Capítulo XIII La lira de Apolo

De este modo llegaron a los tejados. Ella se deslizaba por ellos tan ligera como una golondrina. Su mirada recorrió el espacio desierto entre las tres cúpulas y el frontón triangular. Respiró profundamente por encima de París, que parecía un valle entregado al trabajo. Miró a Raoul con confianza. Se le acercó, y caminaron uno al lado del otro, allá en lo alto, por las calles de zinc, por las avenidas de fundición. Contemplaron su sombra gemela en los amplios estanques llenos de agua inmóvil, en los que en verano los más pequeños de la escuela de danza, unos veinte críos, se zambullen y aprenden a nadar. La sombra que les seguía, siempre fiel a sus pasos, había surgido extendiéndose por los tejados, alargándose con movimientos de águila negra por las encrucijadas de las callejuelas de hierro, girando alrededor de los pilones, rodeando silenciosa las cúpulas. Los desventurados jóvenes no sospechaban en lo más mínimo su presencia cuando se sentaron por fin, confiados, bajo la alta protección de Apolo que, con gesto de bronce, alzaba su lira prodigiosa en el corazón de un cielo encendido.

Una esplendorosa tarde de primavera les rodeaba. Algunas nubes, que acababan de recibir de poniente una suave tonalidad oro y púrpura, pasaban lentamente, arrastrándose sobre los jóvenes. Christine le dijo a Raoul:

—Pronto iremos más lejos y más de prisa que las nubes, hasta el confín del mundo, y después me abandonará, Raoul. Pero si, llegado para usted el momento de raptarme, yo me negara a seguirlo, entonces, Raoul, usted deberá raptarme.

Con qué fuerza, que parecía dirigida contra ella misma, pronunció estas palabras, mientras se apretaba nerviosamente a él. El joven quedó sorprendido.

—¿Teme, pues, cambiar de opinión, Christine?

—¡No sé! —dijo moviendo extrañamente la cabeza—. ¡Es un demonio!

Y se estremeció. Se acurrucó entre los brazos de Raoul, con un gemido.

—¡Ahora me da miedo volver a vivir con él…! ¡bajo tierra!

—¿Y quién la obliga a volver, Christine?

—¡Si no vuelvo a su lado pueden suceder grandes desgracias!… ¡Pero ya no puedo más! ¡No puedo más!… Ya sé que hay que compadecer a las personas que viven «bajo tierra». ¡Pero esto es demasiado horrible! Y, sin embargo, se acerca el momento. Ya no me queda más que un día. Si no voy, él vendrá a buscarme con su voz. Me arrastrará con él a su casa, bajo tierra, y se arrodillará ante mí, ¡con su calavera! ¡Me dirá que me ama! ¡Y llorará! ¡Oh, Raoul, si viera sus lágrimas en los dos huecos oscuros de su calavera! ¡No puedo volver a ver esas lágrimas!

Se retorció de una forma horrible las manos, mientras Raoul, presa también de aquel horror contagioso, la apretaba contra su pecho.

—¡No, no! ¡No volverá a oírle decir que la anca! ¡No volverá a ver sus lágrimas! ¡Huyamos!… ¡Ahora mismo, Christine, huyamos! —y quería arrastrarla ya.

Pero ella le detuvo.

—¡No, no! —dijo inclinando dolorosamente la cabeza—. ¡Ahora no!… Sería demasiado cruel… Déjelo oírme cantar una vez más, mañana por la noche… y después nos iremos. A medianoche ira usted a buscarme a mi camerino, a las doce en punto. En ese momento me estará esperando en el comedor del lago… ¡pero nosotros seremos libres y usted me llevará consigo!… Incluso si me niego… debe jurármelo, Raoul… Sé perfectamente que esta vez, si vuelvo, tal vez no regrese jamás… —y añadió—: ¡No puede usted comprender!…

Lanzó un suspiro al que pareció contestar otro suspiro detrás de ella.

—¿No ha oído?

Le castañeteaban los dientes.

—No —aseguró Raoul—, no he oído nada.

—Es horroroso —afirmó ella— estar temblando así constantemente… Sin embargo, aquí no corremos ningún peligro. Estamos en nuestra casa, en mi casa, en el cielo, al aire libre, en pleno día. El sol está ardiendo, ¡y a los pájaros nocturnos no les gusta contemplar el sol! Jamás lo he visto a la luz del día… ¡Debe ser horrible!… —balbuceó mirando a Raoul con ojos perdidos—. ¡Ah, la primera vez que le vi creía que él iba a morirse!

