Capítulo XVII. De la discordia de Herodes con sus hijos Alejandro y Aristóbulo.

Las tristezas y fatigas domésticas tuvieron envidia de la dicha y prosperidad pública de Herodes, y sus adversarios comenzaron por su mujer, a la cual él mucho amaba. Porque después que alcanzó las honras y poder de rey, dejando la mujer que había antes tomado, natural de Jerusalén, y por nombre llamada Doris, juntóse con Mariamma, hija de Alejandro, hijo de Aristóbulo, por lo cual vino en discordia su casa principalmente, aunque antes también, pero más clara­mente después de su venida de Roma. Porque por causa de los hijos que había habido de Marianuna, echó de la ciudad a su hijo Antipatro, habido de Doris, dándole licencia de entrar en ella solamente los días de fiesta. Después, por sospechar del abuelo de su mujer, Hircano, que había vuelto ya de los partos, lo mató. Habíaselo llevado preso Barzafarnes después que ocupó la Siria. Por haber tenido misericordia de él, lo habían librado los gentiles que vivían de la otra parte del río Eufrates. Y si los hubiera él creído cuando le decían que no pasase a tierras de Herodes, no fuera muerto; pero atrá­jole el deseo del matrimonio de Herodes con su nieta, porque confiándose en él, y con mayor deseo de ver a su propia patria, vino. Movióse Herodes a esto, no porque Hircano de­sease ni procurase haber el reino, sino por saber y conocer ciertamente que le era debido por ley y por razón.

De cinco que tuvo Herodes de Marianuna, tres eran hijos y las otras dos hijas. Habiendo muerto el menor de éstos en los estudios en Roma, los otros dos, por la nobleza de la madre, y porque habían nacido siendo él ya rey, criábalos también muy realmente y con gran fausto. Ayudábales a éstos el grande amor que tenía con Mariamina, el cual, acrecentándose cada día, encendía a Herodes en tanta manera, que no podía sentir alge de lo que le dolía, por causa de aquella a quien tanto amaba.

Tan grande era el odio y aborrecimiento de Mariamina para Herodes, cuanto el amor que Herodes tenía a Mariamina. Teniendo, pues, causas probables de la enemistad por las cosas que había visto, y confianza en el amor, solíale cada día zaherir lo que había hecho con su abuelo Hircano y con su hermano Aristóbulo, porque ni a éste perdonaba, aunque era muchacho, al cual, después de haberle dado la honra ponti­fical a los diecisiete años de su edad, lo mató, porque como él, vistiéndose con las vestiduras sagradas para aquel oficio, se llegó al altar un día de gran fiesta; todo el pueblo entonces lloró, y enviándolo a Hiericunta aquella noche, fué ahogado por los galos, según Herodes había mandado, en una laguna. Todas estas cosas le decía Mariamina a Herodes por injuria, y deshonraba a su hermana y a su madre con palabras muy pesadas y muy deshonestas, aunque él a todo esto callaba por el grande amor que tenía. Pero las mujeres estaban muy en­sañadas contra Mariamma; y para mover a Herodes contra ella, la acusaban de adulterio. Además de muchas otras cosas que la levantaban aparentes y como verdaderas, acusábanla también que había enviado a Egipto un retrato suyo a Anto­nio; y así, por el desordenado deseo y lujuria suya, había procurado mostrarse en ausencia a un hombre que estaba loco por las mujeres, y que las podía forzar.

Esto perturbó a Herodes no menos que si le cayera un rayo del cielo encima, y principalmente porque estaba encen­dido en celos por el grande amor que la tenía, y pensando por otra parte en la crueldad de Cleopatra, por cuya causa habían sido muertos el rey Lisanias y Malico el árabe, no tenía ya cuenta con perder a su mujer, sino con el peligro que podía acontecer si él perdía la vida.

Habiendo, pues, de partir de allí para Roma, encomendó su mujer a Josefo, marido de su hermana Salomé, al cual tenía por fiel; y según era el deudo, teníalo por amigo, man­dándole secretamente que la matase si Antonio le mataba a él. Pero Josefo, no por malicia, mas deseando mostrar a la mujer la voluntad y amor de su marido, el cual no podía su­frir ser apartado de ella, aunque fuese muerto, descubrióle todo lo que Herodes le había secretamente encomendado. Sien­do después vuelto ya Herodes, y hablando y jurando de su amor y voluntad, como nunca había tenido amores con otra mujer en el mundo, respondió ella: "Muy comprobado está tu amor conmigo, con el mandamiento que hiciste a Josefo, cuando de aquí partiste, ordenándole que me matase." Ha­biendo Herodes oído estas cosas, las cuales él pensaba que estaban secretas entre él y Josefo, desatinaba; y pensando que Josefo no pudo descubrirle lo que entre ellos había pasado, sino juntándose deshonestamente con ella, recibió de esto gran dolor, que casi enloquecía; levantándose de la cama comenzóse a pasear por el palacio; y tomando ocasión entonces su hermana Salorné para acusar a Josefo, confirmóle la sospecha.

Furioso Herodes con el grande amor y celos que tenía, mandó que a entrambos los matasen a la hora, y después que fué esta locura hecha, le pesaba y se arrepentía por ella; pero pasado el enojo, encendíase poco a poco en amor. Y era tanta la fuerza de este amor y deseo que de ella tenía, que no pensaba que estaba muerta; antes, con la tristeza grande que tenía, le hablaba en su cámara como si allí estuviera con él viva; hasta tanto que con el tiempo, sabiendo su muerte y enterramiento, igualó bien sus llantos y su tristeza con el grande amor que siendo viva le tenía.

Sus hijos, tomando la muerte de la madre por propia, pen­sando muy bien en la maldad tan grande y tan cruel, teníaD a su propio padre como enemigo; y esto fué cuando estaban en Roma estudiando, y después de volver a Judea, mucho más; porque como crecían y se les aumentaba la edad, así también la afición y amor matemal tomaba fuerzas.

