CAPÍTULO XLIV.

NANCY ES EXACTA Á LA CITA.

EL reló de muchas iglesias daba las once y tres cuartos, cuando aparecieron dos personas á la entrada del puente de Londres. La primera, que era una mujer se adelantaba con paso vivo y ligero mirando con avidez á su alrededor como si buscara á alguno; el otro que era un hombre, seguia á alguna distancia en la sombra y arreglaba su paso al de la mujer, parándose cuando ella se paraba y deslizándose de nuevo al escondite á lo largo del parapeto cuando ella volvia atrás.

La noche era oscura. Durante todo el dia el cielo habia estado nublado y á esta hora, sobre todo en este sitio, habia muy poco concurso de gente.

Una broma espesa que cubria al rio daba un tinte pálido á la luz rojiza de los faroles que ardian en las lanchas.

Sonó la media noche; el duodécimo golpe vibraba aun en el aire cuando una jóven señorita y un caballero de cabellos blancos, bajando de un fiacre á alguna distancia, se dirijieron hácia el puente despues de haber despedido al cochero. Apenas habian dado algunos pasos, Nancy se estremeció y al momento fué á ellos.

Marchaban aquellos como gentes que no esperan encontrar á la persona que buscan, cuando se hallaron cara á cara con la jóven. Se detuvieron dando un grito de sorpresa que luego reprimieron; porque un hombre en traje de menestral paso rápidamente por su lado en el mismo instante.

—Por aquí! —dijo Nancy con ansiedad. Temo hablaros en este sitio; seguidme al pié de la escalera.

Al decir estas palabras el menestral volvió la cabeza y preguntando bruscamente porque ocupaban ellos solos todo la acera prosiguió su camino.

La escalera de que hablaba Nancy estaba al estremo del puente en la ribera del condado de Surrey.

Sus escalones que forman una parte del puente, consisten en tres tramos ó mesetas. Al pié de la segunda meseta el muro de la izquierda termina con una pilastra haciendo frente al Támesis. Llegado al pié de esta segunda meseta el menestral lanzó una mirada á su alrededor y viendo que no habia otro sitio para ocultarse y que además la marea entonces muy baja, dejaba mucha plaza, se echó de costado, la espalda arrimada á la pilastra y esperó allí á nuestros tres amigos casi seguro de que no bajarian mas, y que si no podia oir su conversacion podria al menos seguirlos de nuevo con toda seguridad.

Se determinaba ya á salir de su escondrijo y pensaba volver á subir, cuando oyó resonar un ruido de pasos sobre la piedra y luego las voces de varias personas hirieron su oido. Entonces se incorporó, se apretó contra él, miró y respirando apenas escuchó con atencion.

—Paréceme que nos alejamos demasiado —dijo el caballero. —No puedo permitir que esta señorita baje un escalon mas; personas habria, que teniendo en vos la poca confianza que debeis inspirar, ni siquiera hubieran consentido en llegar hasta aqui! Pero como veis, soy aun complaciente.

—Si á esto llamais ser complaciente! —contestó Nancy —Sois en verdad muy sensato! complaciente! Ba! es igual!

—No; pero decidme —repuso el caballero con tono mas dulce —¿por qué nos habeis llevado á este sitio endiablado? Por qué no allá arriba donde al menos transita alguna gente, mas bien que en esta horrible ladronera?

—Ya os he dicho que no me gusta hablaros allá arriba —contestó la jóven estremeciéndose —no se lo que tengo, pero esperimento tal espanto esta noche, que apenas puedo sostenerme. No sé de que proviene... quisiera saberlo. Todo el dia de hoy he sido atormentada, por los mas horribles pensamientos de muerte y de sudarios cubiertos de sangre, hasta producirme fiebre y delirio. Por la noche he querido distraerme leyendo, hasta llegar la hora y he visto las mismas cosas en el libro...

—Esto es efecto de la imaginacion —dijo el caballero.

Vuestros sacerdotes orgullosos hubieran erguido la cabeza á la vista de mis tormentos y me hubieran predicado llamas y venganza —esclamó la jóven —Oh! mi buena señorita! Por qué los que se dicen enviados de Dios y reclaman el titulo de ministros del Todo-poderoso no son para nosotros pobres miserables, buenos é indulgentes?

