Capítulo III. Del estrago de los gadarenses, y cómo se rindieron.

Pretendiendo Juan hacerse tirano, teníase por afrentado en no ser tenido en más que los otros, y juntándose con los peores que podía hallar, trabajaba en apartarse de aquellos con los cuales estaba. Hacíase conocer y sentir en no obedecer a los pareceres y determinación de los otros y en mandar más soberbiamente lo que quería.

Juntábanse con él algunos por miedo, otros de grado, por­que era hombre maravilloso en engañar y persuadir lo que quería; muchos por ver que les era más seguridad seguirlo y hacer que la causa de las culpas cometidas se atribuyese a uno y no a todos: también, porque era hombre muy esfor­zado y de buen consejo, tenía muchos de su guarda, aunque muchos de la otra parte contraria lo habían ya dejado por tenerle envidia, pensando ser cosa grave sujetarse a uno que poco antes era igual con ellos: tenían por cierto que, si una vez él tomaba fuerzas, sería muy difícil derribarle, y temían que, por haberle ellos resistido al principio, no tomase ocasión fácilmente contra ellos para darles la muerte: por tanto, pues, cada uno preciaba más sufrir cualquiera cosa en la guerra, que, entregándose de voluntad, perecer como esclavo. En esto, pues, se levantaron las parcialidades y revueltas, y Juan rei­naba en la parte contraria y discordante con la otra: tenían éstos todas sus cosas muy en orden y muy fuertes con sus guardas, y así nada se hacía, o ciertamente poco, cuando algu­na vez acontecía trabarse en alguna pelea o escaramuza: to­nnaron principalmente contienda contra el pueblo, y todos trabajaban por quién más robaría. Estando, pues, la ciudad muy trabajada con estas tres cosas, guerra, señorío y revueltas o sediciones, parecióle al pueblo el menor mal de todos estos tres, comparados entre sí, el de la guerra; por lo cual, dejando los asientos de su patria natural, huían a los extranjeros, y por beneficio de los romanos alcanzaban salud, la cual no hallaban entre los mismos suyos naturales.

El cuarto mal que padecían, y que se movió por destruc­ción de esta gente, fué que cerca de Jerusalén había un fuerte castillo, hecho para poner en él las riquezas necesarias para la guerra, edificado por los reyes antiguos para defender en él sus vidas y curar sus cuerpos: llamábase por nombre Ma­sada; había sido éste ocupado por aquellos matadores, por­que deteníanse y recogíanse allí con temor de robar cosas que fuesen más importantes. Viendo éstos que el ejército de los romanos estaba ocioso, y que los judíos habían salido de Jerusalén, por temor de venir en servidumbre y por la dis­cordia que entre ellos tenían, atreviéronse a peores cosas y a mayores maldades.

El día de la fiesta de la Pascua, que era fiesta solemne­mente celebrada por los judíos en memoria de la libertad y salida de la servidumbre de Egipto, engañados una noche, los contrarios dieron asalto a un fuerte de Engada, de donde echaron peleando a todos los judíos esparcidos, antes que pudiesen valerse ni tomar armas; pero de los que no pudieron huir o se cansaron huyendo, entre muchachos y mujeres, ma­taron más de setecientos, y dando después saco a las casas, robaron los frutos que estaban ya maduros y lleváronselos a Masada, y éstos andaban rodando todos los lugarejos que estaban alrededor del castillo y destruyendo toda aquella región; llegándose cada día muchedumbre de aquellos hom­bres perdidos, moviéronse también a robar todos los lugares y partes de Judea que estaban aún sin revueltas: y como suele acontecer que cuando es fatigado el principal miembro del cuerpo con algún dolor, es necesario que todos los otros miembros lo sientan y se conduelan, así también por la re­vuelta de la ciudad, y por la discordia que tenían, hallaron ocasión y licencia los ladrones malos y perversos que de fuera estaban. Habiendo, pues, cada uno por sí dado saco a su propio lugar, huíanse después a la soledad o al desierto; conjurándose a compañías y juntándose unos con otros eran menos que ejército, pero muchos más que una compañía de ladrones; acometían y entrábanse por todos los lugares y templos que había: seguíase de aquí, como ser suele en las guerras, que eran muchas veces maltratados por aquellos que ellos mismos acometían, pero proveíanse ellos antes de la venganza, huyendo luego después que habían robado, y de esta manera ninguna parte había de Judea, la cual, junta­mente con Jerusalén, ciudad excelentísima, no pereciese.

