Capítulo IV. Cómo Tito tomó a Giscala.

Sólo quedaba por tomar un lugarejo de Galilea llamado Giscala. El pueblo pedía la paz, porque la mayor parte de él eran labradores y tenían siempre sus esperanzas en los frutos; pero estaban corrompidos con un gran escuadrón de ladrones que se había mezclado entre ellos, y algunos de los princi­pales ciudadanos se picaban de lo mismo.

Movíales que se rebelasen un hijo de Levias, llamado por nombre Juan, hombre engañador, hombre de costumbres muy mudables y muy varias, aparejado para esperar lo que no tenía razón ni moderamiento; hombre para hacer cuanto le venía a la cabeza, y sabido por todos que, por hacerse pode­roso, movía la guerra.

La compañía de los sediciosos y amigos de maldades obe­decía a éste, y hacían todo lo que éste mandaba, y por causa de éste todo aquel pueblo, que cierto hubiera enviado a los romanos embajadores para rendirse con toda paz, estaba espe­rando en parte la pelea con ellos.

Vespasiano envió contra éstos a su hijo Tito con mil de a caballo; la décima legión a Escitópolis, y él se volvió a Ce­sárea con las otras dos, pensando que convenía dar algún tiempo a esta gente para que descansase y se rehiciese con la abundancia que en las ciudades hallase, teniendo por cierto que convenía dejarles espacio para que se diesen algún buen rato, para tomar ánimo para las batallas que esperaba tener v dar, porque sabían no quedar poco trabajo aun en con­quistar a Jerusalén, que era ciudad Real, más fuerte y más abastecida que todas las de Judea.

Veía que los que huir podían, se recogían allí; y además de esto, la fuerza que de sí tenía y guarnición y los muros fuertes, hacían estar muy solícito a Vespasiano, pensando en la fuerza y atrevimiento de los judíos, y que era ciudad inex­pugnable también, aun sin la fuerza de los muros; por tanto, sabía convenirle tener mucho cuidado en que fuesen sus sol­dados antes muy puestos en orden y muy bien proveídos, no menos que suelen hacer los luchadores antes que salgan a la pelea.

Parecíale a Tito cosa difícil tomar por asalto la ciudad de Giscala, porque cabalgando se había llegado allá; pero sa­biendo que si la tomaba por fuerza, los soldados matarían todo el pueblo, estaba ya harto de ver muertes, teniendo com­pasión de este pueblo que había de morir sin perdonar a algu­no entre los malos que allí había, y sin que alguno fuese de ellos exceptuado. Quería, pues, probar de tomar esta .ciudad por amistad y concierto antes que por fuerza.

Estando los muros llenos de hombres, de los cuales era la mayor parte de los perdidos y revolvedores, les dijo que se maravillaba mucho con qué consejo confiados, tomadas ya todas las tres ciudades, determinaban ellos solos querer probar también las armas y fuerzas de los romanos, viendo muchas otras ciudades más fortalecidas y más proveidas de toda cosa, derribadas todas; y que aquellos que habían creído a los ro­manos y se habían confiado en la fe que les prometían, esta­ban salvos. La misma, pues, dijo estaba aparejado para darles con toda amistad, sin que se enojasen por la soberbia que le habían mostrado, por pensar y saber que se debía perdonar aquello por la esperanza de la libertad; pero no si alguno per­severaba en querer alcanzar lo que le era imposible. Y que si no querían obedecer a estas palabras de tanta clemencia y benignidad, ni creer sus promesas, experimentarían las crue­les armas romanas; y luego conocerían que sus muros eran cosa de juego y de burla para las máquinas romanas, en los cuales ellos tanto se confiaban, mostrándose entre los galileos ellos solos arrogantes y soberbios cautivos. Dicho esto, no fué lícito a alguno de los del pueblo responder, pero ni aun subir al muro, porque todo lo habían ocupado los ladrones: había guardas puestos a las puertas, por que ninguno pudiese salir a concierto, ni recibir alguno de los caballeros dentro de la ciudad.

Respondió Juan, que él recibía el pacto y lo daba por hecho; y que o él los persuadiría a todos, o que les mostraría serles necesario pelear, si rehusaban condescender con lo que les diría. Pero dijo que convenía no tratarse algo aquel día por la ley de los judíos, porque como tenían por cosa nefanda y contra ley pelear aquel día, así también pensaban no serles lícito hacer conciertos de paz: porque los romanos sabían cómo el séptimo día solía ser a todos los judíos muy gran fiesta; que si la quebrantaban, cometían gran pecado, no menos ellos que aquellos por cuya causa era quebrantada, y el mismo Tito también; que no debía temerse por la tardanza de una noche, ni pensar que lo había hecho por que la gente huyese, siéndole principalmente lícito tener miramiento y guardas sobre ello, estando él reposado; que él ganaba mucho en no menospreciar en algo las costumbres de la patria; y que a él convenía, pues ofrecía tan de voluntad la paz a los que no la esperaban, guar­dar también la ley a los cercados.

