El cetro del ,,chiffon”

La calle de la Paix á las órdenes de Broadway; Paquín sustituido por míster Somebody, de Nueva York; Worth, chicaguense; Doucet, recién llegado de Arkansas... ¿puede esto ser posible? El tío Samuel se dijo: “Tengo ya más reyes que las Cortes de Europa; tengo reyes de acero, de algodón, de las construcciones, del petróleo, de la plata, de los ferrocarriles, de los cigarros habanos y de otras muchas cosas más; París tiene el cetro de la elegancia: pues ¡á quitárselo!” Incontinenti, miss Elisabeth C. White, presidenta de la American Seamstress’s Association, y pariente, seguramente, de Samuel S. White, el rey de los dentistas, parte en guerra y se prepara, denodada y serena, como conviene á una ciudadana de los Estados Unidos, á dar la primera acometida. “Ha llegado el momento—proclama—en que las ideas americanas sobre costura se implanten en Europa, y aun en la capital francesa. La nación que no va adelante retrograda, y así les pasa á los costureros de París”. Más ó menos con las mismas palabras, se apodera uno de Puerto Rico y de las Filipinas.

Todo lo que los norteamericanos se proponen, casi siempre lo consiguen, pues el peso del oro americano hace inclinarse al mundo al lado de ellos... Pero, ¿será esto posible? ¿Quitarán á París, á fuerza de greenbacks, la supremacía en la decoración femenina, arte bella entre las bellas artes, don exquisito que está en su naturaleza, en su tradición, en su sangre? ¿Vendrá á Atenas el bárbaro á corregir á Fidias? Los maestros de la costura parece que no toman en serio la amenaza. No se trata de box, ni siquiera de bicicleta, en momentos en que llegan, después del negro Taylor, los tres más terribles campeones yanquis, que son Zimmermann, Michael y Bald, bebedores de viento; ni se trata tampoco de algo que se puede comprar en remate en la sala de ventas, pues de seguro Schwab, Carnegie ó Pierpont Morgan, se lo llevarían; se trata del gusto, del buen gusto, de la gracia parisiense, que es de París, que por ahora no puede ser de otra parte, á menos que se produzca un cataclismo en las potencias del hombre.

No, los maestros de la costura, los reyes parisienses de la calle de la Paix, los árbitros de la elegancia femenina sobre la tierra, no toman en serio la amenaza.

“Yo—dice Doucet—, no doy ninguna importancia á este incidente. Es una de esas ideas tan americanas, que ellos, los americanos, han inventado una palabra para designarlas: ¡el bluff!” Los esperamos á pie firme á los americanos. En todo tiempo las modas francesas han dado el tono al mundo entero. Luego, siempre se ha venido á buscar modelos á París. El chic parisiense no se expatría. Tiene necesidad del aire ambiente para vivir. Tan cierto es, que la mejor obrera que se pueda encontrar, después de residir dos años en el extranjero: Inglaterra, Alemania, América, no importa qué parte del mundo, en donde trabaje, ha perdido el gusto, la habilidad, la fantasía. La atmósfera extranjera le habrá quitado sus cualidades parisienses y le costará mucho trabajo recobrarlas. No creáis que exagero. El experimento se ha hecho repetidas veces, y siempre de manera concluyente. En suma: no tengo por nosotros ningún temor de esa pseudo cruzada.

Las costureras americanas dicen que las turistas de su país vienen á París á llevar modas americanas. ¿Será acaso para pagar, á más del precio caro, los derechos de Aduana, que son enormes allá? ¡Y cómo tendríamos nosotros modas americanas, Dios mío!

¿Hay uno sólo de nosotros, mis colegas y yo, que haya ido á América? “No... mientras que los americanos vienen á pillarnos, á explotarnos, á tomar nuestros modelos, las creaciones de nuestros cerebros, siempre en ebullición”...