Llegados ya a tiempo de casarse, el uno tomó por mujer a la hija de su tía Salorné que había acusado la madre de en­trambos, y el otro la hija de Arquelao, rey de Capadocia. De aquí alcanzó el odio la libertad que quería; y de la confianza que en ello tenían, tomaron ocasión los malsines hablando más claramente con el rey y diciéndole cómo ambos hijos le acechaban por matarlo; y que el uno daba gente a su hermano para que vengase la muerte de la madre, y el otro, es a saber, el yerno de Arquelao, confiado en su suegro, se aparejaba para huir y acusarlo delante del César.

Lleno, pues, Herodes de estas acusaciones, trajo a su hijo Antipatro para que fuese en su ayuda contra sus hijos, el cual era también hijo suyo de Doris, y comenzó adelantándole y teniéndole en más en todo cuanto emprendía, que a todos los otros; los cuales, no teniendo por cosa digna sufrir esta mutación tan grande, y viendo que se adelantaba el hermano nacido de tan baja madre, no podían refrenar su enojo ellos con su nobleza, antes en todo cuanto podían trabajaban por ofenderle y mostrar su ira e indignación. Menospreciábalos Herodes cada día más, y Antipatro por causa de ellos era muy favorecido, porque sabía lisonjear astutamente a su padre, y decíale muchas cosas contra sus hermanos; algunas veces él mismo, otras ponía amigos suyos que dijesen otras cosas, hasta tanto que sus hermanos perdieron toda la esperanza que del refino tenían, porque en el testamento estaba también de­clarado por sucesor.

Fué finalmente enviado a César como rey, y con aparato y compañía real servido de todo lo que a rey pertenecía, excepto que no llevaba corona. Y con el tiempo pudo hacer que su madre se juntase con Herodes y viniese a la cámara donde Mariamma solía dormir; y usando de dos géneros de armas contra sus hermanos, de las cuales las unas eran li­sonjas y las otras eran invenciones y calumnias nuevas, pudo con Herodes tanto, que le hacía pensar cómo matase a sus hijos; por lo cual acusó delante de César a Alejandro, al cual se había llevado con él a Roma, de que le había dado ponzoña; pero alcanzando licencia para defenderse Alejandro, aunque el juez era muy imprudente, era todavia más prudente que no Herodes y Antipatro; calló con vergüenza los delitos del padre, y disculpóse muy elegantemente de lo que le habían levantado; y después que hubo mostrado ser también sin culpa su hermano, dió quejas de la malicia e injurias de Antipatro, ayudándole para ello, además de su inocencia, la grande elo­cuencia que tenía, porque tenla gran vehemencia en el hablar, dando por fin de su habla que de buena voluntad el padre los mataría si pudiese; acusóle de este crimen e hizo llorar a todos los que estaban presentes; pero pudo tanto con César, que fueron todas las acusaciones menospreciadas, e hízolos a todos muy amigos de Herodes.

Fué la amistad hecha con tal ley, que los mancebos hubiesen de ser en todo muy obedientes al padre, y que el padre pudiese hacer heredero del reino a quien quisiese. Habiéndose después vuelto de Roma el rey, aunque parecía haber perdonado y excusado de las culpas a sus hijos, no estaba libre de toda sospecha; porque Antipatro proseguía su enemistad, aunque por vergüenza de César, que los había hecho amigos, no osaba claramente manifestarla.

Y como navegando pasase por Cilicia y llegase a Eleusa recibiólo allí con mucha amistad Arquelao, haciéndole muchas gracias por haber defendido la causa de su yerno con mucha alegría y amistad, Porque había escrito a Roma a todos sus amigos que favoreciesen la causa de Alejandro; y así lo acompañó hasta Zefirio, haciéndole un presente de treinta ta­lentos.

Después que hubo llegado a Jerusalén, Herodes convocó todo el pueblo; estando delante también sus tres hijos, dió a todos razón de su partida; hizo muchas gracias primero a Dios, muchas a César porque había quitado toda la discordia que en su casa había y entre los suyos; y lo que era principal y de tener en más que no el reino, porque había puesto amistad entre sus hijos, la cual dijo que él trabajaría en juntarla mas estrechamente, "porque César me ha hecho señor de todo y juez de los que me han de suceder. Yo, pues, ahora, delante de todos, le hago con todo mi provecho muchas gracias por ello, y dejo por reyes a mis tres hijos; y de este parecer y sentencia mía quiero y ruego a Dios que el primero sea el comprobador, y vosotros todos después. Al uno manda la edad que sea alzado por rey después de mí, y a los otros la nobleza, aunque su grandeza basta para mucho más. Pues tened reverencia a lo que César os manda y el padre os ordena, honrándolos a todos igualmente y con la honra que todos me­recen, porque no puede darse tanta alegría en obedecer a uno, cuanto pesar le dará el que lo menospreciare. Yo señalaré los parientes que han de estar con cada uno, y los amigos también, por que puedan conservarlos en concordia y unani­midad, entendiendo y sabiendo como cosa muy cierta, que toda la discordia y contienda que en las repúblicas suelen nacer, proceden de los amigos, consejeros y domésticos; y si éstos fueren buenos, suelen conservar el amor y benevolencia. Una cosa ruego, y es que no sólo éstos, sino los principales de mi ejército, tengan al presente esperanza en mí solo, porque no doy a mis hijos el reino aunque les dé la honra de él, y que se gocen con placer como que ellos lo rigiesen; el peso de las cosas y el cuidado de todo, a mi toca, y yo lo he de proveer todo, aunque querría verme libre de ello. Considere cada uno de vosotros mi edad y la orden con que yo vivo, y juntamente la piedad y religión que tengo; porque no soy tan viejo que se deba tan presto desesperar de mí, ni estoy tan acostumbrado a placeres ni a deleites, los cuales suelen acabar más presto de lo que acabarían las vidas de los mancebos, hemos tenido tanta observancia y honra a Dios eterno, que creemos haber de vivir mucho tiempo y muy largos años. Y si alguno, por menosprecio mío, quisiere complacer a mis hijos, ese me lo pagará por él y por ellos; porque yo no quiero dejar de honrar a los que he engendrado, porque les tenga envidia, sino por saber que estas cosas suelen hacer más atrevidos a los mancebos y ensoberbecerlos. Si pensaren, pues, los que los si­guen y se dan a ellos, que los que fueren buenos tienen apare­jado el galardón y premio en mi poder, y los malos han de hallar en aquellos mismos a quienes favorecen castigo de sus maldades, todos por cierto serán conformes conmigo, es a saber, con mis hijos; porque a ellos conviene que yo reine, y a ellos les será muy gran provecho tenerme a mí por amigo, y final­mente por padre con gran concordia.

