Capítulo VIII. De cómo fué acusado Antipatro, delante de César, del pontificado de Hircano, y cómo Herodes movió guerra.

En el mismo tiempo, Antígono, hijo de Aristóbulo, ha­biendo venido a César, fué causa que Antipatro ganase gran honra y mayor opinión de la que él pensaba alcanzar. Porque habiéndose de quejar de la muerte de su padre, muerto con ponzoña por la enemistad de Pompeyo, según lo que se podía juzgar, y debiendo acusar a Escipión de la crueldad que había usado contra su hermano, sin mezclar alguna señal de su envidia con casos tan miserables, acusaba a Hircano y a An­tipatro, porque lo echaban injustamente de su propio lugar y patria, y hacían muchas injurias a su gente, y que no habían ayudado ni socorrido a César estando en Egipto, por amistad, sino por temor de la discordia antigua, y por ser perdonados por haber favorecido a Pompeyo. A estas cosas, Antipatro, quitados sus vestidos, mostraba las muchas llagas y heridas que había recibido, y dijo no serle necesario mostrar con palabras el amor y la fidelidad que había guardado con César, pues tenía por manifiesto testigo su cuerpo, que claramente lo mostraba, y que antes se maravillaba él mucho del grande atrevimiento de Antígono, que siendo enemigo de los romanos e hijo de otro enemigo huido de su poder, deseando perturbar las cosas, no menos que había hecho su padre con sediciosas revueltas, osase parecer y acusar a otros delante del príncipe de los romanos e intentase de alcanzar algún bien, debiéndose contentar con ver que lo dejaban con vida. Por ue ahora no deseaba bienes, por estar pobre, sino para judíos aquellos que se los hubiesen dado.

Cuando César hubo oído estas cosas, juzgó por más digno del pontificado a Hircano; pero dejó después escoger a Amti­patro la dignidad que quisiese. Este, dejándolo todo en poder de aquel que se lo entregaba, fué declarado procurador de toda Judea, y además de esto impetró que le dejasen renovar y edificar otra vez los muros de su patria, que habían sido derribados. Estas honras mandó César que fuesen pintadas en tablas de metal, y puestas en el Capitolio, por dejar a Antipatro y a sus descendientes memoria de su virtud.

Habiendo, pues, acompañado a César desde Siria, Anti­patro se volvió a Judea, y lo primero que hizo fué edificar otra vez los muros que habían sido derribados por Pompeyo, visitándolo todo por que no se levantasen algunas revueltas en todas aquellas regiones; amonestando una vez con consejo, otras amenazando, persuadiendo a todos que si creían y eran conformes con Hircano, vivirían en reposo, descansados. y con abundancia de toda cosa, gozando cada uno de su bien y estado y de la paz común de toda la República; pero si se movían con la vana esperanza de aquellos que por hacerse ricos estaban deseando y aun buscando novedades y revueltas, entonces no lo habían de tener a él corno procurador del reino, sino corno a señor de todo; que Hircano seria entonces tirano en vez de rey, y habían de tener a César y a todos los romanos por capitales enemigos, los cuales les solían ser a todos muy buenos amigos y regidores, porque no habían de sufrir que se perdiese y menospreciase la potencia de éste, al cual ellos habían elegido por rey.

Pero aunque decía esto, todavía él por sí, viendo que Hir­cano era algo más negligente que se requería, ni para tanto cuanto el reino tenía necesidad, regía el Estado de toda la provincia, y lo tenía muy ordenado. Hizo capitán de los soldados el hijo suyo mayor, llamado Faselo, en Jerusalén y en todo su territorio, y a Herodes, que era menor» y demasiado mozo, enviólo por capitán de Galilea, que tuviese el mismo cargo que el otro; y siendo por su naturaleza muy esforzado, halló presto materia y ocasión para mostrar y ejercitar la grandeza de su ánimo, porque habiendo preso al príncipe de los ladrones y salteadores, Ezequías, al cual halló robando con mucha gente en las tierras cercanas a Siria, lo mató y a muchos otros ladrones que lo seguían. Fué esta cosa tan acepta y contentó tanto a los sirios, que iba Herodes cantando y di­vulgando por boca de todos en los barrios y lugares, como que él les hubiese restituido y vuelto la paz y sus posesiones. Por la gloria, pues, de esta obra fué conocido por Sexto César, pariente muy cercano del gran César que estaba entonces en la administración de toda Siria.

Faselo trabajaba por vencer con honesta contienda la vir­tuosa inclinación y el nombre que su hermano había ganado, acrecentando el amor que todos los de Jerusalén le tenían, y poseyendo esta ciudad, no hacía algo ni cometía cosa con la cual afrentase alguno con soberbia del poderoso cargo que tenía. Por esto era Antipatro obedecido y honrado con honras de rey, reconociéndolo todos como a señor, aunque no por esto dejó de ser tan fiel y amigo a Hircano como antes lo era.