—¿Por qué?… —preguntó Raoul realmente asustado del tono que tomaba aquella extraña y formidable confidencia—. ¿Por qué creyó que iba a morir?

—¡¡¡PORQUE YO LO HABÍA VISTO!!!

Esta vez Raoul y Christine se volvieron a un tiempo.

—Por aquí hay alguien que sufre… —dijo Raoul—, tal vez un herido… ¿No ha oído?

—No podría decirlo —declaró Christine—, incluso cuando no está, mis oídos están llenos de sus suspiros… Pero si usted lo ha oído…

Se levantaron y miraron alrededor de sí… Se encontraban absolutamente solos en el inmenso tejado de plomo. Volvieron a sentarse. Raoul preguntó:

—¿Cómo lo vio por primera vez?

—Hacía tres meses que lo oía sin verlo. La primera vez creí, como usted, que aquella voz adorable, que de repente se había puesto a cantar a mi lado, cantaba en el camerino de al lado. Salí y la busqué por todas partes. Pero mi camerino está muy aislado, como ya sabe, no, pude encontrar la voz en otro lugar. En realidad, seguía allí, en mi camerino. Además, no se limitaba a cantar, sino que me hablaba, contestaba a mis preguntas como una auténtica voz de hombre, con la diferencia de que era bella como la voz de un ángel. ¿Cómo explicar un fenómeno tan increíble? Yo nunca había dejado de pensar en el «Ángel de la música» que mi pobre padre había prometido enviarme apenas muriese. Me atreví a hablarle de esta chiquillada, Raoul, porque usted conoció a mi padre, porque él le quiso y porque usted creyó, igual que yo, cuando éramos niños, en el «Ángel de la música». Por eso estoy segura de que no se sonreirá ni se burlará. Yo conservaba el alma tierna y crédula de la pequeña Lotte y no fue precisamente la compañía de la señora Valérius la que me la hizo perder. Llevé aquella alma inmaculada en mis manos ingenuas e, ingenuamente, la tendí, la ofrecí a la voz de hombre, creyendo ofrecerla al ángel. En cierta manera, la culpa fue también de mi madre adoptiva, a la que no ocultaba yo nada del inexplicable fenómeno. Se apresuró en decirme: «Debe ser el Ángel. En todo caso, siempre puedes preguntárselo». Lo hice, y la voz de hombre me contestó que era en efecto la voz de ángel que esperaba y que mi padre me había prometido al morir. A partir de aquel momento, se estableció una gran intimidad entre la Voz y yo, y tuve confianza absoluta en ella. Me dijo que había bajado a la tierra para hacerme experimentar la felicidad suprema del arte eterno, y me pidió permiso para darme clases de música todos los días. Acepté con gran ardor y no faltaba a ninguna de las citas que me daba, a primera hora, en mi camerino, cuando ese rincón de la ópera está totalmente desierto. ¿Cómo explicarle cómo fueron aquellas clases? Ni usted mismo, aunque haya oído la voz, puede hacerse una idea.

—Lo cierto es que no puedo hacerme una idea —afirmó el joven—. ¿Con qué se acompañaba?

—Con una música que ignoro, que estaba detrás de la pared y era de una precisión incomparable. Además, era como si la Voz supiera con exactitud en qué punto de mis clases mi padre me había dejado al morir, y también el simple método que había usado. Y así, recordando, o mejor dicho, al acordarse mi voz de todas las lecciones anteriores y beneficiándome de repente de las que recibía, evolucioné prodigiosamente, ¡y de tal modo que en otras condiciones habría tardado años! Piense que mi salud es bastante delicada, y que mi voz tenía en principio poco carácter. Naturalmente, las cuerdas bajas estaban poco desarrolladas, los tonos agudos eran demasiado duros y los medios confusos. Era a aquellos defectos a los que mi padre había combatido y vencido por un instante. Fue a estos defectos a los que la Voz venció definitivamente. Poco a poco aumentaba el volumen de los sonidos en proporciones que mi debilidad pasada no me habría permitido esperar: aprendí a dar el máximo posible de alcance a mi respiración. Pero la Voz me confió el secreto de desarrollar los sonidos de pecho en una voz de soprano. Sobre todo recubrió todo esto con el fuego sagrado de la inspiración, despertó en mí una vida ardiente, devoradora, sublime. La Voz tenía la virtud de, al hacerse oír, elevarme hasta ella. Me ponía a la altura de su vuelo maravilloso. ¡El alma de la Voz habitaba en mi boca y la llenaba de armonía!

