LXIX

Con tales demandas y respuestas, trasluciéndosele más y más la impostura a Otanes, envía a su hija este tercer recado: —«Hija mía, por lo que debes a ti misma y a tu cuna, es menester no te excuses, ni te niegues a entrar en el peligro a que te llama ahora tu padre, pues si no es ese rey el legítimo Esmerdis, hijo de Ciro, sino hijo de cualquiera, como imagino, es del todo forzoso que ese impostor soberano no se alabe por más tiempo de tener a su disposición una princesa de tu clase, ni de ser el tirano de los persas seducidos, sino que lleve pronto su castigo. Haz, pues, lo que voy a decirte: la noche que contigo duerma espera que esté bien dormido, y entonces tiéntale las orejas: si se las hallares, no hay más que hacer ni vacilar, pues con esto podrás estar seguro de que eres esposa de Esmerdis, hijo de Ciro; pero si no las tuviere el malvado impostor, sabe, hija, que has venido a ser una cortesana del mago Esmerdis.» Respondió Fedima a su padre, que bien veía el gran peligro a que en ello se iba a exponer, pues claro estaba que si aquel hombre no tenía orejas y la cogía en el momento de tentar si las tenía, la haría morir y desaparecer infaustamente; pero no obstante su riesgo, dábale palabra de hacer sin falta la prueba que le pedía. Las orejas a que se aludía habíalas hecho cortar Ciro, padre de Cambises, al mago Esmerdis, no sé por qué delito, que no debió ser leve, que en su tiempo había cometido. La reina Fedima, la hija del noble Otanes, cumplió exactamente con la palabra dada a su padre: cuando le llegó su vez de dormir con el mago, según la costumbre de las mujeres en Persia, que van por turno a estar con sus maridos, fue al tálamo real y se acostó con aquél. Coge al mago un profundo sueño; Fedima a su salvo le va tentando las orejas, y ve desde luego, sin caberle duda, que carece de ellas el impostor. Apenas, pues, amanece el día, cuando envía un mensaje a su padre dándole cuenta de lo averiguado.

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