Enfoncées les républiques de l’Amérique latine, mon cher! Así comentó un mi amigo, francés, la noticia de la carnicería serbia. La reina Draga desventrada; el rey asesinado con exceso de crueldades; los cuerpos desnudos tirados al patio por una ventana; otros cuantos muertos en el Konak por la soldadesca traidora y borracha. No. Hay mucho que huele á podrido en las repúblicas de la América Latina; pero se debe confesar que aun en las más atrasadas no se ven horrores iguales á los que acaba de presenciar el mundo en Belgrado. Sin embargo, aquí no se ha gritado, como cuando llega la noticia de una revolución hispano-americana: Ah, les rastaquoueres! Ah, les sauvages! Discretos escritores sí lo han dicho con elegantes modos; pero si la cosa hubiese pasado en esas petites républiques, hubiésemos aparecido una vez más en los periódicos como vistosos caníbales y tramposos antropófagos. La tragedia serbia ha sido, en verdad, shakesperiana, de un Shakespeare de última hora; pero muy nocturnamente bárbara y muy final de Hamlet. El finado Moratín lo certificaría con espanto.
Un reyezuelo degenerado, que se encadena por una pasión viciosa á una bella mujer, llena de seducciones y de ambiciones. Una Corte hirviente de intrigas, una claudicante política, un pueblo humillado, militares celosos, nepotismo áulico, miserias doradas, y luego la traición y el asesinato. Para llegar á lo shakesperiano, un poco de Suetonio y otro poco de Daudet, del Daudet de Los reyes en el destierro.
Todo el mundo sabe quién fué el rey Milano, el gordo calaverón que hacía el monarca sin trono en París, gastando estúpidamente el dinero del pueblo serbio, el tunante de bar y círculo, equívoco jugador, innoble bebedor, que pagaba á 180 francos la botella de vinos malos y andaba de conquistador entre pelanduscas y suripantas, gozosas de morganáticos afectos. Todos saben cómo vivió y murió el marido de la reina Natalia. Y por la herencia física y moral que dejara á ese pobre y nulo muchacho, que han despedazado los conjurados en el Konak, es Milano el primer culpable de la tragedia sangrienta que deja á los Obrenovich sin cabeza para una corona, á no ser que empiecen á aparecer hijos de Milano por todas partes, y entonces serán cabezas de nunca acabar. Milano, con sus vicios, por un lado; Natalia, por otro, con su orgullo; el joven Alejandro, que no tenía nada que agradecer á la Naturaleza, recibió una educación precaria, se desarrolló sin afecciones; apenas su adolescencia despierta, es la dama de honor de su madre, la hábil Draga, la que le domina con la más irascible de las dominaciones. Con el vergonzoso ejemplo paternal quiere una vez el rey gobernar y reinar, al par que imponer á su pueblo los caprichos de la barragana elevada al trono, caprichos de burguesa endiosada y vengativa. ¡La desventurada mujer apenas tiene la excusa de haber sido muy hermosa! Se citan, á propósito de ella, estos versos terribles de Villiers de I’Isle Adam:
C’est la femme qu’on aime cause de la nuit
el ceux qui l’ont connue en parlent á voix basse.
Hay también, como en Villiers y como en Elemir Bourges, negras intrigas y emponzoñados complots que un día tendrán que estallar, por los antiguos amantes olvidados y las rivalidades celosas y las vanidades heridas. Para mayores complicaciones, la antigua dama de honor había de ser infecunda. Y las naciones presenciaban la comedia grotesca de un embarazo falso y una paternidad despechada. El rey vulgar, casi imbécil, se divertía con aparatitos que imitaban el burro, el perro, el gato y el cerdo. Era una gaga joven, ó un joven gaga. No supo halagar á ningún partido, ni formarse un sostén seguro. No tenía más apoyo que los brazos blancos de Draga. Así, llega la noche de los asesinatos. El más verídico de los narradores de esa noche horrible cuenta de esta manera: “Doscientos ó doscientos cincuenta oficiales estaban en el complot. Se trataba de penetrar al palacio, cuyo servicio de guardia—hasta el matrimonio—fué hecho por tropas ordinarias. Desde el advenimiento de Draga el rey había formado dos regimientos de tropas escogidas, á pie y á caballo. Precaución inútil... En la noche del miércoles los oficiales conspiradores esperan la hora propicia en el club ó en sus casas. Se bebe, se bebe mucho. Se excitan. Se canta, por irrisión, canciones en honor del rey y de la reina. Un poco antes de las dos de la mañana los oficiales van á los cuarteles á buscar á sus hombres”.
