Jardines de Francia

En mis paseos intelectuales—“promenades littéraires”, diría Rémy de Gourmont—he encontrado, ó me ha parecido encontrar, no lo sé, una apacible y elegante villa que alegran gracias de jardín, visiones de parque. He penetrado á respirar el olor de las frescas arboledas. He hallado esbeltos plátanos, como los que invitan á soñar, allá en Versalles; hayas frondosas, laureles rosa. Con su idioma de susurros y de gestos lentos me han contado la poesía de sus estaciones. A veces, de lo alto de una verde copa ha dado su testimonio la voz de un pájaro. He visto mármoles, aquí, allá; grupos, estatuas, bustos. Y una fuente verleniana, que en las noches de luna lanza su chorro de cristal “esbelto entre los mármoles”... Como en felices tiempos románticos, he encontrado en un tronco de árbol un nombre grabado... La primavera debe haberle aromado muchas veces, tras la inútil frialdad de los inviernos, pues se siente en el ambiente el imperio de la juventud, el triunfo de la vida. Noto los bustos: el uno es de Lamartine, el otro de Víctor Hugo, el otro de Verlaine... En un pequeño lago cercano se hace presente la curva armoniosa de un cuello de cisne, blanco y sincero—que apenas parece haber visto pasar de lejos á Mallarmé... El viento, que suavemente vuela, trae ecos lejanos; ecos de mar, de montaña, de landas. Todos los oros del otoño se sospechan en tal dorado simulacro; y á pesar de un vago deseo de ensueño que se siente por todas partes, se manifiesta la reminiscencia de una imperativa influencia solar. De la villa oigo brotar un canto de mujer. El canto es melodioso, ardiente, profundo. Me detengo cerca de decorativos “boulingrins”, macizos de rosas de Francia, plantíos de violeta de Francia, admirables lirios de Francia.

Al lado, cerca de términos y á la entrada de glorietas, vi guijarros marinos y de esos sonoros caracoles que pintaban los pintores de antaño, como trompetas de tritones. Tomé uno de ellos y lo acerqué á mi oído. Se oía—curioso—, primero como el ruido del Océano, mas después como ruido de aguas de gran río... Esto me recuerda algo de “por allá”, me dije yo... Anduve, anduve entre los árboles. Unos tenían nidos en las ramas. Otros formaban arcadas como ojivas de catedrales de ensueño; otros me recordaban paisajes de viñeta—¿de dónde?—, y otros me invitaban á descansar bajo su amable sombra. Iba á salir ya por la puerta del jardín, cuando volví á oir la voz femenina que, acompañada suavemente por un piano, llegaba hasta mí. Entonces tomé otro rumbo. Me detuve delante de un fresco laurel y admiré lo bien cuidado que estaba. Corté una hoja, la masqué, y supe una vez más que era amarga.

Luego seguí, caminando, caminando, hasta que me detuvo la visión de un ombú... “¿Un ombú?—me dije—. ¿En París un ombú?” Yo había creído hasta entonces que el ombú era, como la mandrágora de la leyenda, fabuloso... Que no se encontraba sino en los versos de tales poetas argentinos, y que su figura era ilusoria... Mas el ombú estaba allí. Y estaba bien conservado, bien cuidado.

Sus ramas decían toda la inmensa pampa y su corazón de árbol aparecía en su ademán vegetal, como traducción del corazón expirante y ya extraño del gaucho... “¿Qué es esto—me dije—, en un parque francés, en un jardín parisiense de París?”

Me sacó de mi sorpresa el dueño de la villa, el propietario del chalet, que vino hacia mí con la mayor afabilidad. En un español que no ocultaba el acento francés, me dijo: “Me llamo José María Cantilo, y me parece que es usted medio paisano mío... Está usted en su casa. Soy un argentino, jardinero de Francia... ¡Mire qué rosas! ¡Mire qué claveles! ¿Quiere usted champaña? ¿Quiere usted mate?” Opté por el mate. No le encontré gusto muy criollo... El mate era de plata y la bombilla de oro. Y, tal vez porque ya voy perdiendo la costumbre, me quemé los labios... Mas me supo delicioso—como cosa nuestra—, como el café de José María de Heredia...

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