Capitulo V. En el cual se comienza a contar el principia de la destrucción de Jerusalén.

Derramado estaba todo el pueblo de Jerusalén con la venida de Juan; y mucha gente, junta con cada uno de los que habían huido, preguntaban todos cómo les había ido por fuera, y qué matanza había sido hecha. Apenas podían ellos todos resollar, de lo cual se podía harto claramente entender la necesidad que habían padecido; pero aun en sus males esta­ban soberbios, y decían que no los había forzado la fuerza de los romanos, antes habían venido de voluntad propia, por poder pelear con ellos de lugar que fuese más seguro: porque cosa era de hombres mal considerados, inútiles y desproveídos de consejo, ponerse en peligro por unos lugares o ciudades pequeñas, conviniendo tomar las armas con esfuerzo por la ciudad principal y guardarlas para esto; y descubriendo la des­trucción de los de Giscala, descubrieron también haber sido huida la partida honesta que decían ellos de Giscala.Oyendo lo que aquel pueblo cautivo había sufrido y pade­cido tristemente, estaban todos muy perturbados; pensaban ser esto gran argumento para creer la destrucción de ellos mismos. No se avergonzaba Juan por causa de aquellos que había de­jado huyendo; antes, yendo por todas partes, incitaba a todos a la guerra, trayéndoles delante la flaqueza de los enemigos, y levantando las propias fuerzas, y con esta cavilación y en­gaño engañaban a los simples que no sabían algo en las cosas de la guerra, diciendo que aunque los romanos volasen, no podrían jamás entrar dentro de los muros, por haber sufrido tanto daño en tomar las ciudades y villas de Galilea, y que todos los ingenios y máquinas que tenían de guerra, estaban ya gastados en derribar los muros.

Con estas palabras corrompía gran parte de los mancebos; pero ninguno había de los viejos ni de los prudentes que no llorase ya la ciudad como perdida, juzgando bien lo que había de suceder. De esta manera, pues, estaba todo el pueblo con­fuso: la compañía de los labradores y gente rústica, vecina de Jerusalén, antes de la revuelta y sedición que en Jerusalén se levantó, comenzó a discordar y a mover riñas entre sí.

Tito había venido de Giscala a Cesárea, y Vespasiano, par­tiendo para Jamnia y Azoto, tomó entrambas ciudades, y po­niendo guarnición en ellas, volvíase, trayendo consigo gran parte de aquellos que se habían juntado con él por amistad y concierto. Todas las ciudades estaban revueltas con guerra que entre sí tenían, y las horas que los romanos aflojaban contra ellas su fuerza, ellos mismos se mataban los unos a los otros, teniendo grande y cruel contienda entre sí los que deseaban la paz y los que amaban la guerra y la procuraban; y esta discordia encendíase luego dentro de las casas, y después los más amigos del pueblo estaban discordes, y cada uno se jun­taba con su parcialidad y con los que querían defender: así estaba todo el pueblo dividido en ayuntamientos, y se rebe­laban.

Había, pues, grandes disensiones entre todos: los que de­seaban revueltas y las armas, eran más mancebos y más atre­vidos que los viejos y que aquellos que procuraban la paz. Los naturales, pues, comenzaron a robar e iban haciendo latrocinios a manadas por toda aquella tierra de tal manera, que en lo que toca a la crueldad e injusticia no diferían de los romanos; y los que eran en esto destruidos, mucho más deseaban la muerte por manos de los romanos, porque les parecía ser mu­cho menos que lo que de sus naturales sufrían. Los que estaban de guarnición en la misma ciudad, parte por no fatigarse, y parte también por tener esta nación muy aborrecida, no ayu­daban en algo, o en muy poco, a los que eran maltratados; hasta que, juntándose las compañías de aquellos robos y los príncipes de latrocinios tan grandes, y haciendo todos juntos un encuadrón, entraron por fuerza en Jerusalén.

Esta ciudad no era regida por alguno particularmente: acogía, según la costumbre de la patria, a todos los que qui­siesen morar en ella. Pensaban los naturales, viendo entrar tanta gente, que todos venían, por la benevolencia y amor que les tenían, a ayudarlos. Esto castigó después a la ciudad, y le fué muy gran trabajo, sin discordia ni disensión alguna, por haber acogido gente inútil y sin provecho, la cual se comió los man­tenimientos que hubieran bastado para los hombres de guerra; y con ellos, además de la guerra, ganó hambre, mayor sedición v revuelta; y algunos otros ladrones que entraron también por aquellos lugarejos y campos, juntándose con los que dentro hallaban, que eran más crueles, no dejaban de cometer toda maldad por cruel y por grande que fuese.