"Y vosotros, mis buenos y amados hijos, poned delante de vosotros primero a Dios, que es poderoso, para mandar a todo fiero animal; dadle la honra que debéis: después de El, a César, que nos ha recibido con todo favor y nos ha en él conservado y a mí terceramente, que os ruego lo que me es muy lícito man­daros, que permanezcáis siempre como verdaderos hermanos y muy concordes. De ahora en adelante yo os quiero dar vestidos y honras reales; quiero que, como tales, todos os obe­dezcan, y ruego a Dios que conserve mi juicio, si vosotros quedáis concordes."

Acabado su razonamiento, saludólos a todos, y despidió al pueblo: unos se iban deseando que fuese así, según había Herodes dicho; y los que deseaban revueltas y mutaciones en los Estados, fingían no haber oído algo.

Pero no faltó contienda a los hermanos; antes, sospechando algo peor, apartáronse unos de otros, porque Alejandro y Aristóbulo no sufrían bien ver que su hermano Antipatro fuese confirmado en el reino; y Antipatro se enojaba porque sus hermanos fuesen tenidos por segundos; mas éste, según la variedad de sus costumbres, sabia callar los secretos y en­cubrir el odio que les tenía muy secretamente. Ellos, por verse de noble sangre, osaban decir cuanto les parecía. Habla también muchos que les movían e incitaban, otros muchos había que se les mostraban muy amigos por saber la voluntad de ellos. De tal manera pasaba esto, que cuanto se trataba delante de Alejandro, luego a la hora estaba delante de Anti­patro; y lo mismo, añadiéndole siempre algo, luego también Herodes lo sabía; y por más que el mancebo dijese algo, sin pensarlo, luego le era atribuído a culpa, y trocábanle las palabras en graves ofensas; y cuando se alargaba en hablar en algo, luego le levantaban, por poco que fuese lo que decía, alguna cosa muy mayor.

Antipatro sobornaba siempre algunos que lo indujesen a hablar, porque sus mentiras tuviesen alguna buena ocasión y mejor entrada; y de esta manera, habiendo divulgado mu­chas cosas falsamente, bastase para dar crédito a todas, hallar que una fuese verdadera. Pero los amigos de este mancebo, o eran de su natural muy callados, o con dádivas los hacían callar porque no descubriesen alguna cosa, ni errasen en algo si descubrían algún secreto a la malicia de Antipatro. Habían corrompido los amigos de Alejandro a unos con dineros, a otros con halagos y buenas palabras, tentando toda cosa y ganando la voluntad de tal manera, que los que contra él hablasen o hiciesen algo, fuesen tenidos por ladrones secretos y por traidores. Rigiéndose con gran consejo y astucia en todo, trabajaba por venir delante de Herodes y dar sus acu­saciones muy astutamente; y haciendo la persona y partes de su hermano, servíase de otros malsines sobornados para el mismo negocio. Si se decía algo contra Alejandro, con disi­mulación de quererlo favorecer, volvía por él; luego lo sabía astutamente urdir y traer a tal punto, que movía y ensañaba al rey contra Alejandro; y mostrando al padre cómo su hijo Alejandro le buscaba la muerte con asechanzas, no había cosa que tanto lo hiciese creer, ni que tanta fe diese a sus engaños, como era ver que Antipatro, trabajaba en defenderlo.

Movido con estas cosas Herodes, cuanto menos amaba a los otros, tanto más se le acrecentaba la voluntad con Anti­patro. El pueblo también se inclinó a la misma parte, los unos de grado y los otros por ser forzados a ello, como fueron Pto­lomeo, el mejor de sus amigos, los hermanos de¡ rey y toda su generación y parientes. Porque todos estaban puestos en Anti­patro, y todo parecía pender de su voluntad; y lo peor y más amargo para la destrucción de Alejandro, era la madre de Antipatro, por cuyo consejo se trataba entonces todo.

Era ésta peor que madrastra, y aborrecíales más que si fueran entenados aquellos que eran hijos de la que antes había sido reina. Pero aunque la esperanza era mayor para mover a todos que obedeciesen a Antipatro, todavía los con­sejos de Herodes, que era rey, apartaban los corazones y vo­luntades de todos que no se aficionasen a los mancebos, por­que había mandado a los más cercanos y más amigos que ninguno fuese con Aristóbulo ni con su hermano, y que ninguno les descubriese su ánimo. No sólo se temían de hacer esto los amigos y domésticos suyos, pero aun también los ex­traños que de fuera vivían; porque no había César concedido tanto poder a ningún rey, que le fuese lícito sacar de todas las ciudades, aunque no le fuesen sujetas, a todos cuantos mereciesen castigo o huyesen de él.

Los mancebos no sabían algo de todo aquello que les habían levantado, y por esta causa los prendían menos pro­veídos. Ninguno era acusado ni reprendido por su padre pú­blicamente; pero templando su ira, hacía que poco a poco todos lo entendiesen, y también ellos se movían más áspera­mente con el dolor y pena de aquellas cosas que les levantaban.

De la misma manera movió a su tío Feroras y a su tía Salomé contra ellos Antipatro, hablando con ellos muchas veces muy familiarmente, como con su mujer propia, por levantarlos contra sus hermanos. Acrecentaba esta enemistad Glafira, mujer de Alejandro, levantando mucho su nobleza, y diciendo que ella era señora de todo aquel reino Y de cuanto en él había, y que descendía, por parte de padre, de Temeno, y, por parte de madre, de Darío, hijo de Histaspe, menos­preciaba mucho la bajeza M linaje de la hermana y mujeres de Herodes, las cuales él había tomado y escogido por la gentileza que tenían, y no por la nobleza.