Por su parte, dice Paquín: “Creo que los negociantes extranjeros que vienen á comprar modelos parisienses, tienen derecho de servirse de ellos como de su propiedad. En cuanto á crear, no crearán nada los americanos, como nunca han creado nada. Lo que harán será adaptar á uno de nuestros modelos las mangas de otro, el cuello de un tercero, y harán así á veces brotar una nota inesperada de feliz fantasía; pero crear... No crea belleza y elegancia todo el que quiere.” Y en casa de Worth se contesta con esta frase: “El chic parisiense es el chic parisiense.” Mademoiselle Boné afirma que “es imposible á los americanos hacer la moda, pues no cuentan con los elementos para ello, ni telas tan finas, ni bellos bordados, ni exquisitos encajes. Cuando copian nuestros modelos, y siempre lo hacen, es con telas más pesadas, que hacen perder toda gracia. En cuanto al tour de main, á veces lo tienen, pero es con obreras francesas, y entonces nos combaten con nuestras mismas armas. Pero pocas obreras de primer orden quieren ir á América. Se hacen pagar muy caro, y no permanecen mucho tiempo. De suerte que los americanos vuelven siempre á comprarnos nuestros modelos.” Y madame Callot: “¡Oh! no tenemos por qué temer á las costureras americanas. Si se establecen en París, adquirirán gusto al contacto nuestro; pero con la condición de emplear obreras francesas y tejidos franceses. Por lo tanto, no serían sino casas francesas que trabajarían con fondos americanos. Eso es todo. Miss White, desconocida antes de que el New York Herald lanzase aquí su nombre, no me parece una rival peligrosa y no doy ninguna importancia á su declaración.” Así hablan los maestros de la costura. Tienen razón de hablar así.

Esta guerre en dentelles no hará correr mucha tinta, á pesar del bluff. Las agujas de Nueva York no pueden con las agujas de París. Es á los galos á quienes hoy toca exclamar: Effusa est in curiam omnis barbaries. Worth dice bien: el chic parisiense es el chic parisiense. La elegancia parisiense no puede ser trasplantada. Una gran casa de estas quiso hace algún tiempo fundar en Buenos Aires una sucursal, en vista que la clientela bonaerense daba pingües entradas. ¿Y qué sucedió? Que después de construir una linda casa, y establecer dicha sucursal, tuvo que cerrar ésta y alquilar la casa. Porque las elegantes de Buenos Aires dijeron: “No; queremos ser vestidas en París. Y por el mismo traje hecho en Buenos Aires, no pagaremos lo mismo que en París”. Y, hablando en seda, la justicia estaba con ellas.

Si se tratase de las modas masculinas, quizás, pues los elegantes de París siguen á los elegantes de Londres, y los elegantes de Londres se dejan influir por los inelegantes yanquis. Dígalo si no ese antiestético panamá, que no es panamá, sino guayaquil, el cual, una vez adoptado, durante la temporada veraniega, por los norteamericanos, se importó á Londres, y de Londres fué á París, en donde no había snob de club ni mozalbete de chez Maxim’s que no anduviese con la cabeza coronada por el cucurucho de pita, feo, arrugado por delante, á la Romain d’Aurignac.

Era un ridículo caro. Había panamás de á dos mil, de á tres mil francos. Eso basta. Así vino la moda, de su tiempo, del ruedo del pantalón doblado, como si se fuese á pasar un charco; y otras invenciones anglosajonas que se reciben con placer y se imitan con apresuramiento.

Por lo que concierne á la moda femenina, no sé que, fuera del boston y uno que otro baile, como el mismo cake-walk de los negros, las señoritas parisienses continúen las innovaciones del otro lado del Atlántico. No sé que haya señoritas francesas que se incrusten en los dientes piedras preciosas, ni que se pongan en las medias cascabelitos de oro, para andar por el salón con el ruido de un kings-charles; ni que se hagan trajes de piel de serpiente y de billetes de Banco. No, la moda americana, exclusivamente americana, no se aclimata en París fácilmente, á pesar de las compras de títulos nobiliarios y de la invasión de los Estados Unidos por otros lados. Cabalmente la moda americana ha causado en el mundo oficial recientemente un sonante escándalo, que ha concluído con el retiro de un embajador.