Con estas palabras trabajaba Juan por engañar a Tito, no tan cuidadoso de que se guardase el séptimo día, que era la fiesta, como por procurar su salud. Temíase que tomada la ciudad fuese dejado solo, habiendo él puesto toda la espe­ranza de su vida en la noche y en huir; pero cierto por vo­luntad de Dios, que deseaba la vida de Juan para la destrucción de Jerusalén: no sólo creyó y admitió Tito lo que pedía de las treguas por todo aquel día, mas aun quiso asentar su campo en la parte alta de la ciudad, cerca de Cidesa, que es un lugar de los Tirios mediterráneos, y muy fuerte y muy aborrecido siempre por los galileos.

Como, pues, venida la noche viese Juan que los romanos no tenían algunas guardas cerca de la ciudad, no dejando per­der esta ocasión, tomó su camino huyendo a Jerusalén; y con él no sólo aquella gente de armas que tenía consigo, pero aun muchos de los más viejos con todas sus familias. Hasta veinte estadios bien le parecía a él que le seguirían las mujeres y niños, y toda la otra gente que consigo llevaba, aunque era hombre que tenía miedo de ser cautivo y de no salvarse; y pasando más adelante, dejaba su gente, y levantábanse aquí llantos muy tristes de los que atrás quedaban; porque cuanto más lejos cada uno estaba de los suyos, tanto más cerca les parecía estar de los enemigos. Pensando que estaban ya muy cerca los que habían de prenderles, mostrábanse ciertamente rnuy amedrentados; y con el ruido que ellos hacían corriendo, volvíanse muchas veces a mirar atrás; como si aquellos de los cuales,ellos huían, les estuviesen ya encima: y así huyendo, caían muchos y había pelea entre ellos mismos sobre quién más huiría, pisándose unos a otros. Las muertes de !as mujeres y niños era cosa muy miserable. Si alguna voz daban ellas, era rogar algunas a sus maridos, y otras a sus parientes, que las esperasen; pero más podía la exhortación de Juan, que gritaba a voces que se salvasen y huyesen allá todos; porque si los romanos los prendían, además de cautivar los que que­dasen, los habían también de matar.

Todos los que huyeron se esparcieron según les fué posible, y según era la fuerza de cada uno.

Venida la mañana, Tito estaba ya junto a los muros, por causa de aquel concierto que arriba dijimos, y abriéndole el pueblo las puertas, salieron todos con sus mujeres como a hombre que les había hecho gran bien y había librado de guardas la ciudad, con voces muy altas; y haciéndole saber cómo Juan había huido, rogaban a Tito que a ellos les per­donase, y diese castigo a los revolvedores de la ciudad que allí quedaban. Por satisfacer a lo que el pueblo le rogaba, envió parte de su caballería al alcance de Juan; no pudiendo alcan­zarle, porque antes que éstos llegasen él ya se había recogido dentro de Jerusalén; pero todavía mataron dos mil de los que huían, y tomaron pocas menos de tres mil mujeres y niños, y trajéronselas consigo.

Pesaba mucho a Tito, y sentía en gran manera no haber luego dado el castigo a Juan, según merecía; y aunque estaba muy airado, por ver sus esperanzas burladas, pensó que le ven­gaba la muchedumbre de gente que había sido muerta y los que habían sido traídos cautivos: así entró con gran furor dentro de la ciudad, y mandando a los soldados rompiesen parte de los muros, con amenazas castigaba a los revolvedores de la ciudad, antes que con darles la muerte, porque creía que muchos habían de fingir acusaciones sin culpa ni causa, por el odio que entre sí muchos se tenían; y tenía por mejor dejar sin castigo al culpado, que matar al que no tenía culpa.

Pensaba también que el culpado sería en adelante más honesto y remirado en sus cosas, o por miedo que fuese cas­tigado, o por avergonzarse de lo que hasta allí había cometido; pero la pena que se daba a los que sin causa morían, no podía ser pagada de alguna manera, ni corregida. Puso guarnición a la ciudad, que tuviese cargo de castigar a los que estudiaban en levantar novedades, y para confirmar en su propósito a los que querían la paz, pues los había de dejar allí.

De esta manera, pues, fué tomada y destruida toda Galilea, después de haber dado tanto trabajo a los romanos.

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