Capítulo VII. De Simón Geraseno, príncipe de la nueva conjuración.

En este medio se levantó otra guerra dentro de Jeru­salén.

Había un hombre llamado Simón, hijo de Giora, natu­ral de Jerasa, mancebo en edad y menos viejo que Juan en sus astucias, el cual hacía mucho tiempo que se había apo­derado de la ciudad; mas era mucho más esforzado y atre­vido que Juan. Por lo cual, después que fué echado de la gobernación acrabatena principal por el pontífice Anano, juntóse con los ladrones que se habían alzado en Masada. Al principio teníase de éste gran sospecha, y le mandaron pasar al castillo que estaba más bajo con las mujeres que había consigo traído, y ellos estábanse en el más alto: otras veces, por ser tan conformes y tan parientes en las costum­bres, parecía ser hombre muy fiel, porque él era capitán de los que salían a robar: robaba y destruía todo aquel terri­torio de Masada juntamente con los otros, sin tener temor de ellos, esforzándolos para cosas mayores.

Era muy deseoso de señorear y codiciaba hacer grandes cosas; pero al saber la muerte de Anano, salióse hacia las montañas, y prometiendo con voz de pregón a sus esclavos la libertad y gran premio a los que eran libres, juntó con­sigo cuantos bellacos había en todas aquellas partes, y ha­biendo alcanzado ya bastante ejército, iba robando todos aquellos lugares que por los montes había. Y juntándosele siempre muchos en compañía, osaba bajar a los lugares que estaban por bajo; iba ya de tal manera, que las ciudades temían de él ciertamente: muchos de los más poderosos esta­ban amedrentados por ver su fuerza y cuán prósperamente le sucedían las cosas, y no era ya ejército de esclavos y ladro­nes solamente, sino aun muchos de los pueblos le obedecían no menos que a rey.

Corrían toda la tierra acrabatena, y toda la Idumea Mayor. Tenía un lugar llamado Naín por nombre, cercado de muro como castillo, para su guarda. En el valle que lla­man de Farán ensanchó muchas cuevas, además de muchas otras que halló aparejadas y muy en orden, de las cuales se servía de lugar para guardar lo que robaba: ponía allí todos los frutos que hurtaba, y había muchas compañías que allí se recogían; no dudándose que daría que hacer a los de Jerusalén con su gente y aparejo.

Por esto, temiendo los zelotes algunas asechanzas, y de­seando cortar el hilo al que veían subir demasiado contra ellos, salieron muchos armados. Vínoles delante Simón, y trabando pelea entre ellos, mató muchos, e hizo que se retirasen todos los demás a la ciudad; pero no osó cercarlos por no confiar tanto en sus fuerzas, y así trabajó en sujetar primero a Idumea.

Venía con veinte mil hombres en orden de guerra con­tra ella: los principales idumeos juntaron de aquellos cam­pos y lugares casi veinticinco mil hombres, de los que eran más aptos para la guerra; y dejando muchos más que guar­dasen sus casas y haciendas, por causa de aquellos salteadores que estaban en Masada, vinieron a esperar a Simón en los términos de Idumea, adonde rompieron ambas partes; y pe­leando todo el día, fuése después sin vencer y sin ser vencido.

El fué a un lugar llamado Naín, y los idumeos se vol­vieron a sus tierras.

No mucho después venía Simón con ejército mayor con­tra ellos, y puesto su campo en un lugar que se llama Thecue, envió a los que estaban en guarda del castillo Herodión (el cual estaba cerca) un compañero suyo llamado Eleazar, para persuadirles que le entregasen el castillo: tomáronlo las guardas, no sabiendo aún la causa de su venida, aunque des­pués que les hubo hablado y dicho que se rindiesen, desen­vainaron contra él y persiguiéronlo, hasta tanto que, no hallando lugar ni manera para huir, se echó del muro en el foso, y de esta manera luego murió.

Temiendo los idumeos las fuerzas de Simón, parecióles, antes de salir a la batalla, probar y descubrir la gente que el enemigo traía; ofrecióse para hacer esto prontamente Diego, uno de los regidores, pensando hacerles traición.

  Partiendo, pues, de Oluro, porque en este lugar estaba el ejército de los idumeos recogido, vínose a Simón, y con­certóse primero con él de entregarle su propia patria; y tomán­dole la palabra y la fe, que sería siempre muy su amigo, prometiéndole lo mismo de toda la Idumea.