No se contentaba el atrevimiento de éstos con robar y des­nudar los hombres; pero aun se alargaban a matar, no escon­didamente ni de noche, ni a gente particular o cualquiera, antes a los más nobles. Primero prendieron a Antipa, varón del linaje real, y ciudadano tan poderoso, que le habían sido encomendados los tesoros públicos. Después de éste, a cierto Lenia, varón muy señalado, y a Sofa, hijo de Raguel, ambos de familia real, y más todos los que parecían ser más nobles que los otros.

Estaba el pueblo en gran manera may amedrentado, y cada uno procuraba su salud, no menos que si la ciudad fuera ya tomada por los enemigos. Estos, con todo, no se contentaron con tener aquella gente en la cárcel y muy cerrada, ni pen­saban serles cosa segura tener cerrados varones tan poderosos, porque veían que muchos hombres entraban y salían en las casas de éstos y que eran muy visitados, por lo cual fácilmente podían ser vengados; y por otra parte, por ventura el pueblo se levantaría, movido por maldad tan grande.

Enviaron, pues, con determinación de matarles, a cierto Juan, hombre de la compañía de ellos, muy pronto para dar muerte a todos, el cual en la lengua de la patria se llamaba hijo de Dorcades; y juntándose con él otros diez muy bien armados, le siguieron hasta la cárcel, y mataron a cuantos ha­llaron. Dieron por excusa de maldad tan grande, que habían concertado entregar la ciudad a los romanos; y que habían muerto a los que eran traidores contra la libertad de todos, honrándose y gloriándose con su atrevimiento, como si hubie­sen guardado y defendido la ciudad.

Vino el pueblo a sujetarse tanto y a tanto amedrentarse, y vinieron éstos a tanto ensoberbecerse, que estaba en mano de ellos la elección del pontífice. Dejando, pues, las familias de quienes eran los pontífices sucesores criados y elegidos, hacían nuevos, que ni eran nobles, ni eran tampoco conocidos, por tener compañeros de sus maldades: por que los que habían alcanzado mayores honras y dignidades de lo que merecían necesariamente, obedeciesen a los mismos que se les habían dado; y con palabras y ficciones engañaban a los que podían prohibirles, cometiendo de esta manera cualquier maldad, hasta que, hartos ya de perseguir a los hombres, quisieron injuriar a Dios, y comenzaron a entrar con sus pies sucios y dañados en el lugar que les era prohibido.

Levantado el pueblo contra ellos, por autoridad de Anano, el mayor de los pontífices en el tiempo, es a saber, el primero y el más sabio, y el que por ventura conservara la ciudad, si pudiera huir o librarse de los que tanto le acechaban, del tem­plo y de la casa de Dios hicieron castillo y fuerte para defen­derse contra el pueblo, y así les era éste como habitación y casa adonde se recogían aquellos tiranos.

Mezclábase con estos males tan grandes otro engaño que movía mayor dolor que todo lo hecho. Quisieron tentar el miedo que el pueblo tenía y probar sus fuerzas; y para hacer esto, trabajaron en elegir pontífices por suertes, cuando, según arriba dijimos, era esta dignidad por sucesión y linaje. Para este engaño echaban por argumento la antigua costumbre, diciendo que antiguamente se solía dar por suertes esta dig­nidad; pero a la verdad, era solamente destruir la ley más firme y más recibida, por causa de aquellos que se tomaban licencia para poder señalar los magistrados y dar aquellos oficios a quien querían.

Juntándose, pues, una de las tribus consagradas, la cual se llama Eniachin, echaban suerte en quién sería pontífice: cayó por caso la suerte en un hombre, por cuyo medio mostraron todos la maldad grande que en el corazón tenían; llamábase Fanie, era hijo de Samuel, natural de un lugar llamado Aftha­go, el cual no solamente no era del linaje de los pontífices, pero que ni aun sabía qué cosa fuese ser pontífice: tan rústico y grosero era. Haciéndolo, pues, venir a pesar suyo de sus campos, hiciéronle representar otra cosa de lo que solía, no menos que suele hacerse en las farsas: y así, vistiéndolo con las vestiduras de pontífice, presto trabajaron en mostrarle lo que debía hacer, y pensaban que era cosa de burlas y juego tan gran maldad.

