Capítulo X. De cómo Vespasiano fué elegido emperador.

No faltaron males a los romanos en este mismo tiempo, porque Vitelio había venido de Germania con ejército y muchedumbre de otra gente; y como no pudiesen caber en el lugar y alojamiento que les había sido señalado, servíase de toda la ciudad como de tal, y llenó todas las casas de gente de armas. Como éstos viesen las riquezas de los romanos, cosa muy nueva delante de ellos, espantados al ver tanto oro y tanta plata, apenas podían refrenar su codicia, de tal manera, que ya se daban a robar y mataban a los que trabajabn en de­fenderse e impedírselo. Ls cosas, pues, de Italia, en tal estado estaban.

  Habiendo ya Vespasiano destruido todo cuanto cerca de Jerusalén había, volvíase hacia Cesárea, y entendió las re­vueltas de los romanos, y que Vitelio era el príncipe de ellas. Con esto recibió gran enojo, no porque no supiese también sufrir el imperio de otro como imperar él mismo, pero por tener por señor muy indigno aquel que se había alzado con el imperio. No podía, pues, sufrir este dolor con el tormento que le daba, ni podía tampoco entender ni dar razón en otras guerras, viendo que su patria era destruida.

  Pero cuanto la ira lo movía a tomar venganza de esto, tanto también se detenía por ver cuán lejos estaba, y que la fortuna podía innovar mucho las cosas antes que él llegase a Italia, principalmente siendo invierno. Por esto trabajaba en refrenar algo más su ira. Los capitanes, juntamente con los soldados, trataban ya públicamente de aquellas mutaciones tan grandes, y daban gritos, muy indignados y con enojo, por saber que había alojado gente de guerra dentro de Roma, diciendo que estaba holgazana y perdían la reputación y nom­bre que de hombres de guerra tenían, pudiendo dar el imperio a quien quisiesen, y elegir emperadores, con la esperanza que de su propia ganancia tenían. Que ellos, que estaban envejecidos con las armas, después de tantos trabajos, a otros daban el poder, teniendo entre ellos varón que más dignamente merecía el imperio; y que si dejaban perder esta ocasión, ¿cuándo podrían mejor, con más justa y razonable causa, hacerle gracias y pagarle según su amistad y benevolencia re­quería?

 Y que tanto era más justo que fuese elegido por emperador Vespasiano y no Vitelio, cuanto eran más dignos, y para ellos mismos, que no aquellos que lo habían declarado y elegido; porque no habían ellos sufrido menos guerras que aquellos que habían venido de Germania; ni eran para menos en las cosas de las armas ellos, que aquellos que sacaba de Germanía el tirano. Y que en elegir a Vespasiano no habría duda ni re­vuelta alguna, porque ni el Senado ni el pueblo romano ha­brían de querer más las codicias y deshonestidades de Vitelio, que la bondad y vergüenza de Vespasiano; ni por un empera­dor bueno, un cruel tirano; ni habrían de desear por príncipe al hijo y desechar al padre; porque gran seguridad y defensa es de la paz la verdadera bondad en el emperador.

  Por tanto, si el imperio se debía dar a quien fuese viejo, sabio y experimentado, ya tenían a Vespasiano; y si a quien fuese mancebo y esforzado, con ellos estaba Tito; que de la edad de entrambos podían elegir lo que más fuese conveniente, y que no sólo mostrarían ellos haber de valer el emperador que ellos habían declarado, teniendo tres legiones y más ayuda de tantos reyes; pero aun también todo el Oriente y parte de la Europa que no temían a Vitelio. Además de esto tenían en defensa de Vespasiano, en Italia, un hermano suyo y un otro hijo, el uno de los cuales confiaban que había de juntar consigo la mayor parte de los mancebos y juventud romana, y el otro era regidor de la ciudad, que es parte muy principal en la elección del emperador. Y si finalmente ellos cesasen, por ventura el Senado romano les declararía un tal príncipe a quien no tuviesen por bastante ni suficiente los soldados.

  Estas cosas se hablaban al principio en secreto; y después, animando los unos a los otros, proclamaron por emperador a Vespasiano, y rogábanle que defendiese el imperio, que en tan gran peligro estaba. Éste había tenido en otro tiempo cuidado de todo; pero, en fin, ahora no quería imperar, te­niéndose por sus hechos por muy digno de ello; preciaba más tener segura su vida, que ponerse en peligro por ensalzar y en­grandecer su fortuna.

  Cuanto más él rehusaba, tanto más los capitanes lo im­portunaban y los soldados le amenazaban, rodeándolo y po­niéndolo en medio de sus armas, que lo matarían si no quería vivir y recibir la honra que sus hechos merecían: mas, en fin, aunque lo rehusó mucho tiempo, hubo de recibir el im­perio, no pudiendo excusarse ni hacer otra cosa con aquellos que lo habían declarado por emperador.

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