Arriba dijimos ya que Herodes había tenido muchas mu­jeres, porque a los judíos les era cosa lícita, según costumbres de su tierra, tener muchas, también porque el rey se pudiese deleitar con muchas. Por las injurias y soberbia de Glafira, era aborrecido Alejandro de todos, y Aristóbulo hizo su ene­miga a Salomé, aunque le fuese suegra, por las malas palabras de Glafira, porque muchas veces le solía echar en la cara la bajeza del linaje a la mujer; después también porque él había tomado una mujer privada y plebeya, y su hermano Alejandro una de sangre real. La hija de Salomé contaba todo esto a su madre derramando muchas lágrimas. Añadía también, que el mismo Alejandro y Aristóbulo la habían amenazado que si alcanzaban el reino, habían de poner las madres de los otros hermanos con las criadas, a tejer en un telar con las mozas; y a ellos por escribanos de las aldeas y lugares, burlándose de ellos porque estudiaban.

Movida Salomé con estas cosas, no pudiendo refrenar su ira, descubrióselo todo a Herodes, y parecía harto bastante para hablar contra su yerno.

Además de estas cosas, divulgóse también otra nueva acu­sación, la cual movió mucho al rey. Había oído que Alejan­dro y Aristóbulo rogaban y suplicaban muchas veces a su madre, y lloraban gimiendo su desdicha, y a veces la malde­cían, porque dividiendo el rey los vestidos de Mariamma con las otras mujeres, le amenazaban que presto las harían venir de luto por los vestidos reales y deleites que entonces tenían. Con esto, aunque Herodes temiese algo viendo el ánimo cons­tante de los mancebos, no quiso desesperar de la corrección de ellos; antes los llamó a todos, porque él había de partir para Roma, y habiéndoles, como rey, hecho algunas amena­zas, aconsejóles, amonestando como padre, muchas cosas, y rogóles que se amasen como hermanos, prometiendo perdón de lo cometido hasta entonces, si de allí adelante se corregían y se enmendaban. Ellos decían que eran acusaciones falsas y fingidas, que por las obras podía conocer cuán poca ocasión y causa tuviese para darles culpa, y que él no debía creer tan ligeramente, antes debía cerrar sus oídos y no dar entrada a los que decían mal de ellos, porque no faltarían jamás malsi­nes, mientras tuviesen cabida en su presencia. Habiendo aman­sado la ira del padre con semejantes palabras, dejando el miedo que por la presente causa tenían, comenzaron a entristecerse y llorar por lo que esperaban que había de ser. Entendieron que Salomé estaba enojada con ellos, y el tío Feroras. Ambos eran personas graves y muy fieras, pero más Feroras, el cual era compañero del rey en todas las cosas que al rey no perte­necían, sino sólo en la corona; y era hombre de cien talentos de renta propia, y tomaba todos los frutos de las tierras que había de esa otra parte del Jordán, las cuales le bahía dado graciosamente su hermano, y Herodes había alcanzado de César que pudiese ser tetrarca o procurador, y lo habla hon­rado dándole en matrimonio la hermana de su propia mujer, después de cuya muerte le había prometido la mayor de sus hijas, y le había dado por dote trescientos talentos. Pero Feroras había desechado el matrimonio real porque tenía amo­res con una criada, por lo cual Herodes, enojado, dió su hija en casamiento al hijo de su hermano, aquel que fué después muerto por los partos.

Después, no mucho, perdonando Herodes el error de Fe­roras, volvieron en amistad; y teníase de éste una vieja opi­nión, que en vida de la reina había querido matar a Herodes con ponzoña. Pero en este tiempo todos los malsines tenían cabida, de manera que, aunque Herodes quisiese estar en amistad con su hermano, todavía, por dar algún crédito a las cosas que había oído, no lo osaba hacer, antes estaba ame­drentado. Haciendo, pues, examen de muchos, de los cuales se tenla entonces sospecha, vinieron también al fin a los ami­gos de Feroras, los cuales no confesaron algo manifiestamente, pero solamente dijeron que había pensado huir con la amiga a los partos, y que Aristóbulo, marido de Salomé, a quien el rey se la había dado por mujer después de muerto el primero por causa del adulterio, era partícipe en esta ¡da, y que él la sabía. No quedó libre Salomé de acusación, porque su herma­no Feroras la acusaba que había prometido casarse con Sileo, procurador de Oboda, rey de Arabia, el cual era muy enemigo de Herodes; y siendo vencida en esto y en cuanto más la acusaba Feroras, alcanzó perdón, y el rey perdonó y libró de todas las acusaciones a Feroras, con las cuales hubía sido acusado.

Todas estas revueltas y tempestades se pasaron a casa de Alejandro, y todo colgó y vino a caer sobre su cabeza. Tenía el rey tres eunucos mucho más amados que todos los otros, sin que hubiese alguno que lo ignorase; uno tenía a cargo de servirle de copa, otro de poner la cena, y el tercero de la cama, y éste solía dormir con él. A éstos había Alejandro sobornado con grandes dones, y habíales ganado la voluntad. Después que el rey supo todo esto, dióles tormento y confe­saron la verdad de todo lo que pasaba, y mostraron clara­mente, por cuyo soborno y ruegos hablan sido movidos, cómo los había engañado Alejandro, diciendo que no debían tener esperanza alguna en Herodes, vicio malo, aunque él sabía teñirse los cabellos por que los que le viesen pensasen y lo tuviesen por mancebo, y que a él debían honrar, pues que a pesar y a fuerza de Herodes había de ser sucesor en el reino, y habla de dar castigo a sus enemigos, y hacer bienaventu­rados y muy dichosos a sus amigos, y entre todos más a ellos tres. Dijeron también que todos los poderosos de Judea obe­decían secretamente a Alejandro, y los capitanes de la gente de guerra y los príncipes de todas las órdenes. Amedrentóse Herodes tanto de estas cosas, que no osaba manifestar públi­camente lo que éstos habían confesado; pero poniendo hom­bres que de día y de noche tuviesen cargo de mirar en ello, trabajaba de escudriñar de esta manera todo cuanto se decía y cuanto se trataba, y luego daba la muerte a cuantos le causaban alguna sospecha.