Dieron nuevas de esto a Vespasiano los que se huían y se pasaban a él como mejor podían; porque aunque los revol­vedores y amotinados guardaban todos los pasos, y cuando alguno se llegaba a ellos luego a la hora lo mataban, empero había siempre algunos que huían y se pasaban a los romanos secretamente, y amonestaban al capitán romano que soco­rriese a la ciudad y conservase lo que del pueblo quedaba, porque muchos habían sido muertos por haber deseado bien a los romanos, y muchos había aún vivos en peligro por la misma causa.

Teniendo compasión Vespasiano, y misericordia de la des­trucción de éstos, llegóse más cerca, como para poner cerco :a Jerusalén, aunque a la verdad no venía sino por librarlos del cerco de aquellos malos, con esperanza principal de suje­tarlos, sin dejar por defuera algún impedimento que pudiese obstarle e impedirle el cerco.

Como, pues, ya hubiese llegado a Gadara, ciudad prin­cipal y la más fuerte de la región de la otra parte del río, a cuatro días del mes de marzo entró en ella: la gente principal de esta ciudad había ya enviado a Vespasiano embajadores, haciéndole saber cómo estaban prestos para rendirse, y esta no menos por deseo de tener paz, que por guardar sus bienes y patrimonios.

Había muchos ricos en Gadara, y los enemigos no sabían algo de la embajada que ellos habían enviado a los romanos, sino que conociéronlo por ver que Vespasiano llegaba a la ciudad: desconfiaban de poder guardar la ciudad, por ser en número menor que los enemigos que dentro de ella había, y por otra parte veían que los romanos ya no estaban lejos. Si determinaban huir, teníanlo por deshonra irse sin dar cas­tigo, y sin derramar sangre por los daños que habían reci­bido: por esta causa prendieron a Doleso; era éste, en su dignidad y nobleza, príncipe de la ciudad, y aun había sido autor de darse a los romanos, y luego lo mataron; y con la ira demasiada que tenían, habiendo azotado a éste después de muerto, saliéronse de la ciudad.

Llegándose ya después algo más cerca el ejército de los romanos, con voces y alegría grandes recibió todo el pueblo a Vespasiano dentro de la ciudad, y tomáronle la mano y su fe por señal que serían libres de todo daño, y así envió parte de la gente que tenía de a pie y de a caballo contra los que huían: los muros habían sido destruídos antes que los roma­nos llegasen, para dar fe y crédito de que deseaban la paz, si, aunque quisiesen hacer guerra, mostraban serles imposible. Vespasiano, enviando a Plácido con quinientos caballos y tres mil infantes contra los que de Gadara habían huído, volvíase con toda la otra gente a Cesárea.

