Pasado mucho tiempo en el asedio y muertos muchos de una y otra parte, y no menor número de persas que de Barceos, Amasis, el general del ejército, acude a cierto ardid, persuadido de que no podría ver rendida la plaza con fuerza, sino con engaño y astucia. Manda, pues, abrir de noche una hoya muy ancha, encima de la cual coloca unos maderos de poca resistencia, y sobra ellos pone una capa de tierra en la superficie, procurando igualarla por encima con lo demás del campo. Apenas amanece otro día, cuando Amasis convida por su parte a los Barceos con una conferencia, y los Barceos por la suya, como quienes deseaban mucho la paz, la admiten gustosísimos. Entran, pues, a capitular estando encima de la hoya disimulada y se conciertan en estos términos: que se estaría a lo pactado y jurado mientras aquel suelo donde se hallaban fuese el mismo que era; que los Barceos se obligaban a satisfacer al rey pagando lo que fuese justo en razón, y los persas a no innovar cosa contra los Barceos. Viendo estos firmadas así las paces y llenas de confianza en fuerza de ellas, abiertas de buena fe las puertas de par en par, no sólo salían con ansia fuera de la ciudad, sino que permitían también a los persas acercarse a sus murallas. Válense los persas de la ocasión, y derribando repentinamente aquel puente o tablado falaz y oculto, corren dentro de la plaza y hacia los muros, de que se apoderan. Movióles a arruinar dicho suelo de tablas la especiosa calumnia y pretexto de poder decir que no faltaban a la fe del tratado, por cuanto habían capitulado con los Barceos que las paces durasen todo el tiempo que durase el mismo aquel suelo que había al capitular, pero que arruinado y roto el oculto tablado ya no les obligaba el tratado solemne de paz.