Hallábase presente a este discurso Aquemenes, hermano que era de Jerjes, y general de las tropas de mar, quien, temeroso de que se dejase llevar el rey de tal consejo, le habló en estos términos: —«Veo, señor, que dais oído, y no sé si crédito también, a las palabras y razones de ese hombre, que mira de mal ojo vuestras ventajas o que os urde aun algún tropiezo; pues tales son las artes que practican con más gusto los griegos: envidiar la dicha ajena, y aborrecer a los que pueden más. Pues si en el estado en que se halla nuestra armada con la desgracia de haber naufragado 400 naves, sacáis de ella otras 300 para que vayan a recorrer las costas del Peloponeso, sin duda los enemigos se hallarán por mar con fuerzas iguales a las nuestras. Unida, al contrario, la armada entera, a más de que no da lugar a ser fácilmente acometida, es tan superior, que la enemiga, de todo punto no es capaz de pelear con ella. A más de que junta así la armada escoltará al ejército, y el ejército a la armada, marchando al tiempo mismo; al paso que si hacéis esta separación de escuadras, ni vos podréis ayudarlas ni ellas a vos. Lo mejor es que deis buen orden en vuestras cosas, sin entrar en la mira de penetrar los intentos del enemigo, no cuidando del sitio donde os esperarán armados, de lo que harán, del número de tropas que puedan juntar. Allá se avengan ellos con sus negocios, que harto en malhora sabrán cuidarse de ellos; nosotros por nuestra parte cuidemos de los propios. Y si nos salen al encuentro los lacedemonios y cierran con el persa, mala se la pronostico; no saldrán sino con la cabeza rota.»