De esta manera, en fin, fué lleno su reino de toda maldad y alevosía; porque cada uno fingía según el odio y enemistad que tenía, y muchos usaban mal de la ira del rey, el cual deseaba la muerte a todos sus alevoso3. Todas las mentiras eran presto creídas, y el castigo era más presto hecho que las acu­saciones publicadas. Y al que poco antes había acusado, no faltaba quien luego le acusase, y era castigado junto con aquel a quien antes él había acusado, porque la menor pena que se daba en los negocios que tocaban al rey, era la muerte; vino a ser tan cruel, que no miraba más humanamente a los que no eran acusados, antes con los amigos se mostraba no menos airado que con los enemigos. Desterró de esta manera a mu­chos, y a los que no llegaba ni podía llegar su poder, a éstos llegaban sus injurias.

Añadióse después a todos estos malos, Antipatro con mu­chos de sus parientes y allegados, y no dejó género alguno de acusación, del cual no fuesen sus hermanos acusados. Tomó tanto miedo el rey con la bellaqueria de éste y con las menti­ras de lo sacusadores y malsines, que le parecía que veía de­lante de sí a Alejandro como con una espada desnuda venir contra él, por lo cual también lo mandó prender a la hora, y mandó dar tormento a todos sus amigos. Muchos morían pacientemente callando, sin decir algo de cuanto sabían; otros, los que no podían sufrir los dolores, mentían diciendo que él había entendido en poner asechanzas para matar a su padre, y que contaba muy bien su tiempo para que, habiéndolo muerto cazando, huyesen presto a Roma. Y aunque estas cosas no fuesen ni verdaderas ni a verdad semejantes, porque forzados por los tormentos las fingían prontamente sin pensar más en ellas, todavía el rey las creía con buen ánimo, tomán­dolo para consolación y respuesta de lo que le podían decir, y de haber puesto en cárceles a su hijo injustamente.

Pero no pensando Alejandro que había de poder acabar de hacer que su padre perdiese la sospecha que de él tenía, determinó confesar cuanto le habían levantado; y habiendo puesto todas sus acusaciones en cuatro libros, confesó ser verdad que había acechado por dar muerte a su padre, escri­biendo cómo no era él solo en aquello, sino que tenía muchos compañeros, de los cuales los principales eran Feroras y Salo­mé, y que ésta una vez se había juntado con él, forzándolo una noche contra su voluntad. Tenía, pues, ya Herodes estos libros o informaciones en sus manos, en los cuales había muchas cosas y muy graves contra los principales del reino, cuando Arquelao vino a buen tiempo a Judea temiendo suce­diese a su yerno y a su hija algún peligro, a los cuales socorrió con muy buen consejo, y deshizo las amenazas del rey, aman­sando su ira muy artificiosamente. Porque en la hora que él entró a ver al rey, dijo gritando a voces altas: "¿Dónde está aquel yerno mío malvado, o dónde podré yo ver ahora la cabeza del que quería matar a su padre?, al cual yo mismo con mis propias manos romperé en partes, y daré mi hija a buen marido; porque aunque no es partícipe de tal consejo, todavía está ensuciada por haber sido mujer de tan mal varón. Maravíllome mucho de tu paciencia, Herodes, cuya vida y cuyo peligro aquí se trata, que viva aún Alejandro, porque yo venía con tan gran prisa de Capadocia, pensando que habría ya mucho tiempo que fuera él castigado y sentenciado por su culpa, para tratar contigo de mi hija, la cual le había dado a él por mujer, teniendo a ti sólo respeto y considerando tu real dignidad. Pero ahora debemos tomar consejo sobre entrambos, aunque tú te muestras demasiado serle padre, y muestras menos fortaleza en castigar al hijo que te ha querido matar. Troquemos, pues, yo y tú las manos, y el uno tome venganza del otro: castiga tú a mi hija, y yo castigaré a tu hijo."

De esta manera, aunque Herodes estaba muy indignado, todavía fué engañado. Presentóle que leyese los libros que Alejandro le había enviado; y deteniéndose en pensar sobre cada capítulo, determinaban ambos juntos sobre ello. Toman­do ocasión con aquello de ejecutar lo que traía Arquelao pen­sado, pasó poco a poco la causa a los demás que en la acusación estaban escritos, y también contra Feroras; y viendo que el rey daba crédito a cuanto él decía, dijo: "Aquí se debe ahora considerar que el pobre mozo no sea acusado con asechanzas de tantos malos, o si por ventura las ha él armado contra ti; porque no hay causa para pensar del mancebo tan grande maldad como sea así, que él gozase ahora del reino, y esperase también la sucesión haber de ser en él muy ciertamente, si ya por ventura no tuvo algunos que lo han movido a ello y le han persuadido tal cosa, los cuales le han pervertido y aconsejado; y como su edad, por ser poca, es mudable, hanle hecho escoger la peor parte; y de tales hombres no sólo suelen ser los mancebos engañados, sino aun también los viejos y las casas grandes y de gran nombre, los señoríos y reinos suelen ser por tales hombres revuelto¡ y destruídos."

Consentía Herodes en cuanto le decía, y poco a poco iba perdiendo y amansando su ira contra Alejandro, enojándose contra Feroras, porque en él se fundaban aquellos cuatro libros o acusaciones que había Herodes recibido de Alejandro.

Cuando aquél entendió que el rey estaba tan enojado con­tra él, y que prevalecía con el rey la amistad de Arquelao, buscó salvarse y darse cobro desvergonzadamente, pues veía que honestamente no le era posible; y dejando a Alejandro, acudió a Arquelao: éste díjole que no veía ocasión para sal­varse de tantas acusaciones como él estaba envuelto, con las cuales manifiestamente era convencido a confesar haber que­rido con tantas asechanzas engañar al rey, y que él era causa de tantos males y trabajos como al presente el mancebo tenía, si ya no quería, dejando todas sus astucias y su pertinacia en negarlo, confesar todo aquello de lo cual era acusado, y pedir perdón de su hermano principalmente, pues sabía que él lo amaba, y que, si esto hacía, él le ayudaría de todas las maneras que le fuesen posibles.