Todos los otros sacerdotes miraban de lejos; y viendo que se burlaban de la ley, apenas podían detener las lágrimas y gemían entre sí todos, por ver que la honra de sus sacerdocios y sagradas cosas fuese tan escarnecida y burlada.

No pudo sufrir el pueblo tan grande atrevimiento, antes todos procuraban desechar y quitarse de encima tan gran tira­nía: porque los que se mostraban tener alguna excelencia más que los otros, Gorión, hijo de Josefo, y Simeón, hijo de Gama­liel, tomando a cada uno particularmente, y tomándolos a todos juntos, les amonestaban con muchos consejos y razonamientos que les hacían, que tomasen ya venganza de aquellos que les quitaban la libertad, y que se diesen prisa por echar hombres tan malos del santo lugar, y trabajasen para limpiarlo. Los pontífices que estaban entre ellos muy abonados, Gamala, hijo de Jesús, y Anano, hijo de Anano, movían el pueblo en sus ayuntamientos contra los zelotes, reprendiendo la flojedad que todos mostraban. Este nombre habían tomado estos revolve­dores de la ciudad, como queriendo decirse celosos de la liber­tad y profesiones buenas, y no hombres más malos que la misma maldad.

Juntado ya todo el pueblo para oír el razonamiento, esta­ban todos muy enojados viendo el templo y las cosas sagradas ocupadas, las rapiñas, hurtos y muertes que se hacían; pero no se veían aún bastantes para tomar venganza, por tener a los zelotes, y era así a la verdad, por muy inexpugnables.

Estando en medio de ellos Anano, y mirando muchas veces sus leyes, dijo con los ojos llenos de lágrimas: "Más razón sería que yo muriese antes de ver cosas tan malas y nefandas en la casa de Dios, y antes que ver los lugares santos y secretos, tan frecuentados por pies de hombres malos; pero aun vivo yo vestido con vestidura sacerdotal, tengo y poseo el nombre y oficio de los nombres santos y venerables; aun me detiene el amor de mi vida, sin que sufra por mi vejez la muerte que me sería gloriosa. Sólo, pues, yo iré y daré mi ánima, ofreciéndola a Dios como en soledad. ¿Qué cumple vivir entre un pueblo que no siente su propio daño, ni el estrago que se le hace; y entre hombres de los cuales no hay alguno que ose prohibir tantos males como al presente pade­cemos? Sufrís ser desnudados, y siendo azotados cerráis vues­tras bocas, y no hay alguno que llore ni dé algún gemido por los que han sido muertos. ¡Oh señoría muy amarga! ¿Qué me he de quejar de los tiranos? ¿Por ventura no han sido levan­tados y criados con vuestro propio poder? ¿Por ventura no habéis vosotros acrecentado el número de ellos, pues siendo en tiempo que los podíais corregir y menospreciar, por ser ellos pocos, los quisisteis sufrir? ¿Y habéis vuelto las armas de ellos contra vosotros, cuando convenía quebrantarles las fuerzas al principio, cuando injuriaban a vuestros propios parientes y cercanos? Menospreciando vosotros a los culpados, los habéis movido e incitado a robar, no teniendo cuenta con las casas que ellos destruían. Prendían a los principales, llevábanlos presos delante de vuestros ojos, y ninguno les ayudaba. Pues vosotros los entregasteis, ellos los encarcelaron, no quiero decir quiénes fueron ni cuáles; pero digo que, viéndolos sin ser acusados y sin ser condenados, estando en la cárcel, ninguno les ayudó. ¿Pues qué otra cosa faltaba sino sólo verlos degollar y despedazar públicamente? También hemos visto que, siendo sacados como del rebaño de los otros los principales para ser sacrificados y muertos, ninguno dió una sola voz, pero ni aun alzó la mano. ¿Sufriréis, pues,, sufriréis vosotros ser las cosas sagradas pisadas y puestas debajo de los pies? Y habiendo per­mitido que hombres tan malos se atreviesen a toda maldad, ¿os avergonzáis ahora de verlos tan altos y tan acatados? Ciertamente, ahora algo más adelante pasaría el atrevimiento de ellos, si veían algo que poder destruir. Tienen ellos ahora la parte más fuerte de la ciudad y más proveída de toda cosa, solíase llamar templo; pero a la verdad ahora no es sino una torre fuerte o un castillo. Viendo, pues, tan gran tiranía levan­tada y armada contra vosotros, y viendo sobre las cabezas ya los enemigos, ¿qué cosa pensáis, o qué determináis hacer? ¿Aguardáis por ventura a los romanos que os ayuden a librar vuestras cosas? Así van, pues, las cosas de nuestra ciudad, y hemos llegado ya a tan mal punto, que nos convenga que nues­tros enemigos se compadezcan de nosotros. ¿No os levantaréis, pues, oh miserables, y vistas y consideradas vuestras llagas, porque las fieras bestias esto hacen, no iréis a tomar venganza de los que os han hecho tanto daño? ¿No se acordará cada uno de las muertes que le han sido hechas, y poniéndose de­lante de los ojos lo que cada uno ha sufrido, no será parte para moveros a procurar nuestra venganza?

