Capítulo XV. De la matanza que fué hecha en los judíos de fuera y dentro d e Jerusalén.

Simón, en fin, mató a Matías, el que le había entregado la ciudad, después de haberle hecho padecer muchos tormen­tos. Era éste hijo de Boetho, el más fiel y más amado por el pueblo de todos los pontífices. Este, siendo el pueblo maltra­tado por los zelotes, con los cuales se había ya juntado Juan, había persuadido a todos que tomasen en su ayuda a Simón, sin hacer con él pacto ni concierto alguno, y sin temer algún mal.

Habiendo éste entrado, después de haber sojuzgado a su mando casi toda la ciudad, decía que Matías era enemigo no menos que todos los otros: habiendo éste con su consejo favo­recido a Simón, decía que lo hacía por simpleza; y así, sacán­dolo en público, y acusándolo, diciendo que consentía con los romanos, condenó a muerte a él y a tres hijos suyos, sin darles tiempo para excusar ni defender su causa; el cuarto había antes huido a Tito. Y como le rogase que lo matase a él pri­mero que a sus hijos, pidiendo esto por merced de la que le había hecho en recibirlo dentro de la ciudad, por acrecentar más su dolor, lo mandó matar postrero.

Así fué muerto sobre sus hijos, los cuales fueron muertos en su presencia, y fué sacado delante de los romanos: porque así lo había mandado hacer Simón a Anano, hijo de Bamado, que era el más cruel de todos los de su guarda, diciendo con mentira, que los viniesen a ayudar aquellos a quienes Matías quería ayudar; y que fuesen los cuerpos sepultados.

Después de esto mandó matar al pontífice llamado Ana­nías, hijo de Masbalo, varón noble, escribano de la Corte y valeroso, el cual descendía de Amaunta; y con estos otros quince los de más nombre de todo el pueblo.

Guardaban muy encerrado al padre de Josefo; y enviando un pregonero, publicaron que ninguno de los que vivían en la ciudad hablase ni se juntase con él, so pena de ser tenido por traidor: y a los que veían quejarse por esto, antes de venir en pleito los mataban. Viendo esto un hombre llamado judas, hijo de judas, que era uno del número de los adelantados de Simón, el cual estaba en guarda de la torre que le habían encomendado, movido, por ventura, de lástima y misericordia de los que cruelmente perecían, pero principalmente por pro­veerse él y salvarse, convocando diez de los suyos los más principales, les dijo:

"¿Hasta cuándo hemos de sufrir nosotros tantos males, o qué esperanza tenemos de salvarnos, guardando la fe, y guar­dando lealtad con tan mal hombre? Ya veis que nos combate el hambre; los romanos están casi dentro, Simón se nos mues­tra justamente infiel con lo que merecemos; veis el miedo que tenemos si quedamos con él, y la certidumbre también de la amistad de los romanos. Ea, pues, ahora rindamos el muro, y guardemos de esta manera nuestras vidas, y juntamente con ellas la ciudad: no por eso sufrirá Simón algo peor de lo que merece, si desesperando fuese más presto muerto."

Habiendo los otros diez conformado con éste, luego en la mañana, por que no se descubriese algo de lo tratado, dejó ir todos los que consigo tenía por diversas partes, y quedando él en la torre, llamaba con voz alta a los romanos: éstos los menospreciaban; los unos con soberbia, los otros no lo creían; otros se afrentaban, como que presto hubiesen de tomar la ciudad sin trabajo alguno.

Como en este medio llegase Tito al muro con gente de armas, entendió Simón antes el negocio, y vino a ocupar luego la torre, y mirándolo los romanos, mató a todos los que esta­ban de dentro, y echó los cuerpos de los muertos por el muro abajo: andando por allí Josefo, porque no dejaba de irles rogando, hiriéronlo en la cabeza con una piedra, y atónito y sin sentido cayó. Viendo los judíos que había caído, luego diligentes corrieron por cogerle, y fuera, por cierto, preso y llevado dentro de la ciudad, si no fuera porque Tito envió presto gente que lo guardase y defendiese: peleando, pues, ellos con los romanos, fué sacado de allí en medio Josefo, sin sentir algo o muy poco lo que se hacía, y los sediciosos x revolvedores dieron muchas voces con alegría, como que fuera muerto aquel a quien todos matar deseaban: esparcióse esta nueva y rumor por la ciudad, y todo el otro pueblo, ciertamente, con ella se dolió mucho, pensando que a la verdad había sido muerto aquel por cuyo medio pensaban ellos escapar.

