ix. la ley de la regresión aparente y la propiedad colectiva

Pero —dicen los adversarios— aun admitiendo que el socialismo, al invocar una transformación social, esté de acuerdo aparentemente con la teoría evolucionista, no se desprende de eso que sus conclusiones más precisas —entre las que figura la fundamental de la sustitución de la propiedad social o la propiedad individual— sean apoyadas por la misma teoría. Nosotros, por el contrario —se dice— sostenemos que justamente contra esa teoría científica chocan diametralmente esas conclusiones, y en consecuencia son, por lo menos, utópicas y absurdas.

Y la primera contradicción que se señala entre socialismo y evolucionismo, consistiría en que la vuelta a la propiedad colectiva de la tierra sería al mismo tiempo la vuelta a las edades primitivas y salvajes de la humanidad, y el socialismo, por lo tanto, sería en efecto una transformación, pero al revés; es decir, contra la corriente de la evolución social, que del primitivo colectivismo territorial ha llegado a la presente propiedad individual, índice de la adelantada civilización. El socialismo, por consiguiente, representaría en ese caso un regreso a la barbarie.

{95} También esta objeción tiene una parte de verdad que es innegable: la afirmación de que la propiedad colectiva (por lo menos, en las apariencias externas) será una vuelta hacia la primitiva organización social. Pero, la conclusión que de ahí se deriva, es absolutamente errónea y anticientífica, porque olvida una ley menos comúnmente observada pero no por eso menos verdadera y positiva que la evolución social.

Es una ley sociológica que un médico francés de mucho ingenio, muerto ya desgraciadamente, (Dramard) no ha hecho más que señalar a propósito de algunas afinidades entre transformismo y socialismo, y de la que me he ocupado reconociéndole toda su verdad e importancia, aun antes de inscribirme en el socialismo militante, en las páginas 420-424 de la tercera edición de mi Sociología criminal (1892) y sobre la que he insistido nuevamente en mi polémica con Morselli, a propósito del divorcio.

Esa ley de regresión aparente demuestra que es un hecho constante la vuelta de las instituciones sociales a las formas y a los caracteres primitivos.

Antes de presentar algunos ejemplos evidentes, quiero demostrar que Cognetti De Martiis, desde 1881, demostraba conocer intuitivamente {96} y de un modo vago esa ley sociológica, porque su libro sobre las Formas primitivas en la evolución económica (Turín 1881), tan notable por la abundancia, precisión y seguridad de sus datos positivos —aunque no llegara a conclusión alguna después de la riqueza de su análisis sociológico— se cerraba en las últimas líneas con una vaga referencia a la posible reaparición, en la futura evolución económica, de las formas primitivas que señalan el punto de partida.

Y recuerdo también que cuando, en la universidad de Bolonia, asistía a las lecciones de Carducci, varias veces le he oído indicar que en las formas y en el fondo de la literatura, el progreso último no es muchas veces más que la reproducción del fondo y de las formas de la literatura primitiva, greco-oriental; así como, en resumen, la teoría moderna del monismo, que es el alma misma de la evolución universal y que representa la última y definitiva disciplina positiva del pensamiento humano frente a la realidad del mundo, después del brillante vagabundear de la metafísica, no hace más que volver a los conceptos de los filósofos griegos y de Lucrecio, el gran poeta naturalista.

Pero también en el orden de las instituciones sociales son demasiado evidentes y numerosos {97} los ejemplos de este regreso a las formas primitivas.

Ya hablé de la evolución religiosa según Hartmann, por la cual, en las épocas infantiles de la humanidad, la felicidad se creía accesible en la existencia individual, después en la vida de ultratumba, y ahora tiende a volver a colocarla en la misma humanidad, pero en la serie de las generaciones por venir.

Así Spencer (Sociología, III, capítulo V) señalaba en política que la voluntad de todos —elemento soberano de la humanidad primitiva— cede paso a paso su lugar a la voluntad de uno solo y en seguida de pocos (por medio de diversas aristocracias: militares, de nacimiento, de profesión, de dinero) y tiende por último a volver a hacerse soberana con el procedimiento de la democracia (sufragio universal, referéndum, legislación directa popular, etc.)

El derecho de castigar, simple función de defensa en la humanidad primitiva, tiende a serlo de nuevo desprendiéndose de toda pretensión teológica de justicia retributiva, superpuesta por la ilusión del libre albedrío al fondo natural de la defensa, pero deshojado ahora por las observaciones típicas sobre el delito como fenómeno natural y social, que demuestran que es absurda {98} e imposible la omnisciente pretensión, del legislador o del juez, de pesar y medir «la culpa» del delincuente y equilibrar el castigo, en lugar de limitarse a segregar, temporal o perpetuamente del consorcio civil, a los individuos inaptos para él, como se hace con los locos o los atacados de enfermedades infecciosas.

