XII

 

A las cinco de la mañana, cuando el día empezaba a despuntar a través de las cortinas, Marguerite me dijo:

––Perdona que te eche, pero es preciso. El duque viene todas las mañanas; van a decirle que estoy durmiendo, cuando llegue, y quizá esperará a que me despierte.

Tomé entre mis manos la cabeza de Marguerite, cuyos cabellos sueltos se esparcían a su alrededor, y le di un último beso diciéndole:

––¿Cuándo volveré a verte?

––Escucha ––repuso––, coge esa llavecita dorada que hay en la chimenea, ve a abrir esa puerta, vuelve a traer la llave aquí y vete. Durante el día recibirás una carta y mis instrucciones, pues ya sabes que tienes que obedecerme ciegamente.

––Sí, y si lo pidiera ya algo?

––¿Qué?

––Que me dejases esta llave.

––Nunca he hecho por nadie lo que me pides.

––Bueno, pues hazlo por mí, pues lo juro que tampoco los demás lo han querido como yo.

––Bueno, pues quédate con ella; pero te advierto que sólo de mí depende que esa llave no te sirva para nada.

––¿Por qué?

––Porque la puerta tiene cerrojos por dentro.

––¡Mala!

––Mandaré que los quiten.

––Entonces ¿me quieres un poco?

––No sé cómo explicarlo, pero me parece que sí. Ahora vete; me caigo de sueño.

Todavía nos quedamos durante unos segundos el uno en brazos del otro, y me fui.

Las calles estaban desiertas, la gran ciudad dormía aún, una suave brisa corría por aquellos barrios que el ruido de los hombres iba a invadir unas horas más tarde.

Me pareció que aquella ciudad dormida era mía; busqué en mi memoria los nombres de aquellos cuya felicidad había envidiado hasta entonces, y no recordaba a nadie que no me pareciera menos feliz que yo.

Ser amado por una joven casta, ser el primero en revelarle ese extraño misterio del amor ciertamente es una gran felicidad, pero es la cosa más sencilla del mundo. Apoderarse de un corazón que no está acostumbrado a los ataques es entrar en una ciudad abierta y sin guarnición. La educación, el sentido del deber y la familia son muy buenos centinelas, pero no hay centinela tan vigilante que no pueda ser burlado por una muchachita de dieciséis años, cuando la naturaleza, por medio de la voz del hombre que ella ama, le da esos primeros consejos de amor, tanto más ardientes cuanto más puros parecen.

Cuanto más cree la joven en el bien, más fácilmente se abandona, si no al amante, sí al amor, pues, como no desconfia, está desprovista de fuerza, y conseguir ser amado por ella es un triunfo que cualquier hombre de veinticinco años podrá permitirse cuando quiera. Y es tan cierto, que mire si no cómo rodean a estas jóvenes de vigilancia y baluartes. No tienen los conventos muros lo suficientemente altos, ni las madres cerraduras lo suficientemente seguras, ni la religión deberes lo suficientemente asiduos para mantener a todos esos encantadores pajarillos encerrados en su jaula, en la que ni se toman la molestia de echar flores. De ese modo, ¡cómo no van a desear ese mundo que se les oculta, cómo no van a creerlo tentador, cómo no van a escuchar la primera voz que a través de los barrotes les cuenta los secretos y a bendecir la primera mano que levanta una puma del velo misterioso!

Pero ser amado realmente por una cortesana es una victoria mucho más dificil. En ellas el cuerpo ha gastado el alma, los sentidos han quemado el corazón, el desenfreno ha acorazado los sentimientos. Las palabras que se les dicen ya hace mucho tiempo que se las saben, los medios que se emplean con ellas los conocen de sobra, y hasta el amor que inspiran lo han vendido. Aman por oficio y no por atracción. Están mejor custodiadas por sus cálculos que una virgen por su madre y su convento. Y así han inventado la palabra capricho para esos amores no comerciales que de cuando en cuando se permiten como descanso, como excusa o como consuelo, de modo semejante a esos usureros que, tras explotar a mil individuos, creen redimirse prestando un día veinte francos a un pobre hombre cualquiera que se está muriendo de hambre, sin exigirle intereses ni pedirle recibo.

Y luego, cuando Dios permite el amor a una cortesana, ese amor, que parece en principio un perdón, casi siempre acaba convirtiéndose para ella en un castigo. No hay absolución sin penitencia. Cuando una criatura que tiene todo un pasado que reprocharse se siente de pronto presa de un amor profundo, sincero, irresistible, del que nunca se creyó capaz; cuando ha confesado ese amor, ¡cómo la domina el hombre al que así ama! ¡Cuán fuerte se siente él teniendo el cruel derecho de decirle: «Ya no puedes hacer por amor nada que no hayas hecho por dinero»!

