Capítulo IX. De los hechos de Simón contra los zelotes.

Habiendo Simón recibido de los zelotes su mujer, púsose en camino para seguir lo que de Idumea le quedaba: afligidos, pues, por todas partes, hizo que muchos huyesen a Jerusalén, y él también aparejaba su camino para allá.

Cercando, pues, los muros, si hallaba que alguno de los trabajadores, viniendo del campo, se llegaba al pueblo, luego lo mataba. Más cruel era Simón con el pueblo que hallaba por defuera, que los romanos; y los zelotes por de dentro eran mucho más crueles que Simón y que los romanos, por­que los galileos los incitaban y movían con nuevas inven­ciones y con hechos muy atrevidos. Ellos habían levantado y hecho poderoso a Juan, y Juan, por agradecerles lo que habían hecho por él, permitíales hacer cuanto querían.

Los hurtos, la codicia, y la inquisición que hacían en las casas de los ricos, eran insaciables en todo. Mataban los hom­bres y deshonraban las mujeres por juego y pasatiempo; y comiendo la sangre y bienes de la gente sin temor y sin algún miedo, después de haberse hartado, ardiendo de lujuria y deseo desordenado de las mujeres, vestidos con hábito de mujeres, arreados los cabellos y lavados con ungüentos, her­moseábanse los ojos por agradar con su forma y gentileza: imitaban no sólo la manera de las mujeres en el vestir, pero aun también la desvergüenza de ellas, y con fealdad y sucie­dad demasiada, hacían ayuntamientos contra toda ley y dere­cho: estaban como en un lugar deshonesto y público, y pro­fanaban la ciudad con maldades y hechos muy sucios y sin vergüenza.

Todavía, aunque parecían mujeres en la cara, eran muy prontos para hacer matanzas y dar muerte a muchos: y per­diendo sus fuerzas con las cosas que hacían, todavía saliendo a pelear, luego estaban inuy hábiles; y sacando las espadas debajo de los vestidos que de diversos colores traían, mataban a cuantos acaso les venían al encuentro.

Los que huían de Juan, daban en manos más crueles, es a saber, de Simón, y de esta manera el que huía del tirano de dentro, daba en poder del otro que cerca estaba, y era luego muerto. Estaba cerrado por todas partes el paso a los que quisiesen huir y recogerse a los romanos.

Los idumeos que estaban entre las compañías de Juan, dis­cordaban; y apartándose de los otros, armáronse contra el tirano, no menos por envidia de verlo tan poderoso, que por odio de ver su gran crueldad; y peleando con la otra parte, ma­taron muchos de los zelotes, e hicieron recoger todo lo res­tante de la gente al Palacio Real que había Grapta edificado; ésta era una parienta de Izata, rey de los adiabenos. Entrando, pues, en él por fuerza los idumeos, hicieron que los zelotes se recogiesen en el templo, después de lo cual robaban el di­nero que Juan allí tenía, porque él solía vivir en el palacio, y había puesto y dejado allí los despojos del tirano.

Estando en estas cosas los zelotes, que andaban esparcidos por la ciudad, juntáronse con aquellos que habían huido al templo, y Juan determinaba hacerlos salir contra el pueblo y contra los idumeos. No se había de temer tanto la fuerza de éstos, cuanto el atrevimiento de que saliesen de noche calla­damente del templo, y desesperándose ellos mismos, pusiesen fuego a la ciudad. Por esto, juntos con los pontífices, buscaban manera para guardarse de esto; pero Dios mudó aún en peor el parecer de esta gente, que pensaba alcanzar remedio con cosa aun peor que la muerte; porque determinaron echar a Juan, recibir a Simón, y dar lugar al otro tirano, y aun suplicárselo con ruegos. Pusieron esta determinación en efecto, y enviaron al pontífice Matías que rogase a Simón, a quien antes habían muchas veces temido, que viniese y entrase; lo mismo tam­bién, juntamente con éstos, rogaban a aquellos que habían huido de Jerusalén por temor de los zelotes, con deseo cada uno de recobrar su casa y hacienda.

Prometiéndoles él hacerse señor de todo demasiado sober­biamente, entró como por librar la ciudad de tantos agravios, gritándole todos delante como a hombre que les traía la salud; y al estar dentro con su gente, luego pensó en alzarse con todo, y tenía por no menos enemigos aquellos que lo habían llamado, que a los otros contra quienes había venido.

Siéndole prohibido a Juan salir del templo con la mu­chedumbre de los zelotes que consigo traía, habiendo perdido cuanto tenía en la ciudad, porque Simón con sus compa­ñeros lo había robado, desesperaba ya de alcanzar salud.

Acometió Simón el templo, ayudándole el pueblo: aqué­llos trabajaban en resistirles por los portales y torres que había, y muchos de la parte de Simón eran derribados, y mu­chos se recogían heridos, porque los zelotes hacia la mano derecha eran más poderosos, y allí no podían ser heridos. Y aunque de sí el lugar les favorecía, habían también hecho cuatro grandes torres, por poder tirar de allí sus armas contra los enemigos: una a la parte oriental, otra hacia el septentrión, la tercera encima del portal: en la otra ladera, hacia la parte baja de la ciudad, estaba la cuarta sobre el aposento de los sacerdotes, adonde, según tenían costumbre, solía un sacerdote ponerse al mediodía como en un púlpito, y hacer saber, significándolo con son de trompeta, cuándo era el sábado de cada semana, y luego a la noche, cuándo se acababa; y hacían saber al pueblo cuáles eran los días de trabajo y cuáles los de fiesta.

Ordenaron por estas torres muchas ballestas e ingenios para echar grandes piedras, y pusieron también muchos ba­llesteros y hombres hábiles en tirar de la honda.

Con estas cosas, algo con menos ánimo se movía Simón a hacerles fuerza, como muchos de los suyos aflojasen; pero confiando que tenía mayor ejército, llegábase más cerca, por­que las saetas e ingenios que tiraban, como alcanzaban a mu­chos, así también los mataban.

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