Capítulo III. De la destrucción de Gamala.

Los más atrevidos de Gamala se habían esparcido huyendo y estaban muy escondidos; y los que no eran para pelear, se morían de hambre. Los que peleaban sostenían el cerco, hasta tanto que a los veintidós de octubre aconteció que tres sol­dados de la décimaquinta legión, por la mañana se hallaron con una torre más alta que todas las otras que en la parte de ellos había, y escondidamente la minaron, sin que los que estaban en ella de guarda lo sintiesen, ni cuando venían ni cuando entendían en la obra, porque era noche. Estos mismos soldados, guardándose mucho de hacer ruido, saltaron de presto, quitando cinco piedras que había muy grandes, y súbitamente la torre cayó con gran ruido, y fueron derriba­dos los que de guarda estaban juntamente con ella. Espanta­dos los que en las otras partes estaban, y turbados con esto, huyeron, y los romanos mataron a muchos de los que osaban salir de dentro, entre los cuales Josefo, que estaba encima de la parte del muro derribado, fué muerto por un soldado que lo hirió con una saeta.

Los que dentro de la ciudad estaban, amedrentados con el estruendo grande, tenían gran temor y corrían por todas partes, no menos que si los enemigos hubieran ya ganado la ciudad. Entonces murió Chares, que estaba enfermo en la cama, ayudándole a morir el gran temor que tenía. Pero los romanos, acordándose muy bien de las muertes pasadas, no entraron en la ciudad hasta los veintitrés días del susodicho mes.

Tito, que allí estaba, indignado por la llaga que los roma­nos habían recibido estando él ausente, entró diligentísima­mente en la ciudad con doscientos caballos, los más escogidos, además de la gente de a pie; y habiendo entrado, cuando los que de guarda estaban lo sintieron, venían con grandes cla­mores a las armas por resistirles. Sabiendo los de dentro cómo los romanos habían entrado, los unos se recogían a la torre arrebatando sus hijos y mujeres con gritos y clamores gran­des que daban; otros salían al encuentro a Tito, y eran allí todos muertos; y los que no podían recogerse a la torre, no sabiendo qué hacer de sí mismos, daban en la guarnición de los romanos, y en todas partes se oían los gemidos de gente que moría: la sangre que corría por aquellos lugares, que estaban altos y recostados, llenaba toda la ciudad.

Vespasiano pasó todo su ejército contra los que se habían recogido a la torre: era lo alto de aquella torre muy peñascoso y muy alto, y estaba muy lleno de rocas alrededor, que pare­cía estar para dar en tierra. De aquí los judíos trabajaban, parte con saetas y dardos, y parte con piedras, por echar a los romanos, que contra ellos venían con fuerza, sin que los pudiesen a ellos alcanzar ni hacer daño alguno las saetas y armas de los romanos, por estar en un lugar muy alto. Pero levantóse un viento por la voluntad de Dios, para muerte y destrucción de éstos, el cual llevaba las saetas y dardos de los romanos contra ellos, y echaba las de ellos de tal manera, que no dañaban a los romanos: ni podían estar en las alturas de las peñas, tan movible estaba todo con la violencia y fuerza del viento; ni podían tampoco ver cuando sus enemigos lle­gaban. Saltando, pues, los romanos allí arriba, rodeáronlos a todos, y tomaban a unos antes que se valiesen, y a otros rindiéndose: pero con todos mostraban su ira y crueldad, acordándose de la gente que habían perdido en el primer asalto. Muchos, rodeados por todas partes y cercados, deses­perando de alcanzar salud, se dejaban caer en el valle que estaba debajo de la torre muy hondo.

Aconteció también que los romanos eran más mansos contra ellos que no ellos mismos entre sí, porque los muertos con armas fueron cuatro mil, y los que se echaron desespera­dos de lo alto abajo llegaron a número de cinto mil: y no escapó alguno, excepto dos solas mujeres, las cuales eran her­manas, hijas de Filipo, hijo de Joachimo, varón señalado, el cual había sido capitán del ejército de Agripa. Éstas escapa­ron, por haberse escondido al tiempo de la matanza, de las manos de los romanos, porque no perdonaron ni aun a los niños que mamaban, de los cuales fueron echados muchos de la torre abajo.

De esta manera, pues, fué destruida Gamala a los veinti­trés del mes de octubre, la cual se comenzó a rebelar a los veintiuno de septiembre.

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