Me refiero al caso del conde de Montebello, víctima del sombrero de su mujer. La historia es la siguiente, que los Saint-Simon, ó los Tallemant des Réaux de la época, se apresuran á recoger: En el almuerzo de Compiègne, cuando la venida del zar, todas las señoras de los ministros, como la presidenta, estaban sin sombrero: solamente la señora de Montebello no estaba en cheveux. Sensación. Ya se sabe lo que son las hijas de Eva. Una vez en la mesa, el soberano ruso conversó largamente con la embajadora, con sombrero y todo. Ya se sabe lo que son las hijas de Eva, lo mismo ministresas que modistillas ó reinas. En los rostros de sus compañeras vió la de Montebello que había una tempestad. Y todavía fué poco prudente, porque cuentan que, más tarde, una de las señoras de los ministros le preguntó, por decir algo: “Vous allez repartir bientot pour la Russie madame?”.

Y ella le contestó: Mais oui, ma bonne dame!

La venganza ministerial llegó por fin, y el conde de Montebello no es ya embajador. Todo por el sombrero.

Ahora, ¿estaba correctamente la embajadora, en el almuerzo, con sombrero? Una autoridad, el príncipe de Sagan, no ha podido dar su opinión. Se ha pedido la del director del Gaulois, Arthur Meyer. Yo hubiera preferido la del general Mansilla. Meyer ha contestado que sí. “Porque esa es la moda.” Un joven arbiter elegantiarum, competente autoridad, por su saber y distinción mundanos, agrega: “M. Meyer podía decir también que esa es la moda “americana”, y que el sombrero para almorzar nos ha venido de los Estados Unidos. Existe en Francia, para esa especie de casos que dan lugar á controversias, una referencia excelente y una autoridad infalible: la tradición. Ella está hecha de gusto, de savoir-vivre, de experiencia, de una práctica secular de las cosas de la etiqueta. La tradición, mejor que todos los tratados de ceremonial y que el código de los usos á la moda, indica la manera de acomodarse según las circunstancias. Solamente la tradición no se adquiere. Il faut y être né, como decía el conde d’Orsay. Viejas señoras de provincia, un poco ridículas, con sus atavíos pasados de moda, tendrán siempre, en esas cuestiones de etiqueta, más tacto y más gracia que la más elegante de las americanas”. ¿No es esta la mejor respuesta á la plutocracia triunfante?

Ahí tenéis un caso en que el americanismo importado por una parisiense como la señora de Montebello, que, fuera de todo, es una hermosísima mujer, ha causado en la sociedad francesa un asunto ruidoso, y en el mundo de la diplomacia una catástrofe, cuya principal víctima es su excelente marido, poco simpático, por otra parte, al actual Gobierno republicano, aunque su nobleza, muy reciente, se la deba á la República.

Los americanos no pueden legislar entre los atenienses sobre aticismo, entre los parisienses sobre gracia y elegancia, entre los aristócratas sobre distinción y tean.

A propósito del matrimonio del conde Boris de Castellane con Miss Gould, decía, apenas pasada la boda, una fina lengua bulevardera: “Mientras su padre viva él no podrá ser sino el segundo de su familia por el sprit.” Mientras su madre aparezca en los salones su esposa no será sino la segunda en rango. Pero la pareja buscará la inteligencia del lujo; el conde de Castellane debe tener el home de una mujer que hubiera “nacido”, no en el palacio de una parvenu. Y si da comidas, los invitados deberán ser más escogidos que los menus.

Y en la guerra de los encajes y de los sombreros, de los corsés y de las enaguas, el Tío Samuel debe limitarse, por ahora, á comprarlos hechos en París.

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