Esta última observación sirve aquí para examinar también la segunda contradicción que, se afirma, existe entre el socialismo y la teoría de la evolución, diciendo y repitiendo en todos los tonos, que el socialismo será una nueva forma de tiranía y que suprimirá todos los beneficios de la libertad fatigosamente conquistada por nuestro siglo a costa de tantos martirios y sacrificios.
He dicho ya, hablando de las desigualdades antropológicas, como, por el contrario, el socialismo asegurará a todo hombre las condiciones de existencia humana y la base más libre y completa de su propia personalidad.
Aquí me basta recordar otra ley, establecida por la teoría científica de la evolución para demostrar en general (porque no es tarea de esta monografía entrar en pequeños detalles) cómo esa pretendida supresión de la parte viva y fecunda de la libertad personal y política, se toma sin razón como consecuencia del advenimiento del socialismo.
La siguiente es una ley de la evolución natural ilustrada por
Ardigó mejor que por cualquier otro:
{103} Toda fase subsiguiente de la evolución natural y social no destruye, no borra las manifestaciones vitales y fecundas de las fases precedentes, sino que las continúa en lo que tienen de vital mientras elimina, sin embargo, sus manifestaciones aberrantes o patológicas.
En la evolución biológica, las manifestaciones de la vida vegetal no borran los primeros albores de la vida que se encuentran en la cristalización de los minerales, como las manifestaciones de la vida animal no borran las de la vida mineral y vegetal; y la forma humana de la vida no borra las formas y los eslabones anteriores de la gran serie de los vivientes, sino que las formas últimas viven, por el contrario, en cuanto son el resultado de las formas primitivas, y coexisten con éstas.
Así sucede en la evolución social: y esta es, justamente, la interpretación que el evolucionismo científico da a las Edades Medias, que no borran las conquistas de las anteriores civilizaciones, sino que por el contrario las conservan en su parte vital, y las fecundan en un periodo de sosiego para el renacimiento de nuevas civilizaciones.
Y esta ley que domina por entero el grandioso desarrollo de la vida social, rige igualmente {104} el destino y la parábola de cada institución social.
La sucesión de una a otra fase de evolución social elimina, es cierto, las partes no vitales, los productos patológicos de las instituciones anteriores; pero conserva, vigoriza y desarrolla las partes sanas y fecundas, elevando cada vez más el nivel físico y moral de la humanidad.
Así, por ese procedimiento natural, el gran río de la humanidad salido de las selvas vírgenes de la vida salvaje, se ha extendido majestuoso en los períodos de la barbarie y en la presente civilización, que es, sin duda, superior por muchos conceptos, a las fases precedentes de la vida social, pero que por otros está emponzoñada con los productos virulentos de su propia degeneración, como lo he recordado a propósito de la selección social al revés.
Así, por ejemplo, es verdad que los trabajadores del período actual de civilización burguesa, tienen, en resumen, una existencia física y moral superior a la de los siglos pasados; pero, sin embargo, es innegable que su condición económica de asalariados libres, es peor bajo muchos aspectos, que la anterior condición de esclavos en la antigüedad, de siervos en la Edad Media.
En efecto, el esclavo antiguo era propiedad {105} absoluta del patrono, del hombre libre, y estaba condenado a una vida casi bestial; pero entretanto el patrono tenía interés, por lo menos, de asegurarle el pan cuotidiano, puesto que el esclavo formaba parte de su patrimonio, como los bueyes y los caballos.
Y el siervo de la gleba en la Edad Media, tenía en compensación ciertos derechos de costumbre, que lo arraigaban a la tierra y le aseguraban cuando menos —excepto en los casos de escasez— el pan de cada día.
Por el contrario, el asalariado libre del mundo moderno, está siempre condenado a un trabajo inhumano por su duración y calidad (y al cual se debe justamente la parcial reivindicación socialista de las ocho horas, que cuenta ya muchas victorias y está destinada a un triunfo seguro); pero no teniendo ninguna relación jurídica permanente ni con el propietario capitalista ni con la tierra, carece de toda seguridad de tener el pan cuotidiano, porque el propietario no tiene ya interés en alimentar y sostener a los trabajadores de su fábrica o de su campo, puesto que no sufre diminución alguna en su patrimonio, ni por su muerte ni por sus enfermedades, gracias a la fuente inagotable de proletarios que la falta de trabajo le ofrece en el mercado.