"Creo ciertamente, si no me engaño, que pereció entre vosotros la cosa que debe ser más amada y más deseada por ser la más natural; es a saber, la libertad: somos ahora amigos de servidumbre, y nos hemos acostumbrado a estar sujetos a señores. Ellos, pues, han sufrido muchas guerras y muy gran­des por sólo vivir en su libertad, por no someterse a la sujeción y mando de los egipcios ni de los medos, y por no hacer lo que éstos les mandaban. Mas ¿qué necesidad hay que me alargue en hablar de nuestros antepasados? Esta misma guerra que tenemos ahora con los romanos, no quiero decir si nos es cómoda y provechosa, ni si nos es dañosa; ¿qué otra causa la mueve sino sola la libertad? Pues no pudiendo sufrir que sean señores de nosotros los que lo son de todo el mundo, ¿hemos de sufrir la tiranía de nuestra propia gente? Los que obedecen a señores extraños, culpan a la fortuna, por cuya injuria han sido vencidos; pero dejar señorear los malos entre los propios naturales, es cosa muy abatida, y es cosa de hombres que desean estar en servidumbre.

"Pues hemos hecho mención de los romanos, no quiero encubriros lo que estando hablando con vosotros se ha hecho, y me ha turbado algún poco; porque aunque seamos presos por éstos (guárdenos Dios de ello), no podemos experimentar lo más crueles que han sido contra nosotros nuestros naturales. ¿De qué manera queréis que no llore, viendo en el templo dones de los romanos, y viendo robos de los naturales que nos han robado la nobleza de esta ciudad, que era la mayor de todas, y más rica, y ver despedazados y muertos tales varones, a los cuales los romanos mismos, aunque salieran vencedores, les obedecían?

"Los romanos no osaron jamás pasar los límites, ni entrar en los lugares nuestros secretos, no osaron violar nuestras cos­tumbres, antes de lejos se amedrentaban sólo en mirar nuestros santuarios, y algunos de nuestros naturales, nacidos entre nos­otros, criados con nuestras leyes y costumbres y con el mismo nombre de judíos, se pasean por medio de los lugares santos, que a ellos les son prohibidos, con las manos calientes aun de las muertes de sus mismos naturales. ¿Quién, pues, temerá la guerra de los extranjeros, si considerase la de los mismos ciudadanos naturales? Mucho más justamente se han con nos­otros nuestras enemigos: porque si debemos acomodar los vocablos propiamente según son las cosas, por ventura se hallará que los romanos han sido conservadores de nuestras leyes, y los enemigos de ellas son los nuestros naturales; pero cierta cosa es que no se puede pensar castigo tan grande, cuanto merecen las maldades de éstos.

"Lo mismo sé que tenéis persuadido vosotros, sin que yo de ello hablase, y que estáis todos movidos contra ellos por las cosas que de ellos habéis sufrido: y puede ser que los más teméis la grande audacia y fuerza de éstos, parte por ser mu­chos, y parte también por verlos en el lugar alto; pero como estas cosas han sucedido por negligencia vuestra, así también más se valdrán de ella, si nos detenemos y no trabajamos de resistirles. El número les crece cada día más, porque no hay bellaco que no busque su semejante; levántales también mayor atrevimiento ver que no les han hecho hasta ahora ningún impedimento ni resistencia, y servirse han cierto del lugar que tienen con toda provisión y aparejo, si no proveemos y si les dejáremos tiempo para ello.