»En pocas semanas, ya no me reconocía al cantar… Estaba incluso asustada… por un momento temí que hubiera en todo eso una especie de sortilegio. Pero la señora Valérius me tranquilizó. Me consideraba una joven demasiado simple como para interesar al demonio.

»Mi cambio era un secreto que tan sólo sabíamos la Voz, la señora Valérius y yo, ya que la misma Voz lo había ordenado así. Cosa curiosa, fuera del camerino cantaba con mi voz de cada día y nadie se enteraba de nada. Yo hacía todo lo que quería la Voz. Me decía: “Hay que esperar… ¡Ya lo verás! ¡Sorprenderemos a todo París!”. Y yo esperaba. Vivía una especie de sueño de éxtasis que la Voz controlaba. En estas circunstancias, Raoul, le vi una noche en la sala. Mi alegría fue tan grande que ni siquiera pensé en ocultarla al entrar en mi camerino. Para desgracia nuestra, la Voz se encontraba ya allí y pudo ver, por mi actitud, que sucedía algo nuevo. Me preguntó “qué me pasaba”, y no tuve reparos en contarle nuestra historia, ni le disimulé el lugar que usted ocupa en mi corazón. Entonces la Voz calló. La llamé pero no me contestó, le supliqué, pero fue en vano. ¡Tuve un miedo horrible a que se hubiera marchado para siempre! ¡Ojalá lo hubiera hecho así, amigo mío!… Aquella noche volví a casa en un estado de absoluta desesperación. Me abracé a la señora Valérius diciéndole: “¿Sabes? La Voz se ha ido. ¡Tal vez no vuelva nunca más!”. Y ella se asustó tanto como yo y me pidió explicaciones. Se lo conté todo. Ella me dijo: “¡Por Dios, la Voz está celosa!”. Esto me hizo pensar que yo estaba enamorada de usted…».

Aquí Christine se detuvo por un momento. Apoyó la cabeza en el pecho de Raoul y ambos permanecieron silenciosos, abrazados el uno al otro. Era tal su emoción que no vieron, o mejor dicho, que no sintieron desplazarse, a algunos pasos de ellos, a la sombra reptante de dos grandes alas negras que se les acercaba, pegada a los tejados, tan cerca, tan cerca que hubiera podido, sólo con cerrarse sobre ellos, ahogarlos…

—Al día siguiente —continuó Christine con un profundo suspiro—, volví a mi camerino muy pensativa. La Voz estaba allí. ¡Oh, amigo mío! Me habló con una gran tristeza. Me declaró categóricamente que si yo debía otorgar mi corazón en la tierra, ella no podía hacer otra cosa que subir al cielo. Y me dijo esto con tal acento de dolor humano que habría tenido que desconfiar a partir de aquel día y empezar a comprender que había sido víctima del desequilibrio de mis sentidos. Pero mi fe en aquella aparición de la Voz, a la que tan íntimamente se mezclaba el recuerdo de mi padre, seguía siendo absoluta. No temía nada tanto como el hecho de no volver a oírla. Por otra parte, había reflexionado sobre los sentimientos que sentía por usted; había medido todo el riesgo inútil; ignoraba incluso si se acordaba de mí. Pero, pasara lo que pasara, su posición en la sociedad me prohibía para siempre pensar en un enlace feliz. Juré a la Voz que usted no era para mí más que un hermano y que nunca sería otra cosa, y que mi corazón estaba vacío de amores terrenos… Esta es la razón, amigo mío, por la que apartaba los ojos en el escenario o en los pasillos cuando usted intentaba llamar mi atención; ¡la razón por la cual no lo reconocía…, por la cual no lo veía! Por aquel tiempo, las horas de clase entre la Voz y yo transcurrían en un divino delirio. Jamás la belleza de los sonidos me había poseído hasta aquel punto, y un día la Voz me dijo:

»—¡Bueno, ahora, Christine Daaé, ya puedes aportar a los hombres un poco de la música del cielo!

»¿Por qué aquella noche, que era la velada de gala, la Carlotta no vino al teatro? ¿Por qué se me llamó para reemplazarla? No lo sé. Pero canté…, canté con un ardor desconocido. Me sentía ligera como si tuviera alas. ¡Por un momento creí que mi alma encendida había abandonado mi cuerpo!».

—¡Oh, Christine! —dijo Raoul, cuyos ojos se humedecían al recordar aquel episodio—, esa noche mi corazón vibró a cada acento de su voz. Vi correr las lágrimas por sus pálidas mejillas, y lloré con usted. ¿Cómo podía cantar mientras lloraba?