Entonces no saben qué pruebas dar. Cuenta la fábula que un niño, después de haberse divertido mucho tiempo en un campo gritando: «¡Socorro!» para importunar a los trabajadores, un buen día fue devorado por un oso, porque aquellos a quienes había engañado con tanta frecuencia no creyeron aquella vez en los gritos verdaderos que lanzaba. Lo mismo ocurre con esas pobres chicas, cuando aman de verdad. Han mentido tantas veces, que nadie quiere creerlas, y en medio de sus remordimientos se ven devoradas por su propio amor.

De ahí esas grandes abnegaciones, esos austeros retiros de los que algunas han dado ejemplo.

Pero, cuando el hombre que inspira ese amor redentor tiene el alma lo suficientemente generosa para aceptarla sin acordarse del pasado, cuando se abandona a él, cuando ama en fm como es amado, ese hombre agota de golpe todas las emociones terrenales, y después de ese amor su corazón se cerrará a cualquier otro.

Estas refiexiones no se me ocurrieron la mañana en que volvía a mi casa. Entonces no hubieran podido ser más que el presentimiento de lo que iba a sucederme y, a pesar de mi amor por Marguerite, no vislumbraba yo semejantes consecuencias; se me ocurren hoy. Ahora que todo ha terminado irrevocablemente, se desprenden espontáneamente de lo que sucedió.

Pero volvamos al primer día de aquella relación. A la vuelta, yo estaba loco de alegría. Al pensar que las barreras que mi imaginación había alzado entre Marguerite y yo habían desaparecido, que la poseía, que ocupaba un lugar en su pensamiento, que tenía en el bolsillo la llave de su piso y el derecho de servirme de ella, estaba contento de la vida, orgulloso de mí mismo, y amaba a Dios por permitir todo aquello.

Un día un joven pasa por una calle, se cruza con una mujer, la mira, se vuelve, sigue adelante. Aquella mujer, que él no conoce, tiene placeres, penas, amores, en los que él no tiene nada que ver. Tampoco él existe para ella, y hasta es posible que, si le dijera algo, se burlase de él como Marguerite lo había hecho de mí. Pasan las semanas, los meses, los años y, de pronto, cuando cada uno ha seguido su destino en un orden diferente, la lógica del azar vuelve a ponerlos al uno frente al otro. Aquella mujer se convierte en amante de aquel hombre y lo ama. ¿Cómo? ¿Por qué? Sus dos existencias ya forman una sola; apenas se establece la intimidad, les parece que ha existido siempre, y todo lo que precedió se borra de la memoria de los dos amantes. Confesemos que es curioso.

De mí sé decir que ya no recordaba cómo había vivido hasta la víspera. Todo mi ser se exaltaba de alegría al recuerdo de las palabras intercambiadas durante aquella primera noche. O Marguerite era muy hábil para engañar, o sentía por mí una de esas pasiones súbitas que se revelan desde el primer beso, y que a veces mueren también como han nacido.

Cuanto más pensaba en ello, más me decía que Marguerite no tenía ninguna razón para fingir un amor que no hubiera sentido, y me decía también que las mujeres tienen dos formas de amar, que pueden proceder una de otra: aman con el corazón o con los sentidos. Muchas veces una mujer toma un amante, obedeciendo solamente a la voluntad de los sentidos, y, sin habérselo esperado, , descubre el misterio del amor inmaterial y no vive más que para su corazón; otras veces una joven que sólo busca en el matrimonio la unión de dos afectos puros recibe la súbita revelación del amor fisico, esa enérgica conclusión de las más castas impresiones del alma.

Me dormí en medio de aquellos pensamientos. Me despertó una carta de Marguerite, que contenía estas palabras:

 

«Aquí tiene mis instrucciones: Esta noche en el Vaudeville. Venga durante el tercer entreacto.

M. G.»

 

Guardé la nota en un cajón, con el fin de tener siempre la realidad a mano en caso de que me entraran Judas, como me sucedía por momentos.

Como no me decía nada de que fuera a verla durante el día, no me atrevía a presentarme en su casa; pero tenía tantas gams de encontrarme con ella antes de la noche, que fui a los Campos Elíseos, donde, como el día anterior, la vi pasar y volver.

A las siete ya estaba yo en el Vaudeville.

Nunca había entrado tan pronto en un teatro.

Todos los palcos fueron llenándose uno tras otro. Sólo uno quedaba vacío: el proscenio de platea.

Al empezar el tercer acto oí abrir la puerta de aquel palco, del que no quitaba ojo, y apareció Marguerite.

Pasó en seguida a la parte delantera del palco, buscó por el patio de butacas, me vio y me dio las gracias con la mirada.

