Capítulo VI. De la destrucción de Gerasa, y juntamente de la muerte de Nerón, Galba y Othón.

Deseando Vespasiano cercar por todas partes los mo­radores de Jerusalén, levantó unos castillos en Jericó y en Adida, puso en ambas partes guarnición de gente romana y de la que le había venido en socorro. Envió también a Gerasa a Lucio Annio, dándole parte de su caballería y mu­cha infantería: éste, en el primer combate que dió a la villa, la tomó y mató mil mancebos que estaban en guarda, que no pudieron salvarse: llevó cautivas todas las familias, y per­mitió que sus soldados diesen saco a toda la ciudad; y habiendo después puesto fuego a todas las casas, dió contra los lugares que había par allí cerca.

Huían los que eran poderosos: los que no lo eran, eran muertos; y todo cuanto podían haber era puesto a fuego y destruídos todos los lugares por la fuerza de la guerra, así las montañas, como los que estaban por lo llano: los que vivían en Jerusalén no podían salir de allí, porque los que deseaban huir eran detenidos por los zelotes; y los que eran enemigos de los romanos, estaban rodeados y cercados por el ejército.

Habiendo, pues, Vespasiano vuelto a Cesárea, y apare­jándose para ir con todo su ejército contra Jerusalén, fuéle contada la muerte de Nerón, el cual había muerto después de trece años y ocho días de su imperio. Dejo de contar con cuántas deshonestidades afeó el imperio, con aquellos bella­cos Ninfidio y Tigilino, dejando la república romana a hom­bres muy indignos de ella: y cómo, preso por asechanzas de sus mismos criados y libertos, desamparado de toda la ayuda de los senadores, huyó con cuatro criados suyos de los más fieles a un burgo, adonde se mató él mismo; cómo fueron después de mucho tiempo muertos aquellos que le acompa­ñaron, y cómo se acabó la guerra de la Galia, también cómo vino de España Sergio Galba, elegido por emperador, y cómo fué muerto en medio de la plaza, reprendido por los solda­dos como hombre mujeril, afeminado y para poco, y fué declarado Othón por emperador, y cómo trajo su gente con­tra el ejército de Vitelio.

No me alargo en contar todas las revueltas que Vitelio causó, ni la batalla que se dió cerca del Capitolio: menos cómo Antonio, Primo y Muciano mataron a Vitelio y apa­ciguaron los ejércitos de los germanos: todo esto paso por silencio, confiado que muchos, así griegos como romanos, se han ocupado en dar de ello larga cuenta; pero por la orden y continuación del tiempo, por seguir la historia y por no cortarla en parte alguna, he tocado lo principal suma­riamente.

Vespasiano, pues, alargaba y difería la guerra con los de Jerusalén, esperando a quién elegirían por emperador después de Nerón: mas después que supo que Galba imperaba, no hacía cuenta de nada, antes tenía muy determinado no fatigarse ni trabajar en algo sin que el dicho Galba le escribiese primero sobre las cosas de la guerra. Todavía le enrió a su hijo Tito para darle el parabién, y que supiese lo que mandaba que hiciese de la guerra que con los judíos tenía comenzada.

Por esta misma causa navegó Agripa a verse con Galba, y pasando a Acáya con sus naos en el invierno, aconteció que Galba fué muerto después de siete meses y otros tantos días que era emperador.

Sucedióle Othón en el imperio, y gobernó la república tres meses.

No se espantó con todas estas mutaciones Agripa, antes prosiguió su camino a Roma.

Tito pasó de Acaya a Siria casi movido por voluntad de Dios, y de allí vínose a Cesárea a su padre muy oportu­namente y muy a tiempo.

Estando, pues, suspensos de todo, ondeando el imperio y señorío romano, sin saber en quién se sostendría, menos­preciaban y no tenían tanta cuenta con la guerra de los judíos; y teniendo miedo sucediese algo a su patria, temían acometer y emprender guerra contra los extranjeros.

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