{106} Y he ahí cómo —no porque los propietarios de hoy sean más perversos que los de la antigüedad, sino solamente porque también los sentimientos morales son productos de la condición económica— si en el establo se enferma un buey, el propietario o su administrador llama al veterinario inmediatamente, para evitar la pérdida de un capital; mientras que si se enferma el hijo del boyero no se da tanta prisa para llamar el médico.
Verdad es que puede existir, como excepción más o menos frecuente, un propietario de buen corazón que desmienta esta regla, máxime cuando vive en contacto cuotidiano con los trabajadores; como no se niega que el espíritu de beneficencia tenga manifestaciones frecuentes y más o menos ruidosas —aun fuera del charity sport— por parte de las clases ricas que así también atenúan la voz interna del desagrado moral que la invade, pero la regla inexorable es ésta: en la forma de industrialismo moderno el trabajador ha conquistado la libertad política de voto, de asociación, etc. (de que se le deja gozar mientras no demuestre hacer uso de ella para formar un partido de clase que se encamine al punto substancial de la cuestión social), pero ha perdido la seguridad del pan y del domicilio cuotidiano.
El socialismo quiere llegar a esa seguridad para {107} todos los hombres —y demuestra su matemático positivismo con la sustitución de la propiedad social a la propiedad individual de los medios de producción— pero no por esto el socialismo ha de suprimir todas las conquistas útiles y realmente fecundas de la presente y de las anteriores fases de civilización.
Véase un ejemplo característico: la invención de tantas máquinas industriales y agrícolas, que es una aplicación genial de la ciencia a la transformación de las fuerzas naturales, y que por lo tanto, no debería ser sino fecunda en bienes —elevando el trabajo a dignidad humana, desde la abyección y postración de trabajo bestial— ha ocasionado y ocasiona, sin embargo, la miseria y la ruina de millares de trabajadores que, por reducción de personal sustituido por el trabajo de las máquinas, son inevitablemente condenados a las torturas de la desocupación, o a la ley de hierro del salario mínimo, que apenas basta para no morir de hambre aguda.
Y la primera e instintiva reacción de esos desventurados ha sido y es, en muchos casos, destruir las máquinas, maldiciéndolas como instrumento de perdición inmerecida y sangrienta.
Pero destruir las máquinas sería, realmente, un regreso puro y simple a la barbarie, y el {108} socialismo no lo quiere, el socialismo que representa una fase más elevada de la civilización humana.
Así es, entonces, que el socialismo es el único que da a la dolorosa dificultad una solución que no puede darle el individualismo económico, que continúa siempre aplicando nuevas máquinas, porque tal es la tendencia irresistible del capitalista.
Y la solución es que las máquinas se constituyan en propiedad colectiva o social. Entonces es evidente que su único efecto será disminuir la suma total de trabajo y de esfuerzo muscular para producir una suma dada de artículos, y por lo tanto se disminuirá la parte diaria de trabajo de cada obrero, y su existencia se elevará cada vez más a la dignidad de criatura humana.
Este efecto se produce ya parcialmente, por ejemplo, en aquellos lugares donde diversos pequeños propietarios se unen en sociedad para la adquisición, de una trilladora a vapor, por ejemplo y se la prestan por turno. Si se unieran también a los pequeños propietarios, en grande y fraternal cooperación, los obreros y los labradores (y esto sucedería sólo cuando la tierra fuese de propiedad social) y las máquinas fueran, por ejemplo, de propiedad municipal, como lo son las {109} bombas de incendio y se cediesen para el uso sucesivo de los trabajos campestres, es evidente que esas máquinas no producirían ninguna repercusión dolorosa y de miseria, sino que serían bendecidas por todos los hombres, por el mero hecho de ser propiedad colectiva.
Como el socialismo representa una fase más elevada de la evolución humana, no eliminaría, pues, de la fase presente, sino los productos infecciosos del excesivo individualismo económico actual, que crea por una parte los millonarios o los arrendatarios que se hacen millonarios en pocos años robando los dineros públicos —en una forma más o menos prevista por el Código Penal— y por otra parte, forma una acumulación gangrenosa de miserables criaturas en las bohardillas infectas de las grandes ciudades, o en las cabañas de paja y barro, que copian a las cabañas australianas en la Basilicata, en el Agro Romano o en el valle del Po.
Ningún socialista consciente ha soñado jamás en negar los grandes méritos de la burguesía para con la civilización humana, o de deslucir las páginas de oro por ella escritas en la historia del mundo civil con las epopeyas nacionales y las maravillosas aplicaciones de la ciencia a la industria y a los comercios ideales y mercantiles entre los pueblos.