Habiéndole Simón por estos conciertos dado un gran banquete con grande amistad, animado con grandes prome­sas, en la hora que volvió a los suyos, fingía con maldad que el ejército de Simón era mucho mayor; y habiendo des­pués amedrentado a los capitanes y regidores, y a toda la otra gente popular, trabajaba en persuadirles que recibiesen a Simón y le dejasen el señorío y mando sobre todos, sin pelear sobre ello.

Tratando estas cosas, enviaba también mensajeros que hiciesen que Simón saliese hacia ellos, prometiendo derribar y vencer a los idumeos, lo cual también ejecutó: porque lle­gándose ya el ejército, saltó luego en su caballo, y huyó con todos los compañeros que en aquella maldad estaban corrompidos.

Amedrentóse con esto todo el pueblo, y antes que vi­niesen a pelear, rompieron el orden con que venían, y vol­vióse cada uno a su casa.

De esta manera, pues, entró Simón sin que tal pensase, en Idumea, sin derramamiento alguno de sangre; y acome­tiendo el primer fuerte, que era Hebrón, lo tomó improvi­sadamente; y allí hizo gran saqueo y robó muchos frutos.

Los naturales de aquí dicen que Hebrón no sólo es más antiguo que todos los lugares y villas de Idumea, más aún también que Menfis, en Egipto, y se cuentan dos mil tres­cientos años después de su edificación: y cuentan que fué habitación de Abraham, padre de los judíos, después que dejó los asientos de Mesopotamia, y que sus descendientes pasaron de aquí a Egipto, cuyos monumentos y antigüedades aun parecen en la misma ciudad, hechos de mármol muy hermoso.

A seis estadios de este lugar está aquel grande árbol Terebintho, y dícese que dura hasta ahora, criado desde el principio del mundo.

De aquí pasó Simón por toda la Idumea, robando no solamente las ciudades y lugares adonde entraba, pero aun talando y destruyendo las tierras; porque además de la gente de armas que lo seguía, iban con él cuarenta mil hombres, y por ser tantos no tenían bastante provisión de las cosas necesarias.

Añadíase la crueldad de Simón a todas estas necesidades, y además de ésta, su ira, con la cual causó mayor destruc­ción a toda Idumea. Y como suele parecer el campo sin hojas después que la langosta ha pasado por él, así también por donde quiera que el ejército de Simón pasase, cuanto atrás dejaba, todo quedaba desierto y destruido: quemaba lo uno, destruía y derribaba lo otro, y poniendo bajo de los pies cuanto dentro de la ciudad o en los campos había nacido; caminando por la tierra labrada, la Hacían más dura que si fuera la más estéril del mundo; de manera que por donde ellos pasaban y adonde echaban la mano, no quedaba señal para conocer haber sido algo en otro tiempo.

Todas estas cosas movieron a los zelotes a que otra vez se revolviesen; pero temieron salir a pelear con ellos, y des­cubiertamente hacerles guerra: mas poniendo asechanzas y espías por los caminos, hurtaron la mujer de Simón, y muchos más de aquellos que le obedecían y estaban en su servicio, v luego se vinieron a su ciudad no con menor alegría que si hubieran preso a Simón, confiando que luego el dicho Simón dejaría las armas, y vendría a suplicarles por su mujer.

Por haberse llevado los enemigos a su mujer, no se amansó Simón, antes, mucho más airado, al llegar a los mu­ros de Jerusalén, como una fiera herida y embravecida por no poder coger a aquellos que la han herido, así mostraba su furia y su locura contra cuantos hallaba: y habiendo unos salido fuera de los puertas por traer hierbas, sarmientos y otras hortalizas, tanto los viejos como los mozos, a todos los azotaba hasta la muerte; de tal manera, que solamente pa­recía no quedarle otra cosa, según era la ira e indignación de su ánimo, sino comer y hartarse de los cuerpos de los muer­tos: a muchos cortaba las manos, y dejábalos volver a la ciudad, haciendo con esto que sus enemigos se amedrentasen y le tuviesen gran miedo, y también por excusar tantos daños y librar al pueblo de ellos.

Mandábales que dijesen cómo Simón juraba por el Dios regidor de todas las cosas, que si no le volvían muy presto su mujer derribaría el muro de la ciudad, y daría el mismo castigo a cuantos dentro estaban, sin perdonar a viejo ni mozo de cualquiera edad que fuese; y los que no merecían pena, pagarían también la culpa con los pecadores; hasta tanto que hizo con estos mandamientos que se amedrentasen, no sólo el pueblo, pero aun también con él los zelotes, y le enviaron a su mujer, con lo cual él ablandó su ira, su fuerza un poco, y cesó en la matanza grande que hacía.

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