

El aire fresco que penetraba de cuando en cuando por las ventanas abiertas todavía, no sabemos si por descuido, agitando su bata suelta y flotante y los bucles de su cabellera, parecía que amenazaba arrebatarla en su ligero y frío soplo cual si fuera vaporoso espíritu, de esos que se forman y desvanecen en un instante a nuestros ojos.

La vida y frescura de otros días no se notaban ya en el conjunto de aquella pobre niña que, como una blanca rosa de invierno, parecía próxima a deshojarse al primer viento que la agitara. Tal era el estrago que en aquel alma inocente habían hecho los pesares y las lágrimas.

A su lado estaba Teresa, con la mirada sombría, fruncidas las cejas y recogida hacia atrás con negligencia, y en una sola trenza, su negra cabellera.

Vestida de negro, con las manos cruzadas sobre las rodillas y enteramente inmóvil, parecía rodeada de cierto prestigio mágico y solemne que no sabemos si atraía o rechazaba.

Era Luzbel transformado en una mujer hermosa pero circundada siempre por ese reflejo sombrío que jamás abandona el ángel que, después de haber sido el preferido del Eterno, vióse despeñado del cielo y azotado con la flamígera espada que Dios puso en las manos de Miguel para escarmiento de la soberbia.

El espíritu indomable de aquella mujer poeta como ninguna y llena de aspiraciones hacia esa felicidad suprema de amor eterno, de ese amor que en el alma de algunos seres sólo concluye en el sepulcro, ese espíritu que había luchado siempre con el vacío y que al hallar lo que ella creía el complemento de toda la felicidad que podía caberle en la tierra, sólo había encontrado la hiel más amarga y dolores sin término, ese espíritu, repetimos, tan ardiente y tan contrariado desde la cuna en todas sus aspiraciones se rebelaba ya con toda la fuerza de que era capaz contra su opresor más inicuo, luchando tras de haber implorado en balde, y devolvía en esta lucha, en cuanto la era posible, toda la hiel que rebosaba en su corazón despedazado por la ira y los celos.

Y, sin embargo, aquella alma tan lacerada y llena de dolores punzantes no aborrecía a la pobre huérfana, quien, aunque involuntariamente, era el perenne manantial de todas sus desgracias.

Ella trataba de atraerla hacia sí y de librarla de aquella atmósfera devoradora que hería a las dos de muerte y a un mismo tiempo; pero todo era en vano, la desgracia estaba suspendida sobre sus cabezas y la tormenta próxima a estallar en los cercanos horizontes dejaba escuchar ya sus primeros rumores.

Como ligero y pintado tigre pasea inquieto en las abrasadas llanuras en donde busca su presa, así Alberto paseaba inquieto por la estancia y sus ojos azules lanzaban un reflejo de malignidad diabólica que destruía la falsa dulzura habitual de sus miradas.

La serpiente estaba próxima a lanzarse sobre sus inocentes víctimas, cansada de esperar que ellas mismas viniesen a ofrecerse voluntarias al altar del sacrificio.

—Las lágrimas, querida esposa —decía con acento burlón—, son fruta amarga que por lo general agrada a los que han gustado demasiadas dulzuras…

—¡Demasiadas! —murmuró la pobre Teresa.

Pero Alberto, sin hacer caso de aquella palabra de reconvención que le dirigía la pobre víctima, prosiguió sonriendo:

—Yo soy uno de ellos… y he aquí cómo tú, sin querer, tomas a tu cargo aumentar mis placeres, bien escasos por cierto en este rincón del mundo; si ahora llevado de un falso instinto de piedad pretendiese enjugártelas, obraría contra unos principios a que no puedo faltar sin hacerme daño.

—Las lágrimas no pueden ser buenas nunca —añadió Esperanza, en tono tímido pero enojado—. No pueden ser buenas, bien me lo dice mi corazón, y el de mi madre, desde que tú nos haces derramarlas… ¡Oh, Dios mío! ¡Cuán desgraciadas somos!…

—¿Desgraciadas? —murmuró Alberto con acento cómico, en tanto apartaba con sus manos blancas como el mármol los blondos y sedosos cabellos que caían sobre su frente—, ¿conque tú eres también desgraciada, hermosa niña? Lo que tú eres, es ingrata —añadió en tono duro—, y es éste el sentimiento más vil que puede abrigar el corazón del hombre. Tal vez no aciertes tú a comprender esto, pero no importa, algún día te lo explicaré todo y sabrás entonces que, de cuantas maldades viven en la tierra la más inicua, la más digna del desprecio, es la ingratitud.