{110} Esas son conquistas irrevocables del progreso humano, y el socialismo no sueña renegar de ellas ni suprimirlas, y tributa la justa admiración agradecida a los pioneers generosos que las han iniciado y realizado. Del mismo modo, por ejemplo, ni soñaría en destruir o en negar su admiración a un cuadro de Rafael o a una estatua de Miguel Ángel, sólo porque éstos transfiguraron y eternizaron con el arte las leyendas religiosas.
Pero el socialismo ve en la presente civilización burguesa, llegada a su pendiente final, los síntomas dolorosos de una disolución irremediable, y afirma que es necesario librar al organismo social del virus infeccioso, no limitándose a la curación sintomática e individualista de este o aquel quebrado, de este o aquel funcionario corrompido, de este o aquel empresario ladrón . . . sino llegando a la raíz del mal, a la fuente innegable de la infección virulenta. Cambiando radicalmente de régimen —con la sustitución de la propiedad social a la individual— es necesario renovar las fuerzas sanas y vitales de la sociedad humana para que pueda elevarse a una fase más alta de civilización, en la que no podrán unos pocos privilegiados vivir la vida del ocio, del lujo, de la orgía en que hoy viven, y tendrán que someterse a una existencia laboriosa y más modesta, pero {111} en que la inmensa mayoría de los hombres elevará la suya propia, a dignidad serena, tranquila seguridad, simpática y alegre fraternidad, en lugar de los dolores, de las ansias, de los rencores presentes.
Así, opóngase la banal objeción de que el socialismo suprimirá toda libertad, objeción demasiado repetida por aquellos que bajo la capa del liberalismo político ocultan las tendencias más o menos conscientes del conservatismo económico.
Esta repugnancia que sienten muchos en nombre de la libertad —hasta de buena fe—, no es más que el efecto de otra ley de la evolución humana, que Heriberto Spencer formulaba diciendo: todo progreso realizado es un obstáculo a los progresos venideros.
Tendencia psicológica natural, que podría llamarse fetichista, es la que se niega a considerar el ideal logrado y el realizado progreso como un simple instrumento antes que como un ídolo y a tomarlos como un punto de partida para otros ideales y para otros progresos antes que detenerse en la adoración fetichista de un punto de arribo que agote todo otro ideal, toda otra aspiración.
Así como el salvaje beneficiado por el árbol {112} frutal, adora al árbol por él mismo, no por los frutos que puede darle aún, y lo convierte en un fetiche, en un ídolo intangible, pero que por lo mismo se esteriliza; como el avaro que en el mundo individualista conoce el valor del dinero, concluye por adorar el dinero en sí y por sí, como fetiche y como ídolo, y lo deja sepultado en el cofre, esterilizándolo, en vez de usarlo como instrumento de nuevas ganancias; así el liberal sincero, hijo de la Revolución Francesa, se hace de la libertad un ídolo, término de ella misma, estéril fetiche, en lugar de emplearla como instrumento de nuevas conquistas, como medio de realización de nuevos ideales.
Se comprende que bajo la tiranía política el ideal primero, el más urgente, el febril, fuese la conquista de la libertad y de la soberanía política.
Y nosotros, los recién llegados, estamos por esta conquista agradecidos a los mártires y a los héroes que la han querido al precio de su sangre.
¡Pero la libertad no es y no puede ser el término de sí misma!
¿De qué sirve la libertad de reunión y de pensamiento si el estómago no tiene el pan cuotidiano y millones do individuos tienen paralizada toda fuerza moral por la anemia del cuerpo y del cerebro?
{113} ¿De qué sirve al pueblo tener una parte platónica de la soberanía política con el derecho de voto, si continúa bajo la esclavitud material de la miseria, de la desocupación, del hambre aguda o crónica?
La libertad por la libertad indica un progreso realizado que se opone a los progresos venideros, y es una especie de onanismo político, estéril por sí ante las nuevas necesidades de la vida.
El socialismo responde, por lo tanto, que así como la fase subsiguiente no borra las conquistas de las fases precedentes de la evolución social, así tampoco quiere suprimir la libertad gloriosamente conquistada por el mundo burgués con su revolución de 1789, sino que por el contrario quiere que, conquistando la conciencia de los intereses y de las necesidades de su clase frente a la clase de los capitalistas y propietarios, los trabajadores se sirvan de ella para avanzar hacia una organización social más equitativa y más humana.
