Al tiempo de subir los persas a la cima del monte no fueron vistos, por estar todo cubierto de encinas, pero no por eso dejaron de ser sentidos de los focenses por el medio siguiente. Era serena la noche y mucho el estrépito que por necesidad hacían los persas, pisando tanta hojarasca como allí estaba tendida. Con este indicio vanse corriendo los focenses a tomar las armas, y no bien acaban de acomodárselas, cuando se presentan ya los bárbaros a sus ojos. Al ver estos allí tanta gente armada, quedan suspensos de pasmo y admiración, como hombres que, sin el menor recelo de dar con ningún enemigo, se encuentran con un ejército formado, temiendo mucho Hidarnes no fuesen los focenses un cuerpo de lacedemonios, preguntó a Epialtes de qué nación era aquella tropa, y averiguada bien la cosa, formó sus persas en orden de batalla. Los focenses, viéndose herir con una espesa lluvia de saetas, retiráronse huyendo al picacho más alto del monte, creídos de que el enemigo venía solo contra ellos sin otro destino, y con este pensamiento se disponían a morir peleando. Pero los persas conducidos por Epialtes, a las órdenes de Hidarnes, sin cuidarse más de los focenses, fueron bajando del monte con suma presteza.