Más es todavía lo que contaba Diceo, hijo de Teocides, natural de Atenas o ilustre desterrado entre los persas: que en el tiempo en que la infantería de Jerjes iba talando el Ática, desierta de ciudadanos, hallábase él casualmente en el campo Triasio en compañía del lacedemonio Demarato; que vieron allí una polvareda que salía de Eleusina, cual suele levantar un cuerpo de treinta mil hombres; y como ellos, maravillados, no entendiesen qué gente podría ser la que tanto polvo levantaba, oyeron de repente una voz que a él le pareció ser aquella oda solemne y mística llamada Iacco. Preguntóle Demarato, que no tenía experiencia de las ceremonias que se usan en Eleusina, qué venía a ser aquella vocería; a lo que Diceo respondió: —«No es posible, Demarato, sino que una gran maldición del cielo o del abismo va a descargar sobre el ejército del rey, pues bien claro está que hallándose el Ática desamparada y vacía, son esas voces de algún dios que de Eleusina va al socorro de los atenienses y de sus aliados. Si se echa sobre el Peloponeso ese socorro divino, en mucho peligro se verá el rey con el ejército de tierra firme, y si va hacia las naves que están en Salamina, peligra mucho que el rey pierda su armada naval. Esa es una fiesta que celebran todos los años los atenienses en honra de la Madre (Céres) y de la Niña (Proserpina), en la cual cualquiera de ellos, y aun de los otros griegos, puede alistarse por cofrade, y esta algazara que aquí oyes es la misma que mueven en la fiesta con su cantar de Iacco.» Díjole a esto Demarato: —«Calla, amigo; te ruego que no digas a nadie palabra de esto; que si cuanto aquí manifiestas llega a oídos del rey, perderás tú la cabeza, sin que yo ni otro alguno podamos librarte. Silencio, y no mover ruido; que de nuestro ejército cuidarán los dioses.» Esto fue lo que previno a Diceo su compañero; pero después de vista la polvareda y oída la gritería, formóse allí una nube que, llevada por el aire, se encaminó hacia Salamina al ejército de los griegos, con lo cual acabaron de entender que había de perderse la armada naval de Jerjes. He aquí lo que contaba Diceo, hijo de Teocides, citando por testigos a Demarato y a otros muchos.