Estaba maravillosamente hermosa aquella noche.

¿Era yo la causa de aqueIIa coquetería? ¿Me quería lo suficiente para creer que cuanto más hermosa me pareciera más feliz sería? Aún no lo sabía; pero, si tal había sido su intención, lo había conseguido, pues, cuando apareció, las cabezas ondularon unas hacia otras, y hasta el actor que se hallaba en escena en aquel momento miró a la que turbaba de aquel modo a los espectadores con su sola aparición.

Y yo tenía la llave del piso de aquella mujer, y dentro de tres o cuatro horas iba a ser mía otra vez.

Se vitupera a los que se arruinan por actrices y entretenidas; lo sorprendente es que no hagan por ellas veinte veces más de locuras. Hay que haber vivido, como yo, esa vida, para saber cómo las pequeñas vanidades de cada día que proporcionan a su amante van soldando fuertemente en el corazón ––pues no tenemos otra palabra–– el amor que uno siente por––ella.

Prudence se acomodó luego en el palco, y un hombre, en quien reconocí al conde de G..., se sentó al fondo.

Al verlo, un escalofrío me traspasó el corazón.

Sin duda Marguerite se dio cuenta de la impresión que me había producido la presencia de aquel hombre en su palco, pues me sonrió de nuevo y, dando la espalda al conde, pareció seguir la obra con mucha atención. En el tercer entreacto se volvió, dijo dos palabras, el conde abandonó el palco, y Marguerite me hizo una seña para que fuera a verla.

––Buenas noches ––me dijo cuando entré, tendiéndome la mano.

––Buenas noches ––respondí, dirigiéndome a Marguerite y a Prudence.

––Siéntese.

––No quisiera quitar el sitio a nadie. ¿No va a volver el señor conde de G...?

––Sí; lo he mandado a comprar bombones para que pudiéramos charlar solos un instante. La señora Duvernoy está en el secreto.

––Sí, hijos ––dijo ésta––; pero no os preocupéis, que no diré nada.

––¿Qué le pasa esta noche? ––dijo Marguerite, levantándose y yendo hasta la sombra del palco para besarme en la frente.

––No me siento muy bien.

Entonces será mejor que vaya a acostarse ––repuso con aquel aire irónico que tan bien le iba a su rostro delicado y ocurrente.

––¿Adónde?

––A su casa.

––Bien sabe usted que allí no podría dormir.

––Entonces no venga aquí arrugándonos el morrito porque ha visto un hombre en mi palco.

––No era por eso.

––Claro que sí, bien sé yo lo que me digo; y usted está equivocado, así que no hablemos más de esto. Vaya después del espectáculo a casa de Prudence, y quédese allí hasta que yo lo llame. ¿Entendido?

––Sí.

¿Acaso podía desobedecer?

––¿Sigue queriéndome? ––prosiguió.

––¡Y usted me lo pregunta!

––¿Ha pensado en mí?

––Todo el día.

––¿Sabe una coca? Decididamente, me temo que voy a enamorarme de usted. Pregúnteselo si no a Prudence.

––¡Ah! ––respondió la gorda––. ¡Menudo latazol

––Ahora vuelva a su butaca; el conde va a regresar, y es mejor que no lo encuentre aquí.

––¿Por qué?

––Porque le resulta a usted desagradable verlo.

––No; sólo que, si usted me hubiera dicho que deseaba venir esta noche al Vaudeville, yo habría podido enviarle este palco tan bien como él.

––Por desgracia, me lo llevó sin que yo se lo pidiera, y se ofreció para acompañarme. Sabe usted muy bien que no podía negarme. Todo lo que podía hacer era escribirle dónde iba, para que usted me viese y para tener yo también el placer de volver a verlo antes; pero, ya que me lo agradece así, tendré en cuenta la lección.

––Me he equivocado, perdóneme.

––Enhorabuena; hula, sea bueno y vuélvase a su sitio, y sobre todo no se me ponga celoso.

Me besó otra vez y salí.

En el pasillo me encontré con el conde, que ya volvía.

Torné a mi butaca.

Después de todo, la presencia del señor de G... en el palco de Marguerite era la cosa más normal. Había sido su amante, le llevaba un palco, la acompañaba al espectáculo: todo era muy natural, y desde el momento en que yo tenía por amante a una chica como Marguerite no me quedaba más remedio que aceptar sus costumbres.

No por eso dejé de sentirme menos desdichado el resto de la velada, y al irme me encontraba muy triste, después de haber visto Prudence, al conde y a Marguerite subir a la calesa que los esperaba a la puerta.      

Y, sin embargo, un cuarto de hora después ya estaba yo en casa de Prudence. Ella acababa de entrar.

 

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