Obedeció Feroras a Arquelao en todo, y tornando unos vestidos negros, vino llorando por mostrarse más miserable y moverlo a mayor compasión, y echóse a los pies de Herodes pidiendo perdón, el cual alcanzó confesándose por malo y muy lleno de toda maldad. porque todo cuanto le acusaba él lo había hecho, y que la causa de ello había sido falta de entendimiento y locura, la cual tenía por los amores de su mujer. Después que Feroras se hubo acusado y fué testigo contra si, entonces tomó la mano Arquelao por excusarlo, y amansaba la ira de Herodes, usando en excusarlo de propios ejemplos; porque él mismo había sufrido de su hez ano peo­res cosas y más graves. y que había tenido en más el derecho natural que la venganza. Porque en los reinos acontece lo que vernos en los cuerpos grandes, que con el grave peso siem­pre se suele hinchar alguna parte, la cual no conviene que sea cortada, pero que sea poco a poco con mucho miramiento curada.

Habiendo hablado Arquelao y dicho muchas cosas de esta manera, puso amistad entre Herodes y Feroras, y él to­davía mostraba gran ira contra Alejandro, y decía que se había de llevar a su hija consigo. Pudo esto tanto con Herodes, que le movió a rogar él mismo por la vida de su propio hijo y que le dejase su hija; y Arquelao mostraba hacerlo esto muy contra su voluntad, porque no la hubiera él dejado a ninguno del reino, si no fuera a Alejandro, pues convenía mirar mucho en que quedase salvo el derecho del parentesco y deudo entre ellos, habiéndole dado a él el rey su hijo si no deshacía el matrimonio, lo que no era ya posible, porque tenían ya hijos y el mancebo amaba mucho a su mujer, la cual, si se la dejaba, sería causa que todo lo cometido hasta allí fue‑se olvidado; y si se iba, seria causa para desesperar de todo, y el atrevimiento se suele castigar con distraerlo en cuidados y amor de su casa.

Fué, en fin, contento, y acabó cuanto quiso; volvió en gracia y amistad con el mancebo, y reconciliólo, también en la amistad de su padre; pero díjole que sin duda lo debía enviar a Roma, para que hablase con César, porque él le había dado razón de todo lo que pasaba con sus cartas.

Acabado, pues, ya todo lo que Arquelao había determina­do, y hecho todo a su voluntad, habiendo con su consejo librado a su yerno, y puestos todos en muy gran concordia, vivían, comían y conversaban todos juntamente. Pero al tiem­po de su partida, Herodes le dió setenta talentos y una silla y dosel real con mucha perlería labrado; dióle también mu­chos eunucos y una concubina llamada por nombre Panichis, y dió muchos dones a todos sus amigos, a cada uno según el merecimiento. Los parientes también del rey, todos dieron muchos dones a Arquelao, y él y los principales señores acom­pañáronlo hasta Antioquía.

No mucho después vino un otro a Judea mucho más pode­roso que los consejeros de Arquelao, el cual no sólo hizo que la amistad de Alejandro con Herodes fuese quebrantada, sino también fué causa de la muerte del mancebo. Era étsie de linaje lacón, y llamábase Euricles; estaba corrompido con deseo de reinar, por amor grande que tenía del dinero y por ava­ricia, porque ya la Casa Real no podía sufrir sus gastos y superfluidades. Habiendo éste dado y presentado muchos dones a Herodes, como cebo para cazar lo que tanto deseaba, habiéndoselos Herodes vuelto todos muy multiplicados, no preciaba la liberalidad sin engaño alguno, sino la mezclaba y la alcanzaba con la sangre real. Salteó, pues, éste al rey con lisonjas muchas y con muchas astucias. Entendiendo la condi­ción de Herodes muy a su placer, obedecíale, tanto en pala­bras cuanto en las obras, en todo, por lo cual vino a ganar con el rey muy grande amistad; porque el rey y todos los principales que con él estaban, preciaban y tenían en gran estima al ciudadano de Esparta. Pero cuando él vió la flaqueza de la Casa Real y las enemistades de los hermanos, y conoció también qué tal ánimo tuviese el padre con cada uno de los hijos, posaba en casa de Antipatro y engañaba a Alejandro con amistad muy fingida, fingiendo que en otro tiempo había sido muy anúgo de Arquelao y muy compañeros; y así tam­bién se entró por esta parte algo más presto, porque luego fué muy encomendado a Aristóbulo por su hermano Alejan­dro. Y habiendo experimentado a todos, tomaba a unos de una manera y a otros cebaba con otra.

Así, primero quiso recibir sueldo de Antipatro y vender a Alejandro; reprendía a Antipatro, porque siendo el mayor de sus hermanos, menospreciase a tantos como andaban ace­chando por quitarle la esperanza que tenía; reprendía por otra parte a Alejandro, porque, siendo hijo de una reina y marido de otra, sufriese que un hijo de una mujer privada y de poco, sucediese en el reino, mayormente teniendo tan grande ocasión con Arquelao, que parecía mostrarle todo favor y persuadirle lo que para él era mejor y más conveniente. Esto lo creía fácilmente el mancebo, por ver que le hablaba de la amistad de Arquelao. Por lo cual, no temiendo algo Alejandro, quejábase con él de Antipatro, y contábase las causas que a ello le movían, y que no era de maravillar que Herodes les privase del reino, pues había muerto a la madre de ellos.

Fingiendo Euricles con esto que se dolía y tenía compasión de ellos, movió e incitó a Aristóbulo a que dijese lo mismo, y habiéndolos forzado a quejarse de su padre, vínose a Antipa­tro, y contóselo todo, haciéndole saber las quejas de sus her­manos. Fingiendo más aun, que sus hermanos le habían bus­cado asechanzas por matarle, y que estaban muy aparejados para quitarle la vida siempre que pudiesen. Habiéndole dado por estas cosas Antipatro mucho dinero, loábalo delante de su padre.

