Por fin, despreciando los consejos de todos, embarcóse Polícrates para ir a verse con Oretes, llevando gran séquito de amigos y compañeros, entre quienes se hallaba el médico más afamado que a la sazón se conocía, Democedes, hijo de Califonte, natural de Cretona. No bien acabó Polícrates de poner el pie en Magnesia, cuando se le hizo morir con una muerte cruel, muerte indigna de su persona e igualmente de su espíritu magnánimo y elevado, pues ninguno se hallará entre los tiranos o príncipes griegos, a excepción solamente de los que tuvieron los Siracusanos, que en lo grande y magnífico de los hechos pueda competir con Polícrates el samio. Pero no contento el fementido persa con haber hecho en Polícrates tal carnicería que de puro horror no me atrevo a describir, le colgó después en una aspa. Oretes envió libres a su patria a los individuos de la comitiva que supo eran naturales de Samos, diciéndoles que bien podían y aun debían darle las gracias por acabar de librarlos de un tirano; pero a los criados que habían seguido a su amo los retuvo en su poder y los trató como esclavos. Entretanto, en el cadáver de Polícrates en el aspa íbase verificando puntualmente la visión nocturna de su hija, siendo lavado por Júpiter siempre que llovía, y ungido por el sol siempre que con sus rayos hacia que manase del cadáver un humor corrompido. En suma, la fortuna de Polícrates, antes siempre próspera, vino al cabo a terminar, según la predicción profética de Amasis, rey de Egipto, en el más desastroso paradero.