—Por qué no estuvisteis aquí el domingo pasado?

—No pude venir; fuí detenida á la fuerza.

—Por quién?

—Por Guillermo, el hombre de quién he hablado á la señorita.

—Creo no habrá tenido sospecha, sobre el asunto que os conduce aquí?

—No; —contestó la jóven sacudiendo la cabeza. Me es muy difícil dejarle, á menos que no sepa porque. Cuando decidí ir á encontrar á la señorita no hubiera podido verla, si para hacerle dormir no hubiese metido Laudano en la pocion que le dí.

—Dormia aun cuando volvisteis? —preguntó el caballero.

—Sí; y ni él ni los demás han tenido la menor sospecha.

—Está bien —dijo el caballero —Ahora escuchad.

—Estoy pronta á oiros.

—Esta señorita que veis, me ha comunicado á mi y á algunos amigos (en la discrecion de los cuales se puede descansar con toda confianza), lo que le dijisteis hace quince dias. Para probaros que me fio de vos, os diré francamente que nos proponemos arrancar de ese Monks su secreto (cualquiera que el sea) y que para ello, aprovecharémos la ventaja, si es necesario de los terrores pánicos á los cuales dicen está sujeto. Pero si á pesar de esto, no podemos apoderarnos de él, ó bien una vez en nuestras manos nada quiere confesar, será preciso entonces consentir en entregarnos al judío.

—Fagin! —esclamó Nancy retrocediendo un paso.

—Sin duda. Es preciso que nos entregueis á ese hombre.

—No lo espereis! Por horrible que haya sido su conducta para conmigo, jamás haré lo que me pedís!

—Estais bien resuelta!

—Jamás!

—Me diréis por qué?

—Por una buena razon. Por una sola razon que la señorita sabe y de consiguiente estoy segura que la pondrá de mi lado puesto que me ha dado su palabra; además por lo mismo que si su conducta es mala, la mia no está exenta tampoco de reproches.

—Entonces —repuso el caballero como si hubiese logrado el objeto que se proponia —entregadme á Monks y dejadle se arregle conmigo.

—Y si llega á denunciar á los otros? —preguntó Nancy.

—Os prometo que en el caso que podamos obtener de él la verdad arrancándole su secreto, no se tratará de esto. Puede haber en la historia del niño Oliverio particularidades que seria penoso someter á la vista del público; y con tal (como os he dicho) que conozcamos la verdad, que es todo lo que pedimos, vuestros amigos no correrán ningun peligro.

—Y si no quiere confesar la verdad?

—Entonces, el judío no será llevado ante la justicia que vos no lo consintais.

—La señorita, se compromete en este punto con su palabra?

—Os la doy —contestó Rosa —Podeis contar con ella.

—¿Monks ignorará siempre por quien habeis sabido todo lo que sabeis? —dijo la jóven despues de un momento de silencio.

—Siempre! —contestó el caballero —Os aseguro que obrarémos de modo que ni la mas leve sospecha podrá entrar en su alma.

—A pesar de que desde mi mas tierna infancia he vivido entre los mentirosos y por consiguiente la mentira, me sea familiar —dijo Nancy despues de otro momento de silencio —acepto vuestra palabra y me entrego enteramente á vosotros.

Despues de obtenida la seguridad de Rosa y del caballero que podia estar perfectamente tranquila, empezó (con vos tan baja que el espia apenas podia oirla) por dar las señas de la taberna, donde habia estado aquella noche. Por las pausas que hacia hablando, se hubiera podido creer que el caballero tomaba nota de dichas señas. Cuando le hubo esplicado las circunstancias del sitio, desde donde podia mirarse exitar la atencion; cuando hubo dicho la hora de la noche y cuales eran los dias en que Monks solia frecuentar esa guarida, pareció reflecsionar un momento para recordar la fisonomía del hombre en cuestion y estár en mejor estado de hacer su filiacion.

—Es alto, muy récio; pero no gordo. Al verle andar se crreria que va hacer una mala jugada, porque mira constantemente á uno y otro lado. Tiene los ojos de tal modo hundidos en la cabeza que por esto solo podriais conocerle perfectamente. Es de piel muy morena y aunque no tenga mas allá de veinte y seis ó veinte y ocho años, sus ojos son secos y hoscos. Sus lábios están ordinariamente marchitos y descoloridos por las señales de sus dientes; porque está sujeto á terribles convulsiones y muy amenudo se muerde las manos hasta hacerse sangre... Por qué os estremeceis? —dijo la jóven parándose de golpe.