El teniente coronel Michitch y el comandante Luca Lazarevitch están entre los más resueltos. A las dos el palacio real es rodeado por el 6.º regimiento de Infantería, algunos destacamentos del 7.º y del 8.º, los oficiales del curso superior de la Escuela Militar y tres baterías del 4.º regimiento de Artillería. Se deja á las tropas á alguna distancia, y 40 oficiales se presentan á una de las rejas del palacio real. Es la puerta de entrada que se usa para ir al Konak cuando se llega por la calle Milano. Se sigue la avenida y se entra al palacio por una gran puerta, cerca de la cual hay oficiales de guardia y gentes del servicio. La primera puerta es franqueada sin dificultad por los conjurados; cómplices la habían dejado abierta. La segunda debe abrirla Naumovitch.—Naumovitch es uno de los oficiales en cuya fidelidad reposa la seguridad de los reyes: ha prometido traicionar. Pero cuando los oficiales se presentan en la segunda puerta, Naumovitch no está. Sin duda duerme. No se le esperará. Los conjurados, precavidos, llevan dinamita. La dinamita no sirve de gran cosa, y el segundo cartucho mata al traidor Naumovitch, que llega. Milkovitch, capitán fiel, se despierta, hace frente, y lo matan. El Konak está en tinieblas. La dinamita ha cortado los hilos eléctricos. Se encienden algunas bujías. Petrovich, ayudante del rey, es también muerto. Fijaos en estos detalles:
“Los conjurados piden á Petrovich que les guíe á la cámara real. Él parlamenta, para ganar tiempo. Pero los oficiales no se dejan distraer. La luz de las bujías sube por la gran escalera y se esparce en los salones del primer piso. Las hachas, los sables desnudos, muerden al paso los muebles preciosos. La rabia de los asesinos, en esa obscuridad horadada de llamas pálidas y temblorosas, se manifiesta con los objetos inanimados. Petrovich cae, gritando, junto á la cámara real. Y el rey y la reina, que han oído el ruido sordo de la dinamita, los pasos precipitados de los oficiales en el hall, los primeros tiros, la subida por la escalera, la pueril batalla contra los sillones desventrados, el rey y la reina han podido percibir, última advertencia, el ronquido agónico de Petrovich. La puerta de la cámara real ha cedido al hacha. El lecho está vacío, el cuarto vacío. Momento de terrible angustia para los asesinos. ¿Si los reyes han podido huir? Buscan, alumbran debajo de la cama, en los rincones, tocan los muros. El silencio de esta rebusca angustiosa es roto por un grito de triunfo”.
Bajo una vasta colgadura, en el fondo de la cámara, enfrente del gran lecho, un oficial acaba de descubrir una puerta disimulada. Es una especie de aposento con armarios para toilette de la reina. En el rincón de la izquierda, el rey y Draga vivirán aún algunos instantes, pues casi todas las velas se han apagado. Están vestidos con sus camisas de noche. Hacen frente á los matadores. Luego, los balazos y los sables que cortan las carnes. Hay tres pequeñas ventanas en la pieza en que muere la dinastía de los Obrenovitch. Draga se asoma y grita: “¡Socorro!” Los gritos se pierden en el silencio; pero un rayo del alba viene á alumbrar el fin del drama. Mueren.
Y el rey, ese rey cuasi imbécil, ha tenido un bello gesto de muerte: “Quiero que se me deje morir con Draga en mis brazos.” Y en sus brazos blancos, de amor y vicio, muere. La soldadesca ebria arroja los cadáveres desnudos por una ventana. Es un instante en que reviven escenas del bajo imperio. Los dos hermanos de Draga mueren también sin bajeza. Piden fumar un cigarrillo cuando los van á fusilar: lo fuman, se besan, y entran en la muerte. Y el día alumbra la sangre y la venganza. Las músicas militares tocan por las calles y plazas, mientras la ciencia llega á revolver los cadáveres y á revelar, con el bisturí, en Alejandro: “Degeneración é infiltración grasosa del corazón; degeneración grasosa del hígado; cráneo espeso, de trece milímetros; espesor precoz de las meninges, con petrificación parcial; la duramater del lado derecho pegada á la píamater...”; y en Draga la bella: “Comienzos de tisis cicatrizados; cuerpos fibrosos”, etcétera; antiguas máculas, viejas miserias de enfermedad. ¡Triste y miserable y doloroso cuadro!
La oración fúnebre es de un soldado, y es también digna de Shakespeare. El soldado es un rudo gañán serbio, que lavó el cuerpo. Dijo:
“—¡Estaba bella en la muerte!”
Entretanto, un rey nuevo, flamante, es proclamado. Pedro I, burgués de Ginebra, va á hacerse cargo de la corona serbia.
Y en París, como en el bello libro de Daudet, vive la familia de los Karageorgevitch, que entra á Belgrado en triunfo. Y hay un príncipe Bodjíar, artista, soñador y artífice, que tienen amigos poetas, que fabrica bellos anillos, esculpe hermosos bustos y hace encuadernaciones de gran valor. Y hay un príncipe Arsenio, que tiene sus amigos entre los trasnochadores de los bars de lujo, que juega y tira el dinero, que bebe en compañía de inútiles mundanos y de cocotas el cocktail áspero y el amable champaña; y que, cuando entró al bar de la calle Helder el día de la gran noticia, fué saludado alteza por la clientela, entre taponazos y banderas serbias.
—¡Brindo por tus treinta y cinco millones!—dijo una de las alegres muchachas de á tantos luises.
Y sonreía el príncipe del bar.
Pero es que tú, lector, ¿irías tranquilamente á vivir al Konak?