II

Quiero decirles ahora, señores, tanto si les interesa oírlo como si no, por qué no he podido ni siquiera convertirme en un insecto. Les digo solemnemente que he intentado muchas veces convertirme en un insecto. Pero ni siquiera estuve a la altura de eso. Les juro, señores, que ser demasiado consciente es una enfermedad, una verdadera enfermedad de fondo. Para las necesidades cotidianas del hombre, habría bastado con tener la conciencia humana ordinaria, es decir, la mitad o la cuarta parte de la que le corresponde a un hombre cultivado de nuestro infeliz siglo XIX, especialmente a uno que tiene la fatal mala suerte de habitar Petersburgo, la ciudad más teórica e intencional de todo el globo terrestre. (Hay ciudades intencionales y no intencionales.) Hubiera bastado, por ejemplo, con tener la conciencia por la que viven todas las llamadas personas directas y los hombres de acción. Apuesto a que pensáis que escribo todo esto desde la afectación, para ser ingenioso a costa de los hombres de acción; y lo que es más, que desde la afectación mal educada, estoy haciendo sonar una espada como mi oficial. Pero, señores, ¿quién puede enorgullecerse de sus enfermedades e incluso pavonearse de ellas?

Aunque, después de todo, todo el mundo lo hace; la gente se enorgullece de sus enfermedades, y yo lo hago, tal vez, más que nadie. No lo discutiremos; mi afirmación era absurda. Pero, sin embargo, estoy firmemente convencido de que gran parte de la conciencia, todo tipo de conciencia, de hecho, es una enfermedad. Me atengo a eso. Dejemos eso también por un minuto. Dígame esto: ¿por qué sucede que en los mismos, sí, en los mismos momentos en que soy más capaz de sentir todo el refinamiento de todo lo que es "sublime y bello", como solían decir en una época, me sucedería, como si fuera un designio, no sólo sentir sino hacer cosas tan feas, tales que...? En fin, acciones que todos, tal vez, cometen; pero que, como a propósito, se me ocurrían a mí en el momento en que era más consciente de que no debían cometerse. Cuanto más consciente era de la bondad y de todo lo que era "sublime y bello", más profundamente me hundía en mi fango y más dispuesto estaba a hundirme en él por completo. Pero el punto principal era que todo esto no era, por así decirlo, accidental en mí, sino como si estuviera obligado a ser así. Era como si se tratara de mi condición más normal, y no de una enfermedad o depravación en lo más mínimo, de modo que al final pasó todo deseo en mí de luchar contra esta depravación. Terminó por mi casi creer (tal vez realmente creer) que esto era tal vez mi condición normal. Pero al principio, en el comienzo, ¡qué agonías soporté en esa lucha! No creía que fuera lo mismo con otras personas, y toda mi vida oculté este hecho sobre mí como un secreto. Me avergonzaba (incluso ahora, tal vez, me avergüence): Llegué a sentir una especie de secreto goce anormal, despreciable, al volver a casa, a mi rincón, en alguna repugnante noche de Petersburgo, con la aguda conciencia de que aquel día había vuelto a cometer una acción repugnante, de que lo hecho no podía deshacerse nunca, y en secreto, interiormente, royendo, royendo a mí mismo por ello, desgarrándome y consumiéndome hasta que al fin la amargura se convirtió en una especie de vergonzosa dulzura maldita, y por fin, ¡en un positivo goce real! Sí, en disfrute, en disfrute. Insisto en ello. He hablado de esto porque sigo queriendo saber a ciencia cierta si otras personas sienten tal goce... Me explico: el goce provenía de la conciencia demasiado intensa de la propia degradación; provenía de sentir uno mismo que había llegado a la última barrera, que era horrible, pero que no podía ser de otra manera; que no había escapatoria para ti; que nunca podrías convertirte en un hombre diferente; que aunque te quedaran tiempo y fe para cambiar en algo diferente lo más probable es que no quisieras cambiar; o si lo quisieras, incluso entonces no harías nada; porque quizás en realidad no había nada en lo que pudieras cambiar.

Y lo peor de todo era, y la raíz de todo, que todo estaba de acuerdo con las leyes fundamentales normales de la conciencia sobreaguda, y con la inercia que era el resultado directo de esas leyes, y que en consecuencia uno no sólo era incapaz de cambiar sino que no podía hacer absolutamente nada. De ello se desprende, como resultado de la conciencia aguda, que uno no tiene la culpa de ser un canalla; como si eso fuera un consuelo para el canalla una vez que se ha dado cuenta de que realmente es un canalla. Pero basta. . . . He dicho muchas tonterías, pero ¿qué he explicado? ¿Cómo se puede explicar el disfrute en esto? Pero lo explicaré. ¡Llegaré al fondo del asunto! Por eso he tomado mi pluma. . . .

Yo, por ejemplo, tengo mucho amour propre. Soy tan desconfiado y propenso a ofenderse como un jorobado o un enano. Pero, a decir verdad, a veces he tenido momentos en los que si hubiera recibido una bofetada en la cara, tal vez me habría alegrado de ello. Digo, en serio, que probablemente habría sido capaz de descubrir incluso en eso un tipo peculiar de disfrute, el disfrute, por supuesto, de la desesperación; pero en la desesperación hay los más intensos disfrutes, especialmente cuando uno es muy agudamente consciente de la desesperanza de su posición. Y cuando uno recibe una bofetada en la cara, entonces la conciencia de haber sido hecho papilla lo abruma positivamente. Lo peor de todo es que, se mire por donde se mire, sigue resultando que yo siempre fui el más culpable de todo. Y lo que es más humillante de todo, la culpa no es mía sino, por así decirlo, de las leyes de la naturaleza. En primer lugar, tener la culpa porque soy más inteligente que cualquiera de las personas que me rodean. (Siempre me he considerado más inteligente que cualquiera de las personas que me rodean, y a veces, ¿crees que me avergüenzo de ello? En cualquier caso, toda mi vida he desviado la mirada y nunca he podido mirar a la gente directamente a la cara). La culpa, en fin, porque aunque hubiera tenido magnanimidad, sólo habría tenido más sufrimiento por la sensación de su inutilidad. Ciertamente, nunca habría podido hacer nada por ser magnánimo: ni perdonar, porque mi agresor me habría abofeteado tal vez por las leyes de la naturaleza, y uno no puede perdonar las leyes de la naturaleza; ni olvidar, porque aunque se debiera a las leyes de la naturaleza, es insultante igualmente. Por último, aunque hubiera querido ser todo menos magnánimo, y hubiera deseado, por el contrario, vengarme de mi agresor, no hubiera podido vengarme de nadie por nada, porque ciertamente nunca me hubiera decidido a hacer nada, aunque hubiera podido. ¿Por qué no debería haberme decidido? Sobre esto en particular quiero decir unas palabras.

Share on Twitter Share on Facebook