El caballero se apresuró á responder que no sabia si se habia estremecido y la suplicó que continuára.

—Esto lo he sabido por las personas de la casa de que os he hablado —prosiguió la jóven —porque yo no le he visto mas que dos ó tres veces y aun en ellas iba embozado en una gran capa. Creo que esto es todo lo que puedo deciros... Apropósito... esperad! Cuando vuelve la cabeza se descubre en su cuello un poco más arriba de su corbatin...

—Una gran cicatriz roja como una quemadura! —esclamó el caballero.

—Qué significa... entónces vos le conoceis? —dijo la jóven.

La señorita lanzó un grito de sorpresa y los tres permanecieron por algunos momentos en silencio tan profundo que el espia hubiera podido oir su respiracion.

—Creo conocerle —dijo el caballero —lo reconoceria al menos despues de las señas que acabais de darnos... Verémos...

Dicho esto con aire de indiferencia, se volvió del lado del espía y murmuró entre dientes: —No puede ser otro que él!

—Luego —repuso dirijiéndose á Nancy —Señorita acabais de prestarnos un gran servicio y os doy las gracias —¿Qué puedo hacer por vos?

—Nada —contestó Nancy.

—No persistais en rehusar... veamos reflecsionad un poco —continuó el caballero con acento tan dulce y bondadoso que hubiera podido conmover un corazon mas duro y mas insensible.

—No; nada caballero... Os lo aseguro... replicó la jóven —derramando lágrimas. —Nada podeis para cambiar mi suerte.

—Va á dejarse persuadir —esclamó Rosa —va á rendirse, estoy segura de ello... titubea...

—Creo que no, mi querida señorita! —dijo el caballero.

—No; señor! —continuó Nancy despues de un momento de reflecsion —estoy encadenada á mi primera existencia; tengo horror á ella, es verdad; pero no puedo dejarla... Adios! tal vez he sido seguida y espiada. Partid, partid los primeros! Si creeis que os he prestado algun servicio todo lo que pido en recompensa es que me abandoneis al instante mismo y me dejeis volver sola.

—Es inútil insistir mas! —dijo suspirando el caballero —pueda que permaneciendo aquí comprometemos su seguridad.

—Sí, sí! —contestó la jóven —teneis mucha razon!

—Cómo acabará pues la existencia miserable de esta pobre jóven? esclamó Rosa.

—Cómo? contestó ésta —mirad ante vos, señorita! fijad la vista sobre esa agua que ruje á vuestros piés! Cuántas veces no habréis oido hablar de pobres desgraciadas como yo que se han precipitado en ella, fatigadas como estaban de la vida!

—No hableis así... os lo suplico —dijo Rosa sollozando.

—Será esta la última vez que oigais tales palabras, buena señorita. No permitirá Dios que tales horrores vengan jamás á mancillar vuestros castos oidos! Buenas noches! Adios!

El caballero se volvió como para prepararse á partir.

—Tomad esta bolsa —esclamó Rosa —guardadla por amor de mi y para que tengáis algun recurso en la necesidad.

—No, no! —contestó la jóven —el oro no me tienta, ni es el interés quien me hace obrar en esta circunstancia... creedlo... con todo dadme alguna cosa... algo que vos hayais llevado... Quisiera tener algo vuestro... No; no un anillo... vuestros guantes ó vuestro pañuelo... gracias, gracias! Dios os bendiga! Adios!

La agitacion estrema que dominaba á la jóven y el temor que tenia de que fuera maltratada á su regreso, en el caso de ser descubierta, fueron los que determinaron al caballero á partir.

El y Rosa aparecieron luego sobre el puente y se detuvieron un momento en el último escalon de la escalera.

—Rosa Maylie esperó aun, pero el anciano caballero la tomó del brazo y la atrajo suavemente hácia él. En el momento que desaparecieron, Nancy se dejó caer sobre uno de los escalones y dió libre curso á sus lágrimas.

Llegado á lo alto de la escalera; Noé Claypole volvió la cabeza á derecha y á izquierda y no viendo alma viviente, puso los piés en polvorosa.

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