Capítulo XII. Cómo el emperador Vespasiano dió libertad a Josefo.

Sabido, antes de lo que es posible pensar, que Vespa­siano era elegido por emperador en el Oriente, luego la fama se divulgó en todas partes. Todas las ciudades hacían fiestas y celebraban sacrificios por la alegría de tal embajada. Las legiones y gente que había en Mesia y en Panonia, que poco antes se habían levantado por saber el atrevimiento y audacia de Vitelio, prometieron servir a Vespasiano con mayor alegría y gozo.

Habiendo después Vespasiano vuelto de Cesárea y llegado a Berito, recibió allí muchos embajadores que le venían de­lante, de Siria y de otras muchas provincias, presentándole cada uno por sí las coronas, y dándole el parabién muy so­lemnemente.

Presentóse también Muciano, regidor de Egipto, denun­ciándole la gcneral alegría y contentamiento de todos aquellos pueblos, y haciéndole saber el juramento que había hecho hacer, y cómo todos lo habían recibido por príncipe y señor. Sucedíale a Vespasiano su fortuna en todas partes con­forme a sus deseos; y viendo la mayor parte de las cosas in­clinadas a su parte, comenzó a pensar que no había recibido la administración del imperio sin providencia de Dios, y que su justa suerte lo había traído y hecho llegar a ser el príncipe mayor del universo. Acordándose de muchas señales y otras cosas, porque muchas cosas le habían acontecido que le mos­traban manifiestamente haber de ser emperador, acordóse también de lo que Josefo le había dicho, viviendo aún Nerón, dándole el hombre de emperador; maravillábase de este varón, que aun estaba en la cárcel o con guardas, por lo cual, llaman­do a Muciano con sus amigos y regidores contóles cuán vale­roso había sido Josefo, y cuánto trabajo había sufrido en vencer a los de Jotapata por su causa; después también les dijo cómo le había profetizado estas honras, las cuales él pen­saba que por temor eran fingidas; mas el tiempo había mos­trado la verdad de ellas, y descubierto que habían sido hechas divinamente, confirmándolas y aprobándolas aquello que su­cedido había.

Dijo entonces que era cosa deshonesta hacer que aquel que primero había sido buen agüero de su imperio, ministro y embajador de la voz de Dios, fuese detenido cautivo en ad­versa y contraria fortuna, y así llamó a Josefo y mandólo librar.

Viendo los regidores la gracia y favor que había hecho a un extranjero, confiaban también para sí cosas maravillosas y excelentes.

Tito, que estaba con su padre en este mismo tiempo, dijo: "Justo es por cierto, padre mío, que además de libertar a Josefo de la cárcel, se le vuelva la honra que le ha sido qui­tada; porque será como si no hubiera sido cautivo jamás, si le quebrantamos las cadenas; y no quitándoselas solamente, por­que con aquello le libraremos de la infamia, haciendo que sea como si no fuera encarcelado: esto se suele hacer a los que son injustamente encarcelados." Plugo lo mismo a Vespasia­no; e interviniendo uno con un hacha de armas, quebrantó sus cadenas: así fué Josefo puesto en libertad por lo que había antes dicho a Vespasiano, y fuéle de esta manera vuelta su fama como por premio, y era ya tenido por hombre digno de crédito en cuanto dijese de las cosas que habían de acontecer.

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