Capítulo XVI. Del sacrilegio que se hacía en el templo, del número de muertos en la ciudad, y de la gran hambre que dentro padecían.

No habiendo ya qué robar en el pueblo, Juan se puso a hacer sacrilegios y dar saco al templo, y hurtó muchas cosas de las que habían presentado, y muchos vasos de los necesarios para el servicio y honra divina, muchas copas, tazas y mesas, y aun tampoco dejó de tomar aquellos jarros que Augusto César, emperador, había presentado.

Los emperadores romanos habían siempre honrado mucho el templo, y habían presentado muchos ornamentos, y enton­ces un natural judío los destruía y sacaba: decía a sus com­pañeros, sin miedo alguno, que debían usar mal de las cosas sagradas, y que los que guerrean por la honra de Dios y por la del templo, debían ser alimentados y mantenidos con las riquezas que él tenía, y que, por tanto, les era cosa muy lícita derramar el aceite que los sacerdotes para sus sacrificios guardaban y conservaban, tomar el vino sagrado; por lo cual lo repartió entre toda su gente, v ellos se untaban v bebían de él sin algún acatamiento.

No dejaré de decir lo que el dolor me fuerza que no calle. Pienso que si los romanos se detuvieran algún tiempo, y tar­daran de venir contra esa gente tan mala, o que la tierra se .abriera y tragara la ciudad, o pereciera por diluvio, o que había de padecer y ser abrasada con el fuego de Sodoma, porque muy peor y más impía era esta gente, que aquella que lo había padecido; murió finalmente todo el pueblo, y pereció por la pertinacia y desesperación de éstos.

¿Qué necesidad hay ahora de contar particularmente las muertes que dentro se hicieron? Manneo, hijo de Lázaro, ha­biéndose pasado a Tito, dijo que por una puerta la cual le había pido a él encomendada en guarda, habían sacado de la ciudad ciento quince mil ochocientos ochenta hombres muertos; desde el día que fué puesto el cerco a la ciudad, es a saber, desde los catorce de abril, hasta el primero de julio. Este número es ciertamente muy grande, y no estaba él siempre en la puerta; pero repartiendo y pagando a los que sacaban los muertos, habíalos de contar por fuerza, porque los otros que morían eran sepultados por sus parientes y allegados; la sepultura que les era dada, era echarlos fuera de la ciudad.

Además de esto, los nobles que habían huido, decían que era el número de todos los pobres que habían sido muertos, de más de seiscientos mil, y que el número de los otros no era posible decirlo; pero no pudiendo bastar a sacar los muertos pobres, habían sido los cuerpos recogidos en casas muy gran­des. Añadían que la medida del trigo había sido vendida por un talento.

Cuando fué la ciudad cercada de muro, no siéndoles ya licito ni posible coger ni aun las hierbas, fueron algunos nece­sitados y forzados a escudriñar los albañales, y se apacentaban con el estiércol antiguo de los bueyes, y el estiércol cogido, cosa indigna de ver, les era mantenimiento.

Oyendo los romanos estas cosas, fueron movidos a mise­ricordia grande y compasión; pero los bellacos revolvedores v sediciosos, por verlo no se arrepentían, antes sufrían que tal necesidad llegase hasta este punto: su ventura y suerte los había cegado, y la destrucción, que ya estaba muy cerca, la iban a sufrir ellos y la ciudad.

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