—¡Ingrata! —replicó Esperanza con enojo—. No necesito que me expliques semejante palabra, pues creo que me haría daño, como todo lo que acostumbras a decirme; yo no necesito saber más, sino que lo que me haces sufrir es ya demasiado, y que lo único que tengo que pedirte es que dejes de atormentarme más.

—Todo eso está bien dicho —repuso Alberto con la mayor sangre fría—, y se conoce que aprendes bastante bien las lecciones que te da tu madre, pero a tan lindas palabras no tengo otra cosa que hacer que advertirte, niña, ya que la experiencia no ha podido hacértelo conocer todavía, que exasperar al que tiene algún poder sobre nosotros es arrojarse al precipicio… ¡Si no has caído ya en él, puedes decir a tu madre que es sólo por ser mucha la bondad de mi corazón!… ¿Has comprendido bien?

—Demasiado sabes tú que jamás acierto a comprenderte —contestó la pobre joven—, aunque es verdad que me haces sufrir y llorar siempre que te escucho. ¡Mi madre! —añadió después de un momento de silencio—. ¿Es acaso cierto que me hable alguna vez de ti? ¿Necesito que nadie venga a decirme que padezco si lo siento dentro de mi alma? Si yo no te quiero, si te aborrezco casi, es porque me cierras las puertas de esta casa, es porque ya no puedo ir a correr por mi querida playa, porque no puedo ver a mi pobre amigo Fausto, a quien has maltratado, a quien dejaste tendido en la arena y como muerto, mientras a mí me llevabas contra mi voluntad al hermoso buque que tanto había él ambicionado para mí; no, no —repitió haciendo un mohín en que se leía toda la voluntariosa terquedad de una niña mimada—, yo no te quiero ni puedo quererte nunca.

—¿Nunca? —interrogó Alberto con una risa sardónica que hizo estremecer a la pobre niña.

Y empujando una butaca hasta colocarle frente a las dos mujeres, tomó asiento en ella y añadió con la mayor calma:

—¡Pues yo pienso que hoy nos hemos de reconciliar! —Y cogiendo una mano de Esperanza parecía querer hacer paces con aquella pobre paloma que osaba desafiar al gavilán.

Teresa, siempre inmóvil, parecía indiferente a cuanto pasaba en torno suyo, pero el reflejo calenturiento de sus miradas y el leve rosado que coloreaba su frente ancha y tersa indicaban bastante la terrible lucha a que estaba entregado su corazón en aquellos momentos.

A pesar de esto, su rostro estaba impasible, no se vio en él ni un solo gesto de disgusto o indignación, diríase que era lago de tranquila superficie a donde no llegaba el más leve rumor de la tormenta que se formaba en su seno.

Pero Esperanza miró a su madre, comprendió su martirio, las lágrimas llenaron sus ojos e intentó, aunque en vano, retirar su mano de entre las de Alberto.

¡Oh, no! —exclamó éste—, eso no, niña; mis fuerzas son superiores a tu voluntad; ven a mi lado, quiero que estés aquí —y le señalaba un asiento vacío al lado de su butaca.

—¡Nunca, nunca! —gritó Esperanza, replegándose sobre el lecho que cedía blandamente a la ligera presión de su cuerpo—. ¡Oh, madre mía! —añadió bañada en lágrimas—, dile tú cuánto padezco a su lado, pídele que me deje…, ya ves que a su lado no puedo ser feliz…

—Lo siento, hija mía —respondió Alberto con expresión maligna—, bien sabe el cielo que te quiero y deseo que a mi lado seas dichosa; pero ¿qué quieres tú, inocente, que así huyes del que es tu dueño? Mira, aquí sobre mi pecho puedes descansar, nadie turbará tu sueño de inocencia, pero es necesario que no tengas miedo, que vengas confiada…, además, tengo un gran secreto que decirte, y eso sólo te lo diré cuando tu cabeza repose tranquila sobre mi seno, más seguro, más cariñoso que el de un padre. ¿Podrá usted, señora, oponer alguna razón a mi voluntad? —añadió volviéndose hacia Teresa con aire amenazador—. Y tú, niña —continuó—, ¿por qué temes acercarte a mí?

—¿A qué preguntas esas cosas a mi pobre hija? —dijo entonces Teresa, con temblorosa voz—. ¿Sabes tú acaso por qué se presienten las desgracias antes de que nos hieran?

—Lo que yo sé, señora, es que más fastidian altamente las respuestas que yo no pido.

—Lo siento —replicó fríamente Teresa.

—Me alegro de eso, señora; y por lo mismo le ruego me favorezca con su silencio, ya que no es usted tan amable que me favorezca igualmente con su ausencia.