La madre de Josefo, que estaba en la cárcel, habiendo oído que su hijo era muerto, dijo a los guardas, que era gente de Jotapata, que ella sin duda lo creía, y que ya no podía gozar de él vivo: dijo también llorando secretamente, a sus criadas, que éste en el fruto de su parto había tenido, que no le era lícito sepultar a su hijo, de quien esperaba ella ser sepultada; pero no fué mucho tiempo engañada ni acongo­jada con la mentira, ni aquellos ladrones de la ciudad con ello se convirtieron, porque luego curada la herida de Josefo, cobró el sentido y sanidad, y saliendo a ellos, gritaba que antes de mucho sería vengado de la herida que ellos le habían hecho.

Aconsejaba otra vez al pueblo que se rindiese, y viéndolo el pueblo, tomó nueva esperanza, y los revolvedores y amoti­nados también se espantaron mucho por la misma causa: los que habían huido saltaban, los unos por los muros, por serla necesario; otros tomaban en sus manos piedras, y fingiendo que iban a pelear, se salían, y venían a los romanos; pues más grave y más adversa fortuna les seducía entonces, que la que de dentro de la ciudad habían endurecidamente sufrido; la hartura que en poder de los romanos hallaban les causaba más presto la muerte, que no el hambre que dentro de la ciudad habían sufrido: venían hinchados y llenos de cierta acuosidad entre el cuero y la carne por causa del hambre que habían padecido, y llenando los cuerpos que habían antes tenido tan vacíos de viandas, reventaban. Algunos de los más discretos templaban sus deseos en el comer, y avezaban poco a poco sus cuerpos a lo que estaban tan desacostumbrados; pero aun éstos que de esta manera se guardaban, fueron llagados de otra llaga.

Entre los de Siria fué hallado uno que sacaba dinero y oro de su cuerpo, porque, según antes dijimos, se lo tragaban de miedo que los amotinados y resolvedores lo robasen, mirando y buscándolo todo, y hubo dentro de la ciudad gran número de tesoros, y solían comprar entonces por doce dineros lo que antes compraban por veinticinco. Descubierto esto por uno, levantóse un ruido y fama de ello por todo el campo, diciendo que los que huían venían llenos de oro: sabido por los árabes y sirios que había, amenazábanles que les habían de abrir los vientres; no pienso, pe. cierto, que tuvieron matanza más cruel los judíos entre todas cuantas padecieron, como ésta; porque en una noche abrieron las entrañas a dos mil hombres.

Sabiendo Tito tal injusticia como se había hecho, casi qui­siera mandar a su gente de a caballo que alancease a todos los que tal habían cometido, si no fuera por ver la muche­dumbre grande que tenía culpa en lo hecho y habían de ser castigados muchos más que habían sido los muertos; mas convocando los capitanes de la gente romana, y de la que por ayuda le era dada de reyes extranjeros, porque también habían entendido en esto algunos de los soldados romanos, decía a todos muy airado: "Si algunos de mis soldados cometieran tal por alguna ganancia incierta, se avergonzarán de haberse armado y valido de sus armas por ganar oro y plata; pues los árabes y sirios, en guerra que por otros hacen, cometen cosas con demasiada licencia, y atribuyen la crueldad en el matar, y el odio contra los judíos, a los romanos." Dijo también que sabía haber algunos de sus soldados que tenían parte en esta matanza, a los cuales amenazó de hacer matar si alguno de ellos fuese otra vez hallado en semejante caso y atrevimiento; mandó a sus legiones que hiciesen diligencia en saber quiénes habían entendido en este caso, y que se los trajesen delante; pero, en fin, la avaricia todo suplicio menosprecia, y los hom­bres que de sí son crueles, todos son muy deseosos de ganar, y no hay adversidad ni daño tan grande, que se pueda com­parar con la avaricia y deseo de tener más, porque todas las otras tienen término, y con el miedo se refrenan.

Dios omnipotente, que tenía ya condenado a este pueblo, habíales hecho que todos los caminos que para salvarse tenían, les fuesen convertidos en destrucción grande; y si alguno se huía a ellos, antes que los romanos le viesen, lo despedazaban, y secretamente ejecutaban lo que el emperador les había a todos prohibido, y así sacaban un provecho muy, ilícito y nefando de las entrañas de otro: pero el oro en pocos era hallado, aunque con la esperanza eran los más de ellos con­sumidos y muertos. Este caso, pues, hizo que muchos de los que huían se volviesen.

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