Capítulo XVI. De la ciudades y edificios renovados y nuevamente edificados por Herodes, y de la magnificencia Y liberalidad que usaba con las gentes extranjeras, y de toda m prosperidad.

A los quince años de su reino renovó el templo e hizo cercar de muro muy fuerte doblado espacio de tierra alrededor del templo, de lo que antes solía tener, con gastos muy grandes y con magnificencia muy singular, de la cual daban señal los claustros grandes que hizo labrar, y el castillo que mandó edificar junto con ellas hacia la parte de Septentrión: aquéllas las levantó él de principio y de sus fundamentos, y renovó el castillo con grandes gastos, como asiento de aque­lla ciudad y de todo el reino, y púsole por nombre Antonia, por honra de Antonio. Y habiendo también edificado para sí un palacio real en la parte más alta de la ciudad, edificó en él dos aposentos de mucha grandeza y gentileza, y a am­bos puso los nombres de sus amigos, llamando el uno Cesáreo y el otro Agripio. Por memoria de ellos, no sólo escribió y mandó pintar estos nombres en los techos, sino también mostró en todas las otras ciudades su gran liberalidad: por­que en la región de Samaria, habiendo cerrado de muro una ciudad muy hermosa que tenía más de veinte estadios de cerco, llamóla Sebaste y llevó allá seis mil vecinos, y dióles tierras muy fértiles, adonde edificó también un templo muy grande entre aquellos edificios, y cerca de él una plaza de tres estadios y medio, lo cual todo dedicó a César, y concedió a los vecinos de esta ciudad leyes muy favorables.

Habiéndole dado César por estas cosas la posesión de otra tierra. edificóle otro templo cerca de la fuente del río Jordán, todo de mármol muy blanco y muy reluciente, en un lugar que se llamó Panio, adonde la sumidad y altura de un monte levantado muy alto, descubre una cueva muy umbrosa por causa de un valle que le está al lado, y de unos peñas muy altas se recoge el agua que de allí mana, la cual es tanta, que no tiene ni se puede tomar ni hallar hondo en ella. Por la parte de fuera de la raíz de la cueva nacen unas fuentes, las cuales, según algunos piensan, son el Drincipio y manan­tial del río Jordán; pero después, al fin, mostraremos lo que se debe creer como muy verdadero.

Además de las casas y palacios reales que había en Hie­ricunta entre el castillo de Cipro y las primeras, edificó otras mejores que fuesen más cómodas para los que viniesen, y púsoles los nombres arriba dichos de sus amigos. No había lugar en todo el reino que fuese bueno, el cual no honrase con el nombre de César. Después de haber llenado todo el reino de Judea de templos, quiso ensanchar también su honra en la provincia, y en muchas ciudades edificó templos, los cuales llamó Cesáreos.

Y como entre las ciudades que estaban hacia la mar hubiese visto una muy antigua y muy vieja, que se llamaba la Torre o Pirgo de Estratón, y que, según era el lugar, podía emplear en ella su magnificencia, habiéndola reparado toda de piedra blanca y muy luciente, edificó en ella un palacio muy lindo, y mostró en él la grandeza que naturalmente su ánimo tenía. Porque entre Doras y Jope, en medio de los cuales esta ciudad está edificada, no hay parte alguna en toda aquella mar adonde se pudiese tomar puerto, de tal manera, que cuantos pasaban de Fenicia a Egipto eran forzados a correr a aquella mar con gran miedo del viento africano, cuya fuerza, por moderada que sea, levanta tan grandes on­das, que al retraerse es necesario que la mar se revuelva algún espacio de tiempo. Pero venciendo el rey con liberalidad y gastos muy grandes a la naturaleza, hizo allí un puerto mayor que el de Pireo, y más adentro hizo lugar apto y muy grande, adonde se pudiesen recoger todas las naves que viniesen. Aunque el lugar le era manifiestamente contrario, quiso él todavía contender con él de tal manera, que la firmeza de sus edificios no pudiese ser quebrada por los ímpetus de la mar, ni por el poder de la fortuna: y era la gentileza de ellos tanta, que parecía no haber sido jamás contraria la dificultad del lugar a la obra y ornamento; porque habiendo medido el espacio conveniente, según dijimos arriba, echó veinte varas en el hondo muchas piedras, de las cuales había muchas que tenían cincuenta pies de largo, nueve de alto y diez de ancho, y aun hubo algunas que fueron mayores. Habiendo levantado este lugar, que solía ser antes cubierto con las ondas, ensanchó doscientos pies el muro, de los cuales quiso que fuesen los ciento para resistir a las bravas ondas que ve­nían y echarlas, por lo cual también se llamaron con nombre que lo significase, Procimia. Los otros ciento tienen el muro que rodea y ciñe el puerto, puestas grandes torres entre ellos, de las cuales, la mayor y la más gentil llamaron Drusio, por el nombre del sobrino de César.