Vino finalmente a comprar la muerte de sus hermanos Alejandro y Aristóbulo, haciendo él mismo las partes de acu­sador; y llegando delante de Herodes, díjole que confesaba deberle la vida por beneficios que le había hecho, en pago de los cuales estaba muy pronto por perderla; que Alejandro había poco antes pensado matarlo y se lo había a él prometido con juramento, mas había sido impedido poner por obra tan gran maldad por causa de la compañía; que Alejandro decía que Herodes no lo hacía bien con él, que hubiese venido a reinar en un reino extraño, y después de matar a su madre, les hubiese quitado el debido ser de principes, y con esto aun no contento, había hecho heredero un hombre bajo y sin nobleza, y quería dar a Antipatro, hijo no legítimo, el reino a ellos debido por sus antepasados y primeros abuelos; que, por tanto, quería él venir para vengar las almas de Hircano y de Mariamma; porque no convenía recibir de tal padre la sucesión del reino sin darle la muerte, y que cada día era movido a hacerlo por muchas ocasiones que le daba, pues no tenía licencia de hablar algo sin ser engañado y acusado; porque si se trataba de la nobleza de los otros, era él injuriado sin razón, diciendo el padre por burla que sólo Alejandro era noble y generoso, a quien su padre le es afrenta por falta de nobleza, y que si, yendo a caza, callaba, ofendía, y si hablaba algo en sus loores, le decían luego que era engañador; que en todo hallaba cruel a su padre, el cual a Antipatro sólo regalaba, por lo cual no quería dejar de morir si no le sucedían sus asechanzas y engaños como querían, y que si lo mataba, el primer socorro que había de tener sería el de Arquelao, su suegro, a quien fácilmente podía acudir, y después a César, que hasta este tiempo ignoraba las costumbres de Herodes; que no le había ahora de favorecer como antes había hecho, temiendo la presencia de su padre, y que no sólo había de hablar de sus culpas, pero que primero había de contar las desdichas de la gente, y había de divulgar que los hacía pechar y pagar tributos hasta la muerte; que después había de decir en qué placeres y en qué hechos se gastaban los dineros que con tantas vidas de hombres y derramando tanta sangre se han alcanzado; qué hombres y cuáles han con ellos enrique­cido; qué haya sido la causa de la aflicción de la ciudad, y que en esto había de llorar y lamentar la muerte de su abuelo y de su madre, descubriendo todas las maldades del rey, para que los que las supiesen no pudiesen juzgar ni tenerlo por matador de su padre.

Habiendo Euricles dicho todas estas cosas contra Alejan­dro falsamente, loaba mucho a Antipatro, diciendo y afir­mando que él era sólo el que amaba a su padre y el que impedía que las asechanzas puestas no alcanzasen su fin. Habiendo el rey oído esto, no teniendo sosegado su corazón aun de la sospecha pasada, ni pasado aún el dolor, fué con ésta de nuevo en gran manera perturbado.

Alcanzando Antipatro esta ocasión, movió otros acusa­dores que acusasen a sus hermanos y dijesen que los habían visto tratar secretamente con Jucundo y con Tiranio, prin­cipales hombres de la caballería del rey en otro tiempo, y que por algunas ofensas hechas ahora, eran desechados de su orden.

Movido, pues, y muy enojado Herodes con esto, mandólos luego poner a tormento; pero ellos solamente confesaron que no sabían algo en todo aquello de lo cual les habían acusado. Fué presentada en este tiempo una carta escrita como de Alejandro al capitán del castillo de Alejandría, en la cual le rogaba que se recogiese con su hermano Aristóbulo en el castillo, si mataban al padre, y los dejase servir tanto de armas como de todo lo demás que necesidad tuviesen. Res­pondió a esto Alejandro que era maldad y mentira muy grande de Diofanto, el cual era notario y escribano del rey, hombre muy atrevido, astuto y muy diestro en imitar y contrahacer la letra de cuantas manos quisiese. Este, a la postre, habiendo escrito muchas cosas falsamente, murió por esta causa. Habiendo después atormentado al capitán del cas­tillo, que arriba dijimos, no pudo Herodes entender ni al­canzar de éste algo conforme a las acusaciones; pero aunque ninguna certidumbre se pudiese alcanzar de todo cuanto pe­día, todavía mandó que sus hijos fuesen muy bien guardados, y dió a Euricles, que era la pestilencia de su casa y el autor de aquella maldad, cincuenta talentos, diciendo que le debía mucho y que era el que le había dado la salud y la vida.

Antes que la cosa se divulgase más, vínose Euricles co­rriendo a Arquelao, y dióle a entender cómo había reconciliado a Herodes con Alejandro, por lo cual recibió también aquí mucho dinero. Pasando luego de aquí a Acaya, usó de las mismas maldades y traiciones, pensando alcanzar más de lo mal ganado, pero a la postre todo lo perdió; porque fué acusado delante de César de que había revuelto toda Acaya y robado las ciudades, por lo cual le desterraron, y de esta manera le persiguieron ¡as penas que había hecho padecer a Aristóbulo y Alejandro.

Digna cosa me parece hacer comparación de Coo Evarato con este Esparciata, del cual hemos hasta aquí tratado; porque siendo a u' muy amigo de Alejandro, y habiendo venido en el el mismo tiempo que estaba Eurieles allí, pidiéndole el rey que le dijese si sabía algo en todas aquellas cosas de las cuales eran los mancebos acusados, respondió y juró que nunca tal había oído. Pero no aprovechó esto a los desdichados con Herodes, quien solamente daba oído a los acusadores y maldicientes, y juzgaba por muy amigo suyo el que creyese lo mismo que él creía, y se moviese con las mismas cosas.

Incitaba y movía también Salomé su crueldad contra los hijos, porque Aristóbulo, por ponerla en peligro y en revuel­tas, había enviado a decir a ésta, que era su tía y suegra, que se proveyese y mirase por sí; que el rey la quería matar por haberle otra vez hecho enojo y acechado; porque deseando casarse con el árabe Sileo, el cual sabía ella que era enemigo de Herodes, le descubría secretamente los enemigos del rey. Esto fué lo postrero y lo mayor, con lo cual fueron los mancebos atormentados, ni más ni menos que si fueran arrebatados por un torbellino. Luego Salomé vino al rey y descubrióle lo que Aristóbulo le aconsejaba. No pudiendo sufrir el rey esto, antes encendióse con muy gran ira, mandó atarlos cada uno por SÍ, y ponerlos apartados el uno del otro, que fuesen muy bien guardados.