Con el matrimonio pasó lo mismo: su fácil disolución en la humanidad primitiva cedió poco a poco a las imposiciones absolutas de la teología y del espiritualismo, que creen que el «libre albedrío» puede ligar eternamente el destino de una persona con un monosílabo pronunciado en momentos de tan inestable equilibrio psíquico como el período del noviazgo y de las bodas. Pero luego se impone la vuelta a la forma espontánea y primitiva del consentimiento, y la unión matrimonial, con el uso siempre creciente y cada vez más fácil del divorcio, retorna a sus orígenes, saneando la familia, que es la célula social.

Así es también con la organización de la sociedad, en la que el mismo Spencer ha tenido que reconocer la tendencia fatal de un regreso al primitivo colectivismo, después de la apropiación primero familiar y en seguida individual de la tierra —como lo ha demostrado él mismo— ha llegado a sus últimos extremos, tanto que en {99} algunos países (ley Torrens) la tierra se ha convertido en una especie de propiedad mueble, transmisible como una acción cualquiera de cualquier sociedad anónima.

He aquí, en efecto, a título de documento, lo que escribe el individualista Spencer:

«A primera vista parece poderse deducir que la propiedad de la tierra, a título absoluto, por parte de los particulares, deba ser el estado definitivo que está llamado a realizar el industrialismo. Sin embargo, aunque el industrialismo haya tenido hasta ahora por efecto la individualización de toda esta propiedad, puede discutirse que desde ahora se haya arribado al estado definitivo.

»En un tiempo se reconocían derechos de propiedad sobre seres humanos, y ahora no se admiten ya. Hace algunos siglos se hubiera podido creer que el principio de la propiedad del hombre sobre el hombre, estaba en camino de establecerse de un modo definitivo. Sin embargo, en época más avanzada de su curso, la civilización, derribando aquel procedimiento, ha destruido la propiedad del hombre sobre el hombre. De una manera análoga, en época más avanzada aún, podrá suceder que tenga que desaparecer la propiedad privada de la tierra».

{100} Y, por otra parte, este proceso de socialización de la propiedad, aunque ahora parcial y accesorio, es, sin embargo, tan evidente y continuo que sería negar lo innegable, sostener que la dirección económica y por lo tanto jurídica de la organización de la propiedad, no vaya en el sentido de una preponderancia cada vez mayor de los intereses y de los derechos de la colectividad sobre los del individuo; preponderancia que evidentemente se convertirá por una fatal evolución, en una sustitución completa en cuanto a la propiedad de la tierra y de los medios de la producción.

Así, pues, lo repetimos, la tesis fundamental del socialismo marcha de perfecto acuerdo con esa ley sociológica de regresión aparente cuyas razones naturales señalaba muy bien Loria, diciendo que la humanidad primitiva extrae de las primeras impresiones de la naturaleza circunstante, las líneas fundamentales y más sencillas de su pensamiento y de su vida; después, con el progreso de la inteligencia y la complicación creciente por ley de evolución, se tiene un desarrollo analítico de los principales elementos contenidos en los primeros gérmenes de cualquier institución; y una vez realizado este desarrollo analítico y a menudo antagónico, de un exceso al otro, de {101} los elementos particulares, la humanidad misma, llegada a un alto grado de evolución, recompone en una síntesis final esos varios elementos, y vuelve al primitivo punto de partida.

A esto, sin embargo, agrego yo que ese regreso a la forma primitiva no es una repetición pura y simple. Y he ahí por qué se dice ley de regresión aparente, y he ahí por qué la objeción de un «retroceso a la barbarie primitiva» es infundada. No es una repetición pura y simple sino la terminación de un ciclo, de un gran ritmo —como decía también recientemente Asturaro—, que no puede dejar de llevar consigo los efectos y las conquistas, irrevocables en lo que tienen de vital y de fecundo, de la larga evolución anterior; y es, por lo tanto, muy superior en la realidad objetiva y en la conciencia humana a aquel primitivo embrión.

El curso de la evolución social no está representado por el círculo cerrado que, como la serpiente mordiéndose la cola del símbolo antiguo, cierre los términos de un porvenir mejor, sino que, por el contrarío, y según la imagen de Goethe, se figura con una espiral que parece volver sobre sí misma y que, por el contrario, avanza y se eleva sin cesar.

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