Había también edificadas muchas bóvedas y lugares para recoger todo lo que se trajese al puerto, y cerca de ellos una como lonja de piedra muy ancha, para pasear, y adonde se recibían las naos que salían: la entrada de esta parte estaba hacia el Septentrión, porque, según el asiento de aquel lugar, era el más próspero viento el de Boreas. A la puerta había tres estatuas, las cuales, por ambas partes, afirmaban sobre unas columnas, y éstas sustentaban una torre a la entrada a mano izquierda: a la derecha dos piedras de extraña gran­deza y altura, más altas aun que la torre que estaba en el otro lado edificada. Las casas que estaban juntas con el puerto, de piedra muy blanca y muy clara, con igual me­dida de los espacios, llegaban hasta el puerto. En el collado que está antes de la entrada del puerto edificó un templo a César muy grande y muy hermoso, y puso en él una estatua de César no menor que es la de Júpiter en Olimpia, a cuyo ejemplo y manera fué hecha, igual a la que está en Roma, y a la de Juno que está en Argos. Dedicó la ciudad a toda aquella provincia, y el puerto a las mercaderías que viniesen, y a César la honra del que lo edificó, por lo cual quiso que la ciudad se llamase Cesárea.

Todas las otras obras y edificios, la plaza, el teatro, el anfiteatro, hizo que fuesen dignas del nombre que les ponía; y habiendo ordenado unos juegos y luchas que se hiciesen cada cinco años, púsoles también el nombre de César.

Fué el primero que en la Olimpíada centésima nonagé­sima segunda propuso grandes premios, para que no sólo los vencedores, sino también sus descendientes segundos y terce­ros, pudiesen gozar de la libertad y riqueza real.

Habiendo también renovado la ciudad de Antedón, lla­móla Agripia, y por su sobrado amor escribió también el nombre de su amigo en la puerta que hizo en el templo.

No ha habido, cierto, quien tanto amase a sus padres, porque adonde estaba el monumento y sepultura de su padre, en la parte mejor de todo el reino, fundó allí una ciudad muy rica con la ribera y arboleda que tenía cerca, la cual llamó, en memoria de su padre, Antipatria. Y cercó de muro un castillo que está sobre Hiericunta en un lugar por sí muy fuerte, pero en gentileza el principal, y por honra de su madre lo llamó Cipre. Edificó también a su hermano Faselo una torre en Jerusalén, la cual llamó Faselida, cuya liberalidad en la gran­deza y cerco después se declarará. Puso también el nombre de Faselo a otra ciudad que está después de Hiericunta hacia el Norte.