Pero no es posible que estando uno en toda su prospe­ridad carezca de envidia, porque a Hircano le pesaba ver la honra y gloria de los mancebos, y principalmente las cosas hechas por Herodes, viéndose fatigar con tantos mensajeros y embajadores que levantaban y ensalzaban sus hechos; pero muchos envidiosos, que suelen ser enojosos y aun perjudiciales a los reyes, a los cuales dañaban la bondad de Antipatro y de sus hijos, lo movían e instigaban, diciendo que había dejado todas las cosas a Antipatro y a sus hijos, contentándose sola­mente con un pequeño lugar para pasar su vida particularmente con tener sólo el nombre de rey, de balde y sin prove­cho alguno, y que hasta cuándo había de durar tal error de dejar alzar contra sí los otros por reyes; de manera que no se curaban ya de ser procuradores, sino que se querían mostrar señores, prescindiendo de él, porque sin mandarlo él y sin escribírselo, había Herodes muerto tanta muchedumbre contra la ley de los judíos, y que si Herodes no era ya rey, sino hombre particular, debla venir a ser juzgado por aquello, y por dar cuenta al rey y a las leyes de su patria, las cuales no permiten ni sufren que alguno muera sin causa y sin ser condenado. Con estas cosas poco a poco encendían a Hircano, y a la postre, manifestando y descubriendo su ira, mando llamar a Herodes, que viniese a defender su causa, y él, por mandárselo su padre, y con la confianza que las cosas que había hecho le daban, dejando gente de guarnición en Ga­lilea, vino a ver al rey. Venía acompañado con alguna gente esforzada y muy en orden, por no parecer que derogaba a Hircano si traía muchos, o por no parecer desautorizado, y dar lugar a la envidia de éstos, si venía solo. Pero Sexto César, te­miendo aconteciese algo al mancebo, y que sus enemigos, ha­llándolo, le hiciesen algún daño, envió mensajeros a Hircano que manifiestamente le denunciasen que librase a Herodes del crimen y culpa que le ponían y levantaban de homicida o matador. Hircano, que de sí lo amaba y deseaba esto mucho, absolviólo y dióle libertad.

El entonces, pensando que había salido bien contra la voluntad del rey, vínose a Damasco, adonde estaba Sexto, con ánimo de no obedecerle si otra vez fuese llamado. Los revolve­dores y malos hombres trabajaban por revolver otra vez y mover a Hircano contra Herodes, diciendo que Herodes se había ido muy airado, por darse prisa para armarse contra él. Pensando Hircano ser esto así verdad, no sabía qué hacer, porque vela ser su enemigo más poderoso. Y como fuese He­rodes publicado por capitán en toda Siria y Samaria por Sexto César, y no sólo fuese tenido por el favor que la gente le hacia por muy esforzado, pero aun también por sus propias fuerzas, vino a temerle en gran manera, pensando que luegoen la misma hora había de mover su gente y traer el ejército contra él. Y no lo engañó el pensamiento, porque Herodes, con la ira de cómo lo habían acusado, traía gran número de gente consigo a Jerusalén para quitar el reino a Hircano. Y lo hubiera ciertamente hecho así, si saliéndole al encuentro su padre y su hermano, no detuvieran su fuerza e ímpetu, rogando que se vengase con amenazarlos y con haberse enojado e indignado contra ellos; que perdonase al rey, por cuyo favor había al­canzado el poder que tenía, que si por haber sido llamado y haber comparecido en juicio se enojaba y tomaba indigna­ción, que hiciese gracias por haber sido librado, y no satisficiese sólo a la parte que le había enojado y causado desplacer; pero también que no fuese ingrato a la otra, que le había librado salvamente. Que si pensaba deberse tener cuenta con los suce­sos de las guerras, considerase cuán inicua cosa es la malicia, y no se confiase del todo vencedor, habiendo de pelear con un rey muy allegado en amistad, y a quien él con razón debía mucho, pues no se había mostrado jamás con él cruel ni po­deroso, sino que por consejo de malos hombres, y que mal le querían, había mostrado y tentado contra él una sola som­bra de injusticia. Herodes fué contento y obedeció a lo que le dijeron, pensando que bastaba para lo que él confiaba, en haber mostrado a toda su nación su poder y fuerzas.

Estando en estas cosas levantóse una discordia y revuelta entre los romanos estando cerca de Apamia; porque Cecilio Baso, por favor de Pompeyo, había muerto con engaños a Sexto César, y se había apoderado de la gente de guerra que Sexto tenía. Los otros capitanes de César perseguían con todo su poder a Baso, por vengar su muerte. A los cuales Antipatro con sus hijos socorrió, por ser muy amigo de entrambos; es a saber: del César muerto y del otro que vivía; y durando esta guerra, vino Marco de Italia, sucesor de Sexto, de quien antes hablamos.

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