Después mandó a Volumnio, maestro y capitán de la gente de guerra, y a un amigo suyo muy privado, llamado Olimpo, con todas las acusaciones que partiesen para donde César esta­ba, y llegado que hubieron a Roma, presentaron las letras del rey.

A César le pesó mucho por los mancebos, pero no tuvo bien quitar el derecho y poder que el padre tiene en los hijos y escribiále que fuese él de aquella causa justo juez como señor de su libre albedrío; pero que sería mejor si se quejaba de ellos y proponía su causa delante de todos sus parientes cercanos y regidores, quejándose de lo que contra él habían cometido, y que si los hallaba culpados dignamente en aquello de lo cual eran acusados, en la hora misma los hiciese morir; pero si hallaba que solamente habían pensado huir, que se contentase con pena y castigo mesurado.

Herodes obedeció a lo que César le había escrito, y ha­biendo llegado a Berito, adonde César le mandaba, juntó su consejo. Fueron presidentes aquellos a los cuales César había escrito; Saturnino y Pedanio fueron legados o embajadores, y con ellos el procurador Volumnio y los amigos y allegados del rey. También fué con ellos Salomé y Feroras. Después de éstos, los principales de Siria, excepto el rey Arquelao, porque He­rodes, o tenía por sospechoso, por ser suegro de Alejandro.

Pero fue muy cuerdo en no sacar a sus hijos al juicio, porque sabía que si los vieran, fácilmente se movieran a mi­sericordia todos los que habían de juzgarlos, y que si alcan­zaban licencia para responder, Alejandro sólo bastaba para deshacer todas las acusaciones y cuanto les era levantado. Esta­ban, pues, guardados en un lugar llamado Platane, el cual era de los sidonios.

Comenzando, pues, el rey sus acusaciones, hablaba como si los tuviera delante, y proponíales las asechanzas que le ha­bían buscado, algo temeroso, porque las pruebas para esto faltaban; pero decía muchas malas palabras, muchas injurias y afrentas, y muchas cosas que habían hecho contra él, y mostraba á los jueces cómo eran cosas aquellas más graves que la muerte. Al fin, como ninguno le contradijese, comenzóse a quejar de sí mismo, diciendo que alcanzaba una victoria muy amarga, pero rogóles a todos que cada uno dijese su parecer contra sus hijos. El primero fué Saturnino, que dijo merecer los mancebos pena, pero no la muerte: porque no es cosa lícita, ni le era permitido, teniendo allí presentes tres hijos, condenar a muerte los hijos de otro. Lo mismo pareció al otro legado, y a éstos siguieron algunos de los otros. Volumnio fué el pri­mero que pronunció la sentencia triste, los demás luego tras él, unos por envidia, otros por enemistad, y ninguno dijo que los hijos debían ser sentenciados, por enojo ni por indig­nación.

Estaba entonces toda Judea y toda Siria suspensa, aguar­dando el fin de esta tragedia, pero ninguno pensaba que Hero­des había de ser tan cruel que matase sus propios hijos.

Herodes trajo consigo a sus hijos a Tiro, y de allí los llevó luego, poniéndose en una nao hasta Cesárea, y comenzó a pensar a qué género de muerte los sentenciaría. Estando en esto, había un soldado viejo M rey, llamado por nombre Tirón, el cual tenía un hijo muy amigo y aliado con Alejandro; amaba él también mucho a estos mancebos, y con grande enojo rodeaba la ciudad, y gritaba con la voz muy alta, que la justicia era Pisada y que iba por bajo los pies, la verdad habla perecido, naturaleza estaba confusa, la vida de los hombres estaba ya muy llena de maldades, y más todo aquello que podía decir con enojo, menospreciando su vida. Después osando parecer delante del rey, dijo estas palabras: «Paréceme ser el más desdichado del mundo, pues das fe contra tus propios y amados hijos a los malos hombres del mundo; porque Feroras y Salomé tienen crédito contigo en todo cuanto contra tus hijos dicen, los cuales tú mismo has muchas veces juzgado por muy dignos de la muerte. ¿Y no ves que no entienden ni tratan otra cosa, sino que, hecho huérfano de tus justos herederos, quedes con solo Antipatro, deseando alzarse con el reino y prender al rey? Y piensa si será aborrecido de todos los soldados Antipatro por la muerte de sus hermanos. Ninguno hay que no tenga gran compasión de estos mancebos, y sepas que muchos príncipes están por ello muy enojados, y trabajan ya en mostrarte el enojo que por ello tienen." Diciendo estas cosas, nombraba por sus nombres todos aquellos a los cuales pesaba por ello y parecía cosa muy indigna y muy injusta.

Entonces un barbero del rey, llamado por nombre Trifón, no sé por qué locura movido, salió delante de Herodes mostrándose en medio de todos, y dijo: «A mí me persuadió este Tirón que cuando te afeitase, te degollase con mi navaja, y me prometía que si lo hiciese, Alejandro me daría muy grandes dones." Habiendo Herodes oído estas cosas, mandó prender a Tirón, a su hijo y al barbero, y mandóles dar tormento. Como Tirón y su hijo negasen, y el barbero no dijese ya algo, mandó atormentar más reciamente a Tirón; y el hijo, movido por tener gran lástima y piedad de su padre, prometió al rey descubrirle la verdad de todo cuanto pasaba, si mandaba perdonar a su padre y que cesasen los tormentos. Habiéndolo hecho Herodes, después de mandado librar de ello, dijo el hijo que su padre había tenido voluntad de matarle, movido para ello por Alejandro.

Bien conocían muchos que esto era fingido por el hijo, por librar a su padre de la pena y tormentos, aunque otros lo tenían por gran verdad. Pero Herodes, acusando a los príncipes de sus soldados y a Tirón, movió al pueblo contra ellos, de tal manera, que todos y el barbero también murieron a palos y a pedradas, y enviando sus hijos ambos a Sebaste, ciudad no muy lejos de Cesárea, mandólos ahogar, y puesta diligencia en este negocio, mandólos traer al castillo Alejandro, después de muertos, para que fuesen sepultados con Alejandro, abuelo de ellos de parte de la madre. Este, pues, fué el fin de la vida de Alejandro y Aristóbulo.

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