Los que huían, viendo los que venían detrás a perseguir­les, antes de caer en manos de ellos, recogiéronse en un lugar que se llamaba Bethenabro; y hallando allí muchos mancebos, armaron a unos de grado y a otros por fuerza, y salieron loca­mente contra Plácido y contra la gente que con él venía. Al principio, cuando los romanos los vieron, hicieron como que huían algún poco, y esto fué por hacer retirar a los enemigos de los muros; pero después, cercándolos en un lugar opor­tuno, heríanlos con sus armas bravamente. Los judíos que huían eran salteados por la gente de a caballo romana; y los que se trababan a pelear, eran muertos y despedazados por la gente de a pie, sin que pudiesen mostrar ya más atrevi­miento; porque quisieron acometer a los romanos, estando éstos juntos y muy en orden, rodeados con sus armas no me­nos que de un muro muy fuerte, de tal manera, que las armas y saetas que contra ellos echaban, no hallaban entrada ni cabida alguna; además de esto, no eran bastantes para romper el escuadrón, y eran muy heridos con las saetas y armas de los romanos; y con todo se echaban ellos, muriendo como crueles bestias, unos por las armas de los romanos, y otros esparcidos y derramados por la gente de a caballo, porque Plácido hacía gran diligencia en cerrarles la vuelta al lugar, por lo cual corría muchas veces hacia aquella parte; y haciendo volver a los que iban hiriendo, aprovechábase tam­bién contra ellos de saetas y dardos: mataba con ellos a los que más cerca estaban, y ponía tan gran miedo a los que huían, que los hacía volver, hasta tanto que, escapándose los que pudieron ser más fuertes, recogiéronse al muro.

Las guardas de él no sabían lo que debían hacer. No podían sufrir que por causa de los suyos fuesen los gadarenses echados, y si los recibían, veían que habían de morir junta­mente con ellos, lo cual también sucedió como pensaban: por­que siendo forzados a recogerse al muro, saltaron contra ellos los caballos romanos; cerrando las puertas antes.

Plácido allegó su gente, y estuvo combatiendo el muro hasta la tarde, hasta tanto que lo ganó, y con él también ganó el lugar. Aquí era entonces muerto el ignorante y des­armado vulgo; pero huían los que más fuertes eran: las casas eran robadas por los soldados, y el lugar fué todo quemado.

Los que se libraron huyendo de allí, movieron a que toda aquella región huyese; y levantaban más de lo que era su propia destrucción, diciendo que todo el ejército de los roma­nos venía: llenáronlo todo de temor y todo lo amedrentaron, y juntándose gran número de ellos, huyeron a Jericó; esta ciudad les daba alguna esperanza de salud, por saber que era fuerte y muy bien poblada.

Plácido determinó seguirlos con su gente, confiado en el suceso próspero que había tenido, matando siempre a cuan­tos hallaba, hasta que llegó al Jordán. Y hallando toda la muchedumbre que huía juntada y detenida por el gran ím­petu y fuerza del río, que venía tan grande y tan lleno con las aguas de las lluvias, no siendo posible pasar el vado, allí juntos los acometió.

Fueron, pues, forzados a pelear, porque no podían huir, v extendidos por lo largo de la ribera recibían las armas de los de a caballo, por las cuales muchos cayeron en el río heridos; los que por sus manos de ellos fueron muertos, lle­garon a número de trece mil; otros, no pudiendo sostener tanta fuerza, echáronse ellos mismos de grado en el río Jordán; este número era infinito: fueron también presos dos mil doscientos hombres, con gran robo de ovejas, asnos, ca­mellos y bueyes.

Esta llaga que los judíos recibieron, aunque era igual con todas las pasadas, pareció todavía mayor en sí de lo que era, no sólo por haber llenado toda aquella región, de la cual habían huído, de cuerpos muertos, pero aun también porque el Jordán no podía hacer su camino: tan lleno estaba de hombres muertos.

La laguna de Asfalte estaba también llena de ellos, los cuales después fueron esparcidos por muchas riberas.

Habiéndole sucedido a Plácido todo prósperamente, de­terminó ir a los lugares cercanos de allí y fuertes; y tomando a Juliada, Avila y Besemoth, que estaban hacia la laguna de Asfalte, puso en cada uno de ellos los que le parecieron idóneos de los que a él se habían pasado. Poniendo después su gente en navíos, sujetó a los que se habían recogido al lago.

Toda aquella región se rindió a los romanos de la otra parte del río, y todo fué hasta Macherunta sujetado.

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