19 de julio de 1936

En la mañana de este domingo estival, Madrid estaba ya en pie de guerra. Un nutrido e incesante tiroteo en las calles daba la sensación de que los enemigos estaban bien decididos a triunfar. Se nos tiroteaba desde las azoteas de las casas, desde los balcones y ventanas, hasta en las esquinas de las bocacalles. Era un peligro circular aquel día por Madrid.

Nutridos grupos de trabajadores de las organizaciones sindicales y políticas, fusil o escopeta al hombro, recorrían las calles y plazas, localizando a los fascistas emboscados, que nos ametrallaban cobardemente, y dándoles su merecido. Empezó a zumbar el cañón, y sus disparos retumbaban en la ciudad. ¡Eran los militares sublevados del Cuartel de la Montaña, sito en la calle de Ferraz, cuya parte posterior daba al paseo de Rosales!

El día fué muy accidentado para mí, desbordado como estaba por mi trabajo. A eso de las seis de la tarde tomé un taxímetro y me hice conducir a la calle de la Luna, al local de Sindicatos de la C. N. T.

Debo advertir aquí que nuestro local había sido clausurado por la policía unos días antes, cosa que había ya ocurrido distintas veces por obra y gracia −¡maldita la gracia!− del Gobierno republicano de izquierda. Y aun el mismo viernes por la noche, víspera de la llamada del Gobierno a los trabajadores anarquistas, el local de nuestra Confederación continuaba clausurado y acordonado por los policías.

Nuestro local estaba ya abierto −¿cómo no?−, y en lugar de los policías que dos días antes vigilaban la puerta, vi a los compañeros que, como imponente aluvión de hormigas, entraban y salían precipitadamente, llevando y trayendo armas y municiones.

El aspecto del local de la Confederación en aquellos días lo llevo grabado en mi imaginación. ¡Con qué nobleza habían respondido a la llamada los eternos perseguidos y apaleados, los "bandidos con carnet", como se nos llamaba a los anarquistas, a los trabajadores confederados!

Pero en el momento trágico, en la hora crítica en que el Pueblo se veía seriamente amenazado por los traidores militares, la eterna "cenicienta" de los Gobiernos españoles acudía, llena de entusiasmo, a la angustiosa llamada del Gobierno,su perseguidor, y devolvía bien por mal. ¡Así somos los hombres de la Confederación! ¡Que no lo olvide nadie!

Entré en el local y me entrevisté con mis compañeros del Sindicato Unico de Espectáculos Públicos al que yo pertenecía. El momento era grave. Tan grave, que desde allí mismo di contraorden a mis ayudantes para el trabajo del lunes, rogándoles avisaran a todos mis artistas que se suspendía el rodaje de la película hasta nueva orden, a causa de las circunstancias.

Un grupo de compañeros nos dirigimos a la calle de Ferraz, que estaba tomada por el Cuerpo de Asalto, para evitar más víctimas, pues los rebeldes habían matado ya a algunos de los nuestros con sus ametralladoras, emplazadas en el interior del cuartel y con las que hacían un fuego ininterrumpido.

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