—La de usted sería más a propósito —contestó Teresa con una calma que no creeríamos posible después de tan grosero insulto—; la hora de media noche es ya y observo con disgusto que los cortos instantes de calma y reposo que usted nos concede todos los días, quiere que nos falten hoy…

—Usted se equivoca, señora; su lecho de usted le espera siempre…

—Y yo espero a mi hija; ni yo ni ella sabemos vivir separadas…, es decir, que nos deje usted.

—No seguramente —replicó Alberto de un modo brusco—. ¿Quiere usted acaso decirme con esto que sobra alguno en este sitio?

Teresa hizo un gesto de indiferencia y permaneció callada.

—¿No me responde usted? ¿O es que adivina que si en alguna ocasión sobra una persona en una casa, nunca esta persona será su dueño?

Por toda respuesta, Teresa, que se había levantado, volvió a sentarse tranquilamente y volvió de nuevo a su acostumbrada inmovilidad.

Alberto se levantó a su vez, se leía en su rostro la ira y la impaciencia, sus ojos brillaban coléricos; el león despertaba.

Dio dos o tres inquietos paseos a lo largo del gabinete, paróse, pareció reflexionar, y, volviendo a ocupar su butaca, la hizo girar sobre sus ruedas hasta ponerse de espaldas a Teresa; entonces, dirigiéndose a Esperanza que con el rostro escondido entre las manos sollozaba amargamente, dijo:

—Tu madre, hermosa niña, quiere, con la mayor prudencia del mundo, escuchar las enamoradas confidencias que tengo que hacerte; pero ¡qué diablos!, le perdonaremos semejante curiosidad y hablaremos como si estuviéramos completamente solos; es cuanto podemos hacer en su obsequio.

Y diciendo esto trató de apartar suavemente las manos de Esperanza del hermoso rostro que ocultaban.

—Es necesario que sepas, niña —le decía al mismo tiempo—, que yo sólo soy el que puede quererte… y el que puede servirte de algo en la tierra. Tu madre, a quien tanto amas y por quien tanto sacrificas, es pobre… y es loca…

Y a estas palabras añadió otras acres, incitantes, impúdicas, que la pluma se niega a escribirlas; palabras que ninguna mujer puede escuchar sin sonrojo porque son al mismo tiempo un ataque a la virtud y un insulto a la mujer.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —sollozaba Esperanza, en tanto que la chispeante mirada de Teresa y sus manos crispadas, que arrugaban convulsivamente el terciopelo del vestido, daban a entender bien claro que rugía en su pecho una tormenta horrible y que estaba ya cercana a desencadenarse.

—En cuanto a Fausto, a ese pilluelo de playa —añadió Alberto sonriendo—, ¿qué has de esperar del pobre inocente?… Mis criados se encargaron de enseñarle cómo se habla con los ricos y, creo, si no recuerdo mal, que a estas horas…

Al notar el significativo movimiento con que Alberto concluyó su frase, Esperanza dio un grito horrible, sintióse desfallecer y su cabeza fría, inerte casi, cayó sobre el seno de Alberto que se acercara para evitar que la pobre niña cayera sobre el mármol del pavimento.

Él quiso entonces besarla…, pero Teresa, loca de furor, se acercó a él, le retuvo y le dijo con sombrío acento:

—¡Eso no! ¡Preciso sería antes que yo hubiese muerto!…

Y siguió a estas palabras una pequeña lucha en que, victorioso Alberto, amenazó a la pobre mujer con un puñal que llevaba oculto.

—¡Vete! —gritó agarrándola de un brazo e impeliéndola hacia la puerta de la habitación—. ¡Vete!

Pero en aquel momento se escuchó un ruido seco, cayó el puñal de las manos de Alberto que las llevó a la frente inundada de sangre.

—¡Fuego del infierno!… —gritó Alberto—. ¡Que me muero! ¡Que me muero!… y llamó a grandes voces a los criados.

Cuando acudieron éstos en revuelto tropel, oyeron a su mano que les decía:

—¡Por esa ventana!… ¡Buscadle!, por esa ventana me han herido… cerrad todo, que no salga Teresa… ¡Pronto!…, no quiero morir sin venganza.

Estas órdenes fueron cumplidas, cerráronse las puertas y se buscaron con avidez las huellas del agresor.

Mientras los criados acudían al rico insolente, Teresa se acercó a su pobre hija de quien nadie se acordaba en aquellos momentos de confusión; la hizo volver de su desmayo y encerrándose con ella en una de las más apartadas habitaciones pasaron allí el resto de aquella noche turbulenta.

La elegante casa de campo se había convertido en cárcel sombría, tal vez en el fúnebre asilo que recibe los postreros acentos del infeliz sentenciado al último suplicio.

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