"Si comenzamos a resistirles e ir contra ellos, cierto humi­llaránse, porque sus propias conciencias, y pensar la maldad grande que hacen, les hará perder lo que por causa de tener el lugar más alto han ganado. Podrá también ser que la Divina Majestad de Dios, viéndose menospreciada por ellos, convertirá contra ellos mismos las armas que contra nosotros tienen, y con sus mismos dardos y saetas, ellos serán muertos: para que sean vencidos, basta que nos vean, aunque también es cosa muy digna que si hay algún peligro, muramos por defender las cosas nuestras sagradas, y si no por nuestras propias mujeres e hijos, aventuremos nuestras vidas a lo menos por Dios y por sus cosas: serviré yo en ello con mi parecer y con mis fuerzas, y no os faltará consejo ni cosa alguna para provisión y guarda vuestra, y no veréis que yo me excuse de algún trabajo."

Con estas cosas levantaba y amonestaba Anano al pueblo contra los que arriba dijimos zelotes, no porque no supiese ser casi imposible vencerlos por el gran número y muchedum­bre que se había juntado, sino por ver la juventud y perti­nacia de sus ánimos, y mucho más por saber lo que cometían, porque no confiaban alcanzar perdón jamás de los pecados hasta entonces cometidos; pero todavía quería antes sufrir cualquier cosa, que dejar a su república en tanta necesidad y aprieto. El pueblo lo esforzaba contra aquéllos, y daba prisa en querer venir contra los que Anano había rogado, y todos estaban muy prontos para sufrir todo peligro; pero estando Anano ocupado en apartar y escoger los más aptos e idóneos para la guerra, sabiendo los zelotes lo que éste determinaba, porque tenían ya espías puestos, que todo se lo hacían saber, vinieron contra el pontífice, unas veces escondidamente, y otras en compañía, todos juntos salieron contra él, y no per­donaban a cuantos podían encontrar.

En seguida juntó Anano el pueblo, cuyo número era mayor, pero en las armas no eran menores los zelotes, y la alegría suplía por cada parte lo que le faltaba: los ciudadanos habían tomado mayor ira con las armas, y los que habían salido del templo tenían mayor audacia y más grande atrevimiento que cuantos había, porque pensaban no poder vivir en la ciudad si no quitaban la vida a cuantos zelotes había; y éstos, por otra parte, pensaban que si no eran vencedores no podían dejar de recibir todo castigo de manos del pueblo.

Trabóse, pues, entre éstos la pelea, obedeciendo todos a la ira y movimiento de sus ánimos como a capitán; al prin­cipio comenzaron a tirar piedras algo lejos delante del templo, los unos contra los otros, y si algunos huían, los vencedores entonces con sus espadas los perseguían, y como los heridos de ambas partes fuesen muchos, las muertes eran también muchas. Los del pueblo, cuando caían, eran llevados a sus casas por su gente; pero cualquiera de los zelotes que fuese herido, subíase al templo y mojaba la tierra y el suelo con­sagrado con su sangre, de tal manera, que podría bien decir alguno haber sido la religión violada con sola la sangre de éstos; los ladrones podían siempre más en sus corridas, pero los del pueblo, tomando gran ira contra ellos, y acrecentándose­les más el número, reprendiendo a los perezosos y cobardes, y a los que los seguían, forzábanles a pelear sin dejarles lugar ni ocasión para recogerse, y de esta manera movieron a todos a que, peleasen.

Ibanse recogiendo en este tiempo, no pudiendo los enemi­gos sufrir ya la fuerza, hacia el templo; pero Anano, con sus compañeros, dió en ellos, de lo cual sucedió, que aquéllos se amedrentaron que estaban por el cerco de fuera, por lo cual, recogidos huyendo dentro el muro interior, cerraron oportu­namente las puertas. No estaba contento Anano, ni le parecía bien hacer fuerza alguna contra las puertas del templo sagra­do, estando también los enemigos por encima tirando muchas saetas, y pensaba ser cosa ilícita y muy nefasta, aunque cier­tamente fuese vencedor, hacer que su pueblo entrase dentro sin proveerse según costumbre. De toda aquella gente que con él tenía, escogió seis mil hombres muy bien armados, y pú­solos que guardasen las puertas y entradas de las calles; puso otros que después les sucediesen en la guarda; pero los prin­cipales escogieron muchos de los más honestos y más hombres de bien, y éstos buscaron gente pobre para ponerla en guar­nición, dándole sueldo. Sobrevino entre éstos Juan, el que dijimos arriba haber huido de Giscala, el cual los echó a perder a todos y los hizo morir; porque éste, lleno de engaños, y con el deseo que tenía tan grande de mandar y ser señor de todos, estaba acechando ya mucho había al bien común. Fingiendo éste que era del mismo parecer del pueblo, juntábase con Anano, tanto en el tomar consejo entre día con la gente prin­cipal, como de noche, entretanto que daba vista por todas las guarniciones. Este hacía saber a los zelotes todos los secretos de Anano, y cuanto el pueblo determinaba, en la hora, por causa y medio de éste, los enemigos lo sabían. Lisonjeaba en gran manera a Anano y a todos los principales del pueblo, pro­curando no venir ni caer en alguna sospecha; pero esta honra al contrario se entendía, porque por la variedad de sus lisonjas sospechaban de él mucho, y también por ver que se metía en todo, aunque no lo llamasen, era tenido por traidor y descubridor de los secretos que entre sí trataban.