Habiéndose, pues, acordado de la gloria y honra de sus parientes y amigos, no quiso olvidarse de sí mismo, antes quiso que un castillo que está delante de un monte, por el costado de Arabia, muy fuerte y muy guarnecido, se llamase Herodio, según su nombre. Y un edificio que estaba sesenta estadios de Jerusalén, a manera de una teta, poniéndole su mismo nombre, mandó que fuese renovado más magnífica­mente, porque rodeó la altura de éste con unas torres redondas, Y en el circuito mandó edificar las casas reales, gastando mucho tesoro en ellas, y haciendo que no sólo tuviesen extraña gentileza por de dentro, pero que demostrasen también la ri­queza por defuera, las techumbres y paredes y todo lo más que verse podía. Dispuso también que fuese abundante de agua, la cual hizo venir con muchos gastos, y mandó edificar de mármol muy claro doscientas gradas por donde viniese, porque todo aquel edificio era como collado hecho con artificio y de muy gran altura. Edificó a los pies a raíz de este collado, otros edificios muy grandes y muy suntuosos, para que fuesen re­cogimiento a muchos amigos y a las cargas y caballos; de tal manera estaba esto, que, según era la abundancia de todas las cosas, parecía más ser una ciudad que un castillo, y en el cerco y vista por defuera, mostraba muy claramente que era un palacio real. Edificados ya tantos y tan extraños edificios, mostró también su liberalidad y la grandeza de su ánimo en muchas ciudades, las cuales no le eran propias, porque en Trípodi, en Damasco y en Ptolomeida edificó baños públicos; cercó de muro la ciudad de Biblio; hizo cátedras, lonjas, plazas y templos en Bitro y en Tiro; también en Sidonia y en Damasco edificó teatros. Hizo también aparejo y lugar para llevar agua a los laodicenses, que están hacia la parte de la mar, y en Ascalona hizo lagunas muy hermosas y muy hondas, muchos baños, muchos patios muy labrados, con ad­nárable grandeza y obra, cerrados todos de columnas; en varios hizo puerto; dió campos a muchas ciudades que estaban cerca de su reino y le eran muy amigas. Para los baños hizo rentas públicas y perpetuólas, como en Cois, por que no pudiere faltar jamás por sus beneficios. Proveyó de trigo a cuantos tenían necesidad. Dió muchos dineros a los rodios para armar sus flotas y reparó a Pitio, que había sido abrasada, todo con su gasto.

¿Para qué me alargaré en contar su liberalidad con los licios y samios? ¿Quién contará los dones que dió en toda Jonia, dando a cada uno según lo que deseaba? Los atenienses, los lacedemonios, los nicopolitanos y el Pérgamo de Misia, ¿no está todo esto lleno de los dones de Herodes? ¿Por ventura, no adornó la plaza de los antioquenses de Siria, y la allanó por veinte estadios de largo, toda de mármol muy excelente, para que por allí pasasen y se escurriesen las aguas y lluvias del cielo, porque antes estaba muy llena de cieno y de mucha suciedad?

Pero alguno dirá que estas cosas fueron propias de aquellos pueblos a los cuales fueron dadas; pues lo que hizo por los elidenses no parece ser común al pueblo de Acaya solamente, sino a todo el universo, por el cual se esparce la gloria de los juegos y luchas olímpicas. Porque viendo que esto faltaba por pobreza, y por no haber quien gastase en ello, y que sólo faltaba lo ue se esperaba de la Grecia antigua, lo cual no era cosa bastante, no sólo quiso aquellos cinco años ser él el capitán, cuando hubo de pasar por allí para ir a Roma, sino que ordenó rentas perpetuas, para que mientras de él hubiese memoria, no dejase jamás el oficio ni el nombre de buen capitán.

Cosa sería para ¡amas acabar, ponerse a contar los tributos y deudas que perdonó y no quiso cobrar, quitando toda la sujeción a los faselitas y balneotas, y a muchos otros lu­gares cerca de Cilicia, los cuales estaban obligados a muchos pechos, aunque el miedo que tuvo tenía las riendas a la gran­deza de su ánimo, por no mover las gentes a que le envidiasen y le moviesen revueltas, como a hombre que quería levantarse más de lo que debía, si hacía y procuraba mayor bien a las ciudades que a los regidores de ellas.

Aprovechábase de su cuerpo en todo cuanto convenía para su ánimo, y siendo como era gran cazador, se había hecho tan diestro en cabalgar, que alcanzaba en un caballo todo cuanto quería. Un día, finalmente, le aconteció matar cuarenta fieras (aquella región tiene muchos puercos monteses, pero muchos más ciervos y cebras o asnos salvajes). Era tan fuerte de sí, que ninguno le podía sufrir, con lo cual espantaba a muchos, aun ejercitándolos, pareciendo a todos muy excelente tirador de dardos y de saetas. Y además de la virtud de su ánimo grande y fuerza de su cuerpo, fuéle también fortuna muy próspera, porque muy raramente en las cosas de la guerra le sucedió contra su voluntad; y si alguna vez le aconteció alguna desdicha, fué, no por causa suya, sino por traición de algunos o por atrevimiento y poca consideración de sus sol­dados.

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