Levantado Hércules de su sueño, púsose a buscar a sus perdidas yeguas, y habiendo girado por toda aquella tierra, llegó por fin a la que llaman Hilea, donde halló en una cueva a una doncella de dos naturalezas, semivíbora a un tiempo y semivirgen, mujer desde las nalgas arriba, y sierpe de las nalgas abajo. Causóle admiración el verla, pero no dejó de preguntarle por sus yeguas sí acaso las había visto por allí descarriadas. Respondióle ella que las tenía en su poder; pero que no se las devolvería a menos que no quisiese conocerla, con cuya condición y promesa la conoció Hércules sin hacerse más de rogar. Y aunque ella con la mira y deseo de gozar por más largo tiempo de su buena compañía íbale dilatando la entrega de las yeguas, queriendo él al cabo partirse con ellas, restituyóselas y dijo: —«He aquí esas yeguas que por estos páramos hallé perdidas; pero buenas albricias me dejas por el hallazgo, pues quiero que sepas como me hallo en cinta de tres hijos tuyos. Dime lo que quieres que haga de ellos cuando fueren ya mayores, si escoges que les dé habitación en este país, del que soy ama y señora, o bien que te los remita.» Esto dijo, a lo que él respondió: —«Cuando los veas ya de mayor edad, si quieres acertar, haz entonces lo que voy a decirte. ¿Ves ese arco y esa banda que ahí tengo? Aquel de los tres a quien entonces vieres apretar el arco así como yo ahora, y ceñirse la banda como ves que me la ciño, a ese harás que se quede por morador del país; pero al que no fuere capaz de hacer otro tanto de lo que mando, envíale fuera de él. Mira que lo hagas como lo digo; que así tú quedarás muy satisfecha, y yo obedecido.»