Veía Anano claramente que todos sus consejos y cuanto se trataba entre él y los suyos era sabido por los enemigos, y lo que Juan hacía daba claramente testimonio de sus traiciones; mas no era cosa fácil echarlo de entre ellos, ni aun era po­sible, porque podía mucho su malicia y maldad; y además de esto, no le faltaba favor de muchos nobles que entraban en los consejos. Parecióles, pues, por tanto, pedirle y hacer juramento por confirmación de su amistad y benevolencia; no dudando él en hacerlo, juró que sería muy fiel y guardaría toda lealtad con el pueblo, y que no descubriría a los ene­migos hechos ni consejos algunos de los que entre ellos se tratasen, y que juntamente con su consejo, con su fuerza y vida, trabajaría en echar y resistir a los rebeldes. Creyéndolo, pues, Anano y sus compañeros, después de su juramento re­cibíanlo en todos sus consejos, y luego enviáronlo ellos mismos por embajador a los zelotes, porque tenían gran cuidado que por culpa propia de ellos no se ensuciase el templo con la sangre, ni se contaminase, si alguno de los judíos perecía allí dentro.

Éste, como que no hubiera hecho aquel juramento sino por los zelotes, entrando a hablarles, púsose en medio de ellos y dijo que muchas veces había estado por causa de ellos en gran peligro, por que no ignorasen lo que secretamente tra­taban entre sí Anano y sus compañeros; y que ahora se había de poner en un trabajo muy grande, juntamente con ellos, si presto no era divinamente socorrido; porque Anano venía con gran prisa, y había persuadido al pueblo que enviase emba­jadores a Vespasiano que se diese prisa en venir a tomar la ciudad; que para el día siguiente estaba concertado cierto alarde; que entrando con ocasión de hacer lo que a su religión debían, habían de pelear por fuerza con todos, y que él no sabía ni alcanzaba hasta cuándo habían de sufrir el cerco, o cuándo ni de qué manera habían de pelear con aquella mu­chedumbre, siendo ellos tan pocos. Añadía además de esto, que él había sido enviado, como por divina providencia, con la embajada de quererse pasar como amigos, porque Anano quería con esta esperanza cebarlos y súbitamente acometer­los, sin que tal pensasen; y que por tanto convenía, si alguno determinaba deberse guardar la vida, o rendirse a los que los cercaban, o pedir algún socorro por defuera; y que ios que tenían esperanza, si acaso eran vencidos, de ser perdonados, él los tenía por olvidados de su atrevimiento si pensaban también haber de hallar toda amistad con aquellos contra quienes habían hecho y cometido tantas cosas; porque el arrepentimiento, por grande que sea, siempre suele ser aborrecido en aquellos prin­cipalmente de quien se ha recibido daño alguno, y la ira se encrudecía en los que habían sido enojados, con la licencia y poder que alcanzaban contra ellos. Díjoles también que los parientes y deudos de los que ellos mismos habían muerto, les estaban ya encima, y todo el pueblo muy airado por ver sus leyes quebrantadas, entre los cuales, aunque hubiese al­gunos que los recibiesen con amistad y misericordia, todavía había de poder más la ira y furor de la mayor parte. Estas cosas, pues, trataba Juan, contrarias de las a que había sido enviado, amedrentando a todos los que allí dentro estaban, y no osaba mostrarles ni descubrirles la ayuda y socorro de los defuera que les había señalado, diciéndolo por los idumeos, y para mover los príncipes y capitantes de los zelotes, particu­larmente argüía a Anano, y decía que era muy cruel, mos­trando y confirmando cuantas amenazas les hacía.

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