—Me abandonaron las fuerzas —dijo Christine—. Cerré los ojos… Y cuando los abrí, ¡usted se encontraba a mi lado! ¡Pero la Voz también estaba, Raoul!… Tuve miedo por usted y tampoco quise reconocerlo esa vez, no quise reconocerlo en absoluto y me eché a reír cuando me recordó que había recogido mi chal en el mar…

»Pero, ¡ay!, ¡por desgracia no pude engañar a la Voz!… Le había reconocido perfectamente… ¡Y la Voz estaba celosa!… Los dos días que siguieron me hizo escenas atroces. Me decía:

»—¡Tú lo amas! ¡Si no lo amases, no lo rechazarías! Es un antiguo amigo al que puedes estrechar la mano como a todos los demás… ¡Si no lo amases, no temerías encontrarte a solas con él y conmigo en el camerino!… ¡Si no lo amases, no lo echarías!

»—¡Basta! —grité irritada a la Voz. Mañana debo ir a Perros, a la tumba de mi padre. Rogaré al señor de Chagny que me acompañe.

»—Como quieras —respondió, pero debes saber que también yo iré a Perros, ya que siempre estoy donde tú estés, Christine, y si sigues siendo digna de mí, si no me has mentido, te interpretaré, cuando suenen las doce, en la tumba de tu padre, la Resurrección de Lázaro, con el violín del muerto.

»De este modo, me vi obligada a escribirle la carta que le condujo a Perros. ¿Cómo pude dejarme engañar hasta ese extremo? ¿Cómo es posible que, ante las preocupaciones tan terrenales de la Voz, no haya sospechado alguna impostura? ¡Pero, por desgracia, ya no era dueña de mí misma! ¡Era algo suyo!… Y los recursos que poseía la Voz eran suficientes para engañar a una niña como yo.

—Pero, ¡bueno! —exclamó Raoul en este punto del relato de Christine donde ésta parecía deplorar con lágrimas la excesiva inocencia de un espíritu poco «listo»… ¡Pero supo usted la verdad!… ¿Cómo no escapó inmediatamente de aquella horrible pesadilla?

—¿Saber la verdad?… ¡Raoul!… ¿Escapar de aquella pesadilla?… ¡Pero si, por desgracia, sólo entré en aquella pesadilla hasta el día en que precisamente supe la verdad!… ¡Calle, calle! No le he dicho nada… Y ahora que vamos a bajar del cielo a la tierra, compadézcame, Raoul… ¡Compadézcame! Una noche fatal…, aquélla en la que ocurrieron tantas desgracias…, la noche en la que la Carlotta creyó ser un asqueroso gallo y en la que se puso a lanzar gritos como si hubiera pasado toda la vida en un corral… la noche en que de repente la sala se vio sumergida en la oscuridad tras la caída de la lámpara que se desplomó sobre la platea… Aquella noche hubo muertos y heridos, y todo el teatro se llenó con los más tristes gemidos.

»Mi primer pensamiento, Raoul, en plena catástrofe, fue al mismo tiempo para usted y para la Voz, ya que por aquel entonces ambos ocupaban por igual mi corazón. Enseguida me tranquilicé con respecto a usted, al verlo en el palco de su hermano y sabía que no corría ningún peligro. En cuanto a la Voz, me había anunciado que asistiría a la representación y temí por ella; sí, realmente tuve miedo, como si se tratara de «alguien de carne y hueso, capaz de morir». Me decía a mí misma: «¡Dios mío, quizá la lámpara haya aplastado a la Voz!». Me encontraba entonces en el escenario y, asustada hasta el punto de que me disponía a correr a la sala para buscar a la Voz entre los muertos y los heridos, cuando se me ocurrió la idea de que si no le había pasado nada, debía estar ya en mi camerino deseosa de tranquilizarme. De un salto me planté en el camerino. La Voz no estaba. Me encerré allí y le supliqué que, si aún estaba con vida, se me manifestara. La Voz no me contestaba, pero de repente oí un largo, un admirable gemido que conocía perfectamente. Se trataba del lamento de Lázaro cuando, a la voz de Jesús, comienza a abrir los párpados y a volver a ver la luz del día. Eran los llantos del violín de mi padre. Reconocía la forma de tocar el arco de Daaé, el mismo, Raoul, que nos inmovilizaba en los caminos de Perros, el mismo que nos «encantó» la noche del cementerio. Después, por encima del instrumento invisible y triunfante, oí el grito de alegría de la Vida, y la Voz, manifestándose al fin, se puso a cantar, dominante y soberana:

»—¡Ven y cree en mí! ¡Los que crean en mí, resucitarán! ¡Camina! ¡Los que han creído en mí no podrán morir!

