20 de julio 1936

Hoy es lunes día de trabajo. Pero este día de trabajo se ha convertido en día de lucha. Hay algo más apremiante que el trabajo: hay que aplastar a los sublevados. Tan sólo algunos comercios y oficinas trabajan. Las calles madrileñas están repletas de gentío. Hombres, obreros en su mayoría, con armas o sin ellas, pero con la fiebre retratada en sus semblantes. Camionetas con gentes armadas desfilan por las calles, en medio de atronadores aplausos de la muchedumbre. Son los primeros grupos de milicianos combatientes que van a sofocar los levantamientos de los otros cuarteles, menos importantes, pero no por ello menos peligrosos. La calle de la Luna, repleta de coches y camiones, vibra de emoción...

El Gobierno ha lanzado un ultimátum a los rebeldes del Cuartel de la Montaña, exhortándoles a rendirse y dándoles un plazo hasta las diez de la mañana de lo contrario serán bombardeados por nuestra aviación.

Y, en efecto a las diez y cuarto aparecen los aviones volando sobre el cuartel y dejan caer algunas bombas, que hacen muy buenos blancos.

A las once de la mañana se han rendido. Y penetramos en masa en el edificio. Centenares de muchachos, en mangas de camisa, aparecen con los brazos en alto, gritando: "¡Viva la República! ¡Mueran los traidores!" Son los soldados que, despojados de sus uniformes por los oficiales traidores, habían sido encerrados en los subterráneos del cuartel.

En el patio yacen en el suelo más de un centenar de muertos, casi todos oficiales. Muy pocos soldados. Y éstos−lo afirman los soldados−, son falangistas disfrazados de soldados, con los uniformes que habían quitado a los verdaderos soldados que, por "sospechosos", habían sido encerrados en el sótano...

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La pesadilla del Cuartel de la Montaña ha terminado. También el Pueblo ha dominado los otros focos de rebelión.

Ahora hay que correr a los pueblos de la provincia. Las noticias que en los locales de la Confederación se reciben son alarmantes. Alcalá de Henares, Guadalajara, se han sublevado. ¡Y allá van los hombres de la F. A. I., los trabajadores de la Confederación, a aniquilar a los rebeldes! Les veo salir en mangas de camisa, pantalón azul, de trabajo, alpargatas y el fusil al hombro. No cantan, ni profieren gritos subversivos. Pero en sus ojos se lee la fiebre de la lucha y la voluntad inquebrantable de aplastar al enemigo. ¿Cuántos volverán?...

En las carreteras es un continuo hormigueo de autobuses, camionetas, coches, repletos de gente de todas las edades, abundando el elemento femenino. También ellas van a ofrecer su vida, como los hombres, a cambio de la tan anhelada Libertad. ¿Quién manda los grupos de combatientes? Uno. Un compañero; el que sea, con algún conocimiento guerrero, elegido por los compañeros del mismo grupo. Y en torno al responsable se agrupan sus camaradas y oyen sus consejos y obedecen sus órdenes. ¡Cuán lejos estamos de la disciplina cuartelera! Pero también, ¡cuán admirable es la autodisciplina de estos hombres rebeldes y antimilitaristas! ¿Es un ejército? No. Son un núcleo de guerrilleos que desconocen la, instrucción militar, que serán tal vez diezmados por la metralla enemiga pero que comprenden que no hay tiempo para aprender tácticas guerreras ni para hacer ensayos en maniobras. Y van al encuentro del enemigo, bien pertrechado y dirigido, con sus mosquetones defectuosos, sus fusiles, sus escopetas de caza. Los hay que van con pistolas, con garrotes, con sables arcaicos, con lanzas anacrónicas. ¡Hasta con piedras!...

¡Ah, las piedras! ¡Las gruesas piedras lanzadas con honda y con una furia incomparable! ¡Cuántas víctimas causaron al enemigo! Y es que, tras las piedras, había un hombre, había un corazón grande, había un irresistible deseo de vencer un entusiasmo y una fuerza arrolladores, pues que los hombres de las piedras defendían la Razón, la Justicia y la Libertad del Pueblo trabajador. ¡Y esa era su fuerza! Y con esa fuerza se lograba reducir al enemigo hora por hora.

"¡Alcalá ya es nuestro! ¡Guadalajara ha caído en nuestro poder! ¡Luchamos en Sigüenza!" Estas noticias afluían a la capital, centuplicando el coraje de los milicianos, engrosando los núcleos de combatientes espontáneos...

Leonardo dos Santos Moraes era un intelectual portugués, comunista perseguido en su país y refugiado en Madrid, a quien yo había dado albergue en mi casa, por la amistad que a él me unía. Muchacho fino, elegante, educado, pacífico, pero enemigo irreconciliable del fascismo. Este camarada vino a casa por la tarde, el sexto día del movimiento, vestido con un traje de mecánico denominado "mono", indumento que adoptaron la gran mayoría de los combatientes. Ordenó sus papeles y objetos personales en su cuarto, y nos dijo:

−¡Me voy a la sierra! Los fascistas atacan por allí ¡Salud y buena suerte, si no nos volvemos a ver!

Y, en efecto no nos volvimos a ver. Tres días más tarde, la Prensa madrileña daba la noticia de su muerte en el Guadarrama, destrozados sus pulmones por un cascote de metralla. ¡Pobre Moraes! ¡Huyendo de los fascistas de tu país, viniste a España a morir asesinado por los fascistas españoles!

Los tiroteos en las calles de Madrid continuaban. Sin duda esperaban los miserables fascistas que las hordas de sus jefes iban a penetrar en la capital, y mientras tanto, ellos asesinaban al Pueblo desde sus casas. Las brigadas de investigación y las guardias de los edificios y de las calles se organizaron con increíble rapidez. Y fué tan acertada su labor de depuración, tan eficaz su actuación, que pronto la capital recobró su aspecto normal, su tranquilidad interna, apenas turbada por el continuo rodar de automóviles y de camiones transportando a los combatientes a los frentes de combate...

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