Capítulo XIV. Del hambre que los de Jerusalén padecían, y de cómo fue el segundo monte levantado.

Fuéles quitada a los judíos la licencia y facultad que tenían de salir, y con esto perdieron la esperanza de alcanzar salud ni poder salvarse: el hambre había ya entrado en todas las casas generalmente y en todas las familias. Estaban las casas llenas de mujeres muertas de hambre, y de niños, y las estrechuras de las calles estaban también llenas de hombres viejos muertos: los mozos y mancebos andaban sin color, casi como muertos, por los mercados y plazas; y cuando sucedía que alguno muriese, todos quedaban muy amedrentados, pues no podían sepultar los muertos por el gran trabajo: y aque­llos en quien aun alguna fuerza quedaba, avergonzábanse y no podían hacerlo, parte por ver tanta muchedumbre, y parte también porque no sabían el fin que ellos mismos ha­bían de alcanzar.

Morían, finalmente, muchos encima de los que sepul­taban; muchos huían a sepultarse vivos antes de que llegase el fin de sus días, y no se oían en tan grandes males llantos ni gemidos, porque la grande hambre que padecían no daba lugar para ello. Los que morían postreros miraban a los muertos primeros con los ojos muy secos y sin virtud para poder echar una lágrima, y con las bocas y vientres co­rrompidos.

Estaba la ciudad con gran silencio, toda llena de tinie­blas de la muerte, y aun los ladrones causaban mayor amar­gura y llanto que todo lo otro. Vaciaban las casas, que no eran entonces otro que sepulcros de muertos, y desnudaban los muertos; y quitándoles las ropas y coberturas de encima, salíanse riendo y burlando. Probaban en ellos las puntas de sus espadas, y por probar o experimentar sus armas, pasaban con ellas a algunos que aun tenían vida. Cuando alguno les rogaba que le ayudasen o que acabasen de matarlo, por librarse del peligro del hambre, era menospreciado muy sober­biamente.

Los que morían volvían sus ojos hacia el templo, pesán­doles y sintiendo mucho que dejaban vivos a los revolvedores solamente.

Estos, al principio, con gastos públicos tenían cuidado de hacer sepultar los muertos, no pudiendo sufrir el hedor grande; pero no bastando después a ello, por ser tantos, no hacían sino echarlos por el muro en los valles y fosos.

Como Tito, que andaba rodeando la ciudad, los viese tan llenos de cuerpos muertos, y la corrupción que de ellos salía por estar podridos, condolióse mucho y gimió, y extendiendo las manos altas a Dios, decía con alta voz que no era él causa de tanto daño: de esta manera, pues, estaba toda la ciudad.

Viendo los romanos que ninguno de aquellos revolvedores osaba salir, porque ya la tristeza y hambre también les tocaba, pasaban sus días con placer, teniendo abundancia de trigo y de todo mantenimiento, el cual traían de Siria y de todas las otras provincias vecinas y cercanas de allí. Muchos de los que estaban cerca de los muros, mostrándoles la gran abundancia que tenían de pan y mantenimientos, encendían más con esto el hambre de ellos. Con estas destrucciones y daños no se mo­vieron aquellos revolvedores y sediciosos que dentro de la ciudad estaban, y sintiéndolo mucho Tito y teniendo com­pasión de todo el pueblo que vivo quedaba, dábase prisa por librar a lo menos los que quedaban. Por lo cual comenzaba otra vez a levantar sus montes, aunque dificultosamente podía alcanzar el aparejo y materia, a los menos la que era para ellos necesaria, porque en levantar los primeros habían ya gastado todas las selvas vecinas de la ciudad; pero los soldados pro­veían todavía a ello, lo cual traían de noventa estadios de allí lejos, y levantaban sus montes por cuatro partes delante de la torre Antonia, mayores que habían sido los primeros.

Iba Tito rodeando la obra, animando su gente; y dándo­les prisa a todos, mostraba claramente a los ladronea que ya estaban en sus manos. Pero ellos habían ya perdido todo su arrepentimiento, y servíanse de sí mismos como de cosas extrañas y ajenas, o como si no tuvieran ambas cosas juntas, es a saber, sus almas y sus cuerpos; porque ni ellos tenían en sus almas señal alguna ni afición de mansedumbre, ni sentían en sus cuerpos el gran dolor que los atormentaba; antes despe­dazaban como perros los muertos y encarcelaban a los enfermos que se quejaban.

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