LXXVI

Rotos ya y postrados los bárbaros en Platea, se pasó y presentó a los griegos una célebre desertora. Era la concubina de un persa principal llamado Farandates, hijo de Teaspis, la que viendo vencidos a los persas y victoriosos a los griegos, ataviada así ella como sus doncellas con muchos adornos de oro, y vestida de la más bella gala que allí tenía, bajó de su harmamaxa, y se dirigió a los lacedemonios, todavía ocupados en el degüello de los bárbaros. Al llegar a los griegos, viendo a uno de ellos que entendía en todo y daba órdenes para lo que se hacía, conoció luego que aquel sería Pausanias, de cuyo nombre y patria por haberlo oído muchas veces venía bien instruida. Echóse luego a sus pies, y teniéndole cogido de las rodillas, hablóle en estos términos. —«Señor y rey de Esparta, tened la bondad de sacar por los dioses a esta infeliz suplicante del cautiverio y esclavitud en que me veo, gracia con que acabaréis de coronar en mí ese otro grande beneficio de que me confieso ya deudora a vuestro imperio, viendo que habéis acabado con unos impíos que ni respetan a los dioses ni temen a los héroes. Yo, señor, soy una mujer natural de Coo, hija de Hegetórides y nieta de Antágoras; por fuerza me sacó de casa un persa, y por fuerza me ha retenido por su concubina. —Concedida tienes, mujer, la gracia que me pides, respondióle Pausanias, especialmente siendo verdad, como tú dices, que eres hija del Coo Hegetórides, uno de mis huéspedes, y el que yo más estimo de cuantos tengo por aquellos países.» Nada más le dijo por entonces, encargándola al cuidado de los Eforos que allí estaban; pero la envió después a Egina, donde ella misma dijo que gustaría ir.

Share on Twitter Share on Facebook