Luego que los griegos hubieron acabado con casi todos aquellos bárbaros, muertos unos en la batalla y otros en la fuga, trasladaron a la playa los despojos, entre los cuales no dejaron de hallar bastantes tesoros, y luego pegaron fuego a las naves, juntamente trincheras, y reducidas a ceniza trincheras y naves, hiciéronse a la vela. Vueltos ya a Samos, entraron en consejo los griegos acerca de la trasplantación de las ciudades jonias, deliberando si sería oportuno dejar despoblada la Jonia al arbitrio de los bárbaros, y en tal caso en qué regiones de la Grecia, que fuesen de su dominio, sería conveniente dar asiento a los jonios. Movíales a esto el ver por una parte que era imposible a los griegos el proteger de continuo a los jonios con una guarnición fija, y por otra el considerar que los jonios, no estando protegidos continuamente por un destacamento, no podrían lisonjearse de no pagar bien cara la sublevación contra los persas. Eran, pues, de parecer en la consulta los principales entre los peloponesios, que convenía desocupar los emporios de aquellos griegos que habían seguido al medo, y darlos con sus territorios a los jonios para su habitación. Mas parecíales a los atenienses que de ningún modo convenía desamparar la Jonia con semejante deserción, y que no tocaba a los del Peloponeso disponer de los colonos propios de Atenas; ni los Peloponosios mostraron dificultad en ceder a este voto contrario. Dejado este punto, entraron a concluir un tratado de alianza con los samios, con los de Quío, con los lesbios y con los demás isleños que seguían las banderas griegas, obligándose con la fe mutua de un solemne juramento a que firmes en la confederación mantendrían lo prometido. Concluido ya el tratado, y creídos de que hallarían todavía formado el puente de barcas, hiciéronse a la vela para romperlo.