Sin embargo, es innegable no sólo que, dada la propiedad individual y por lo tanto el monopolio del poder económico, la libertad dejada a quien no tiene ese monopolio, es un juguete impotente y platónico, sino también que cuando {114} los trabajadores demuestran querer valerse de esa libertad con conciencia clara de sus intereses de clase, los detentadores del poder económico y por lo tanto político, se apresuran a renegar de los grandes principios liberales «los principios del 89» y suprimen toda libertad pública, ¡soñando detener así la marcha fatal de la evolución humana!
Lo mismo puede decirse de una acusación semejante contra los socialistas: que renegarían de la patria en nombre del internacionalismo.
También esto es erróneo.
Las epopeyas nacionales con que la Italia o la Alemania reconquistaron en nuestro siglo la unidad y la independencia, fueron realmente un gran progreso, y estamos agradecidos, lo repetimos, a quien nos ha dado una patria libre.
Pero la Patria no puede convertirse por eso en obstáculo de los progresos venideros, que están indudablemente en la fraternidad de todos los pueblos, sin los odios de nacionalidad, que, o son un residuo de la barbarie, o son barnices que disimulan los intereses del capitalismo que, por su cuenta, sin embargo, ha sabido ejecutar el más estrecho internacionalismo universal.
Como haber dejado atrás la fase de las guerras comunales de Italia, para sentirse hermanos en {115} una misma nación, ha sido un verdadero progreso moral y social, así también lo será transponer la fase de las rivalidades «patrióticas», para sentirse todos hermanos de una misma humanidad.
Que sirva a las clases que están en el poder y que se hallan vinculadas en estrecha liga internacional (el banquero de Londres, con el telégrafo, domina el mercado de Pekín o de Nueva York) tener dividida la gran familia de los trabajadores de todo el mundo o también de la vieja Europa solamente —porque la división de los trabajadores hace posible el poder de los capitalistas— y que esa división se disimule y se mantenga viva, abusando del fondo primitivo y salvaje de los odios contra «el extranjero», todo esto se comprende y se explica claramente con la clave histórica de los intereses de clase.
Pero eso no quita que el socialismo intemacionalista constituya, también bajo ese aspecto, un innegable progreso moral y una fase inevitable de evolución humana.
Del mismo modo y por la misma ley sociológica no sería exacto decir que el socialismo llegará a suprimir con la propiedad colectiva toda o cualquiera propiedad individual.
{116} Estamos siempre en esto: una fase subsiguiente de evolución no puede borrar todo lo realizado en las fases anteriores, sino que suprime solamente aquellas manifestaciones que no son vitales porque están en contradicción con las nuevas condiciones de existencia de la nueva fase.
Sustituida la propiedad particular con la propiedad social de la tierra y de los medios de producción, es evidente por ejemplo que la propiedad de los alimentos necesarios para el individuo no podrá ser suprimida, como tampoco la de las ropas y objetos de uso personal, que se consumirán en bien exclusivo individual o familiar.
Esta forma de propiedad individual subsistirá siempre, pues, aun en el régimen colectivista, porque es inevitable y perfectamente compatible con la propiedad social de la tierra, de las minas, de las fábricas, de las casas, de las máquinas, de los instrumentos de trabajo, de los medios de transporte.
Como, por ejemplo, la propiedad colectiva de las bibliotecas —que existe y funciona a nuestra vista— no impide a los individuos el uso personal de libros raros o costosos que de otro modo no podrían tener, sino que acrecienta inmensamente su utilidad, en comparación con el mismo libro encerrado y sepultado en la biblioteca privada de {117} un bibliófilo estéril, así la propiedad colectiva de la tierra y de los medios de producción, al acordar a un individuo que deberá vivir trabajando el uso de una máquina, de un utensilio, de un campo, no hará más que centuplicar su utilidad.
Y no se diga que cuando los hombres no tengan la propiedad exclusiva, acumulable, y transmisible de la riqueza no estarán inclinados a trabajar por la falta del resorte egoísta del interés personal o familiar. Vemos, por ejemplo, también en el mundo individualista presente, que los residuos de propiedad colectiva de las tierras —que fueron tan estudiados desde que Laveleye llamó tan brillantemente sobre ellos la atención de los sociólogos— son cultivados y dan un rédito no inferior a los campos de propiedad privada, aun cuando los comunistas de tales «participaciones» o colectivistas agrarios, no tengan más que el derecho de uso y de goce de los mismos.
