Pequeña aventura de una princesa de Francia

La reina de los Algarves, que es al mismo tiempo princesa francesa, y una de las soberanas más hermosas del mundo, ha hecho al París republicano la gracia de su presencia con la presencia de su gracia. París, naturalmente, le ha encantado, y mientras su marido, el obeso “sportsman” campechano se iba de caza con el modesto Nemrod que hoy rige los destinos de este país, la gallarda Amelia hacía compras en las famosas casas de elegancia que hay en la rue de la Paix. Mas aconteció que el protocolo tuvo que exigir la presencia de ambos soberanos en un banquete oficial, en el Elysée. Es claro que todo se hizo como lo quiso el protocolo, pues es éste el más ceremonioso tirano que impera en cortes y palacios gubernamentales. Y á este propósito citaré una frase atribuída á la señora del jefe de la República. Se trataba de no sé qué detalle, y ella interrumpió, con la mejor convencida intención: “Pues en otras “cortes”, esto se hace así, y así.” El lapsus es muy natural en esta vieja monarquía de gorro frigio...

Mas tornando á la aventura de la reina, diré que estuvo ella en el banquete, por indicación protocolar, entre M. Falliéres, presidente del Senado, y M. Loubet, presidente de la República. Un cronista señala que la reina estuvo “toute gracieuse et heureuse de se retrouver en France”, y que “pendant tout le temps du diner, chacun put remarquer sa bonne grace, son entrain et sa joie”. ¿Qué podría decir la reina de Portugal á los amables anfitriones al despedirse, sino que estaba “particularmente encantada de las horas que acababa de pasar en el Elysée”?

Mas dos princesas de Francia velaban por la historia, por la tradición y por el brillo de la perdida corona... Esas princesas eran las dos hermanas de su majestad portuguesa. Un telegrama llegó, reprendiendo á la graciosa Amelia. El telegrama estaba escrito en términos de reprobación y casi vehementes. Se reprochaba á la reina haber aceptado ir al Elysée, y haberse sentado á la mesa del jefe de un Estado que antes desterrara á su padre y á su hermano. Ese telegrama, más que un resentimiento, era casi una indignación.

Mas se agrega que la reina de los portugueses, sin decir nada, se contentó con mostrar el telegrama á D. Carlos. Y que “su buen humor no se alteró de ninguna manera, y después, como antes, continuó siempre risueña...” En la sonrisa le acompañaría su real esposo, y ambos demostrarían así que, conforme con la sabiduría de las naciones, los portugueses están siempre contentos.

El reproche de las princesas es semejante al que dirigiera á su hijo D. Jaime, D. Carlos de Borbón.

Mas ¿quién viene á recordar cosas de antaño, atrocidades de la Historia, locuras demagógicas, ó terriblezas republicanas, cuando la Marsellesa se ha tocado en los palacios de los zares de Rusia, y, si no me equivoco, hasta en el recinto del augusto Vaticano?

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