CHEZ HUGO

He ido recientemente á ver el museo Víctor Hugo, y á observar si hay fieles en el templo. Está situado en la casa que habitó el maestro en la plaza des Vosges. Sabido es que el museo—hecho “á l’instar” de la “casa de Shakespeare”, y de las de otros inmortales—ha sido formado gracias á la consideración y al afecto y admiración invariables de M. Paul Meurice, amigo y discípulo de Víctor Hugo. Él ha puesto en su obra todo su entusiasmo, y una minuciosidad que, por algunos lados, no ha dejado de despertar críticas. Por ejemplo: “Muela que Víctor Hugo se sacó en tal fecha.” Yo no he visto, por otra parte, tal muela.

A la entrada, un gran busto del poeta. Desde las escaleras, cuadros que representan escenas de sus dramas, de sus poemas, de sus novelas, de su vida. Desde luego, las numerosas ilustraciones de Rochegrosse, las de Boulanger, J. P. Laurens, etc. Después, fotografías, caricaturas, toda la enorme iconografía hugueana desde los primeros tiempos, desde la niñez hasta el fallecimiento, hasta la admirable cabeza que fotografió Nadar y pintó Bonnat, sobre el lecho mortuorio. Hay vitrinas con objetos usuales, la casaca de académico, la de par de Francia, una “casquette”, un bastón riquísimo, en cuyo estuche se lee esta dedicatoria: “Benito Juárez a l’illustre Víctor Hugo”.

Se ven medallas, plumas, cartas, autógrafos de hombres históricos dirigidos al poeta. Hay un pedazo “de pan del sitio”, y en una caja, cuatro grandes mechones de cabello, que indican toda la duración solar de esa vida.

Cabellos rubios, del seminario de Nobles de Madrid; cabellos del “niño sublime”, de París; cabellos más obscuros, del autor de “Hernani”, del joven y radiante conquistador del Romanticismo; cabellos grises, cabellos del luchador, cabellos de las tempestades de las Cámaras, de las agitaciones políticas, cabellos del “Año terrible”, y de “Los castigos”; cabellos blancos, cabellos de plata, cabellos de Guernesey, cabellos del “Arte de ser abuelo”, cabellos del anciano glorificado, del papa lírico del mundo, del venerable patriarca del pensamiento, cuya desaparición conmovió la tierra y cuyos despojos fueron velados por París en el más grandioso de los catafalcos, el Arco del Triunfo.

En una pequeña mesa, cuatro tinteros y cuatro plumas: de Lamartine, del viejo Dumas, de George Sand y del dueño de la casa. El cual, como es fama, se complacía en curiosas labores manuales y chinizaba y japonizaba aun antes que los Goncourt. Ahí está una chimenea decorada por él, orientalmente, y muchedumbre de “panneaux” coloreados y dorados de modo hábil y pintoresco.

Son caprichos de mandarín, visiones chinescas, animales fabulosos, fragmentarias pagodas, inauditos dragones, cómicos personajes del Imperio Celeste, flores raras, juegos decorativos de líneas y de figuras, hecho todo en tablas, uno como pirograbado y policromo, de la más interesante inventiva. Y cuadros y retratos, y más cuadros y más retratos. Sobre todo llama la vista y la meditación la obra pictórica de Hugo.

Habrá un libro muy importante y profundo el día en que un artista pensador escriba el que merecen las concepciones gráficas del altísimo poeta de Francia.

Es en los dibujos, es en el Víctor Hugo pintor en donde se completa la personalidad portentosa del rimador formidable y profético. Solamente en Turner, en Blake, en ciertas cosas de Piranesso, se percibe la cantidad de ensueño y de misterio que en las visiones manifestadas por Hugo en tales páginas de un “romanticismo” eterno y transcendente. Ruinas, fantásticos palacios, orientalizaciones fastuosas y miliunanochescas, construcciones extrañas que son como amontonamientos simbólicos, cielos funestos, claros de luna ilusorios, concreciones de nocturnos espantos, deformaciones de sombras y estallidos blancos de luces, abracadabrantes arquitecturas, resurrecciones del pasado y suposiciones del porvenir, el ensueño, la pesadilla, el horror, lo grotesco y lo arabesco, lo incógnito del arte, está revelado en las realizaciones pictóricas del prodigioso Padre. Y es tan vasta su fachada notredámica verbal y literaria, que no percibe el mundo sin fijarse, los festones y astrágalos que su pluma en recreo se complacía en prodigar, sirviéndose para sus efectos extraños de tintas diversas, del carbón, del café, del café con leche, del pabilo quemado, de todo lo que encontraba á mano la suya, acaparadora y eficaz.

Y luego, he ahí el arcaico lecho en que murió y los dos retratos de los nietos en la cercana chimenea, y el alto escritorio en que trabajaba de pie al levantarse, siempre matinal. Se siente en el ambiente gloria. Los visitantes no son muchos. Uno que otro extranjero. Papás que explican en voz baja á sus hijos la significación de objetos y documentos, algunos obreros, pues es hoy día domingo, y dos artistas, por el aspecto sajones, que toman apuntes en la sala de los dibujos. Al salir del dormitorio veo en una mesa, bajo un cristal, un papel en que el poeta declara que él pertenece á un partido que todavía no estaba formado, pero que formaría el siglo XX, el partido de que nacerían primero los Estados Unidos de Europa y después los Estados Unidos del Mundo. Es una idea que concretan largos párrafos expresados en varias obras, sobre todo en sus páginas sobre “París”. No olvidemos que más que el Pensador era el Gran Soñador... Y á pesar de su orientalismo, no previó al Japón de 1904, y al que seguirá.

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