Y si algunos de estos residuos de propiedad colectiva —menos alejados del vórtice del individualismo mercantil— van desapareciendo y son mal administrados, el hecho no prueba nada contra el socialismo, porque se comprende que, en el orden económico actual, completamente orientado por el individualismo absoluto, esos {118} organismos no encuentran en nuestro ambiente las condiciones de una existencia posible.
Sería como pretender que un pez viva fuera del agua o un mamífero en una atmósfera privada de oxígeno.
Y he ahí por qué, entre paréntesis, son sencillamente fantásticos todos los famosos experimentos de colonias socialistas, comunistas o anarquistas que algunos intentan implantar aquí o allí como «experimento preventivo del socialismo», sin advertir que tales experimentos tienen fatalmente que abortar desde que habrían de desarrollarse rodeados de un ambiente económico y moral individualista que no les puede consentir las condiciones de desarrollo fisiológico que tendrán cuando toda la organización social se haya orientado colectivamente, es decir, cuando toda la sociedad esté socializada.
Entonces también las tendencias y las aptitudes psicológicas individuales se adaptarán al ambiente y lo reflejarán; desde que es natural que en un ambiente individualista, de libre competencia, en que todo hombre ve en su hermano, si no un adversario, cuando menos un competidor, el egoísmo antisocial tiene que ser la tendencia que fatalmente se desarrolla más, por necesidad del instinto de propia conservación, máxime {119} en estas últimas fases de una civilización lanzada a todo vapor en comparación con el individualismo pacífico y lento de los siglos pasados.
Pero en un ambiente donde, por el contrario, y en cambio del trabajo manual o intelectual dado a la sociedad, todo hombre tenga asegurado el pan cuotidiano del cuerpo y de la mente, y se vea substraído, por lo tanto, al ansia diaria de la propia existencia, es evidente que el egoísmo tendrá un número infinitamente menor de estímulos, de ocasiones y de manifestaciones, ante el sentido de la solidaridad, de la simpatía, del altruismo, y ya no será verdad la despiadada máxima homo homini lupus que, confesada o no, envenena tanto nuestra vida presente.
No pudiendo, sin embargo, detenerme más en estos detalles, concluyo el examen de esta segunda pretendida oposición entre la evolución y el socialismo, recordando que la ley sociológica —por la que la fase subsiguiente no borra las manifestaciones vitales y fecundas de las anteriores fases de evolución— da acerca de la organización social que ya está en vías de formación, una idea más positiva de lo que piensan nuestros adversarios, que creen siempre que están ante el socialismo romántico y sentimental de la primera mitad de este siglo.
{120} Y he ahí por qué, en fin, no tiene consistencia alguna esta objeción fundamental que recientemente oponía Tansú al socialismo, en nombre de un eclecticismo sociológico, erudito pero inconcluyente, a pesar del talento y los estudios de aquel eximio filósofo del derecho:
«El socialismo contemporáneo no se identifica con el individualismo, porque asienta como base de la organización social un principio que no es de autonomía del individuo, sino por el contrario, su negación. Si, no obstante, mantiene ideas individualistas que repugnan a ese principio, eso no implica que mude de naturaleza o cese de ser socialismo: significa, solamente, que éste vive de contradicciones.»
Ahora bien, no es que el socialismo, al admitir y hasta ampliar y asegurar, con las condiciones de existencia diaria, el fortalecimiento y el desarrollo de toda individualidad humana, caiga en una contradicción de principio; es que, por el contrario, el socialismo, fase ulterior de civilización humana, no puede suprimir ni borrar lo vital, lo compatible con la nueva forma social que existe en las formas anteriores.
Y, por lo tanto, así como el internacionalismo socialista no está en contradicción con la existencia de la patria porque admite su concepto {121} en lo que tiene de verdad, eliminándole, sin embargo, la parte patológica del chauvinismo, así también el socialismo no vive de contradicciones sino que sigue las leyes fundamentales de la evolución natural cuando conserva y desarrolla la parte vital del individualismo, suprimiendo, sin embargo, sus manifestaciones patológicas por las cuales, como decía Rampolini, se tiene en el mundo moderno un organismo social en que el noventa por ciento de las células están condenadas a la anemia, sólo porque el diez por ciento están enfermas de hiperemia y de consiguiente hipertrofia.