»—Me es difícil explicarle la impresión que sentí al oír aquella música que cantaba a la vida eterna en el momento en que, a nuestro lado, unos pobres desgraciados, aplastados por la aquella lámpara fatal, exhalaban el último suspiro… Me pareció que me ordenaba que me levantara, que me fuera hacia ella. Se alejaba. La seguí. “Ven y cree en mí”. Creía en ella. Iba… y, cosa extraordinaria, mi camerino parecía alargarse ante mis pasos…, alargarse… Evidentemente debía de tratarse de un efecto, causado por los espejos, ya que el espejo se encontraba frente a mí… y, de, repente, me encontré fuera de mi camerino, sin saber cómo».

Aquí, Raoul interrumpió bruscamente a la joven.

—¿Cómo? ¡Christine, Christine!, ¿por qué no deja de soñar?

¡No soñaba, mi pobre amigo! ¡Me encontré fuera de mi camerino sin saber cómo! Usted, que me vio desaparecer una noche, quizá pueda explicarlo. ¡Pero yo no puedo!… Sólo puedo decirle una cosa, y es que, al encontrarme frente a mi espejo, no lo vi y giré para ver si lo tenía detrás…, pero ya no había espejo ni camerino… Me encontraba en un corredor oscuro. ¡Tuve miedo y grité!

»Todo estaba en tinieblas a mi alrededor. A lo lejos, una tenue claridad rojiza alumbraba un ángulo de la pared, una esquina de la encrucijada. Grité. Sólo mi voz llenaba las paredes ya que el canto y los violines habían enmudecido. De repente, en medio de la oscuridad, una mano cogía la mía…, o mejor dicho algo huesudo y helado que me aprisionó la muñeca sin soltarla. Grité. Un brazo me cogió por la cintura y me levantó… Me debatí un instante horrorizada; mis dedos se deslizaron a lo largo de las piedras húmedas, a las que no pudieron cogerse. Después, ya no me moví más, pensé que iba a morir de terror. Me llevaban hacia la pequeña claridad rojiza; entramos en aquel resplandor y entonces vi que estaba en brazos de un hombre envuelto en una gran capa negra que llevaba una máscara que le ocultaba toda la cara… Intenté un esfuerzo supremo: mis miembros se tensaron, mi boca se abrió una vez más para gritar mi terror, pero una mano la cerró, una mano que sentí sobre mis labios, sobre mi carne, y que olían a muerte. Y me desmayé.

»¿Cuánto tiempo permanecí inconsciente? No sabría decirlo. Cuando volví a abrir los ojos, el hombre de negro y yo seguíamos sumidos en las tinieblas. Una linterna sorda, colocada en el suelo, alumbraba el chorro de una fuente. El agua, que salía de la pared, desaparecía casi de inmediato a través del suelo en el que yo me encontraba tendida; mi cabeza descansaba sobre las rodillas del hombre de la capa y la máscara negra, y mi misterioso compañero me refrescaba las sienes con una suavidad, una atención y una delicadeza que me parecieron más difíciles de soportar que la brutalidad del rapto. Sus manos, pese a ser muy ligeras, no dejaban de oler a muerte. Las rechacé, pero sin fuerza. Pregunté en un suspiro:

»—¿Quién es usted? ¿Dónde está la Voz?

»Me respondió un suspiro. De repente un soplo de aire cálido me azotó el rostro y, vagamente, en medio de las tinieblas, al lado de la forma negra del hombre, distinguí una forma blanca. La forma negra me alzó y me deposito sobre la forma blanca. Inmediatamente un alegre relincho llegó hasta mis oídos estupefactos, y murmuré:

»—¡César!

»El animal se agitó. Amigo mío, me encontraba recostada a medias en una silla de montar y había reconocido al caballo blanco de El Profeta, al que muy a menudo había acariciado dándole golosinas. Pero un día corrieron rumores por el teatro de que el animal había desaparecido y de que había sido robado por el fantasma de la ópera. En cuanto a mí, yo creía en la Voz y no había visto nunca al fantasma, pero de pronto me pregunté, estremeciéndome, si no sería la prisionera del fantasma. En el fondo del corazón llamaba a la Voz en mi ayuda, ya que jamás hubiera imaginado que la Voz y el fantasma fueran uno. ¿Ha oído usted hablar del fantasma de la ópera, Raoul?».

—Sí —respondió el joven—, pero dígame, Christine, ¿qué ocurrió cuando se encontró a lomos del caballo blanco de El Profeta?

—No hice el menor movimiento y me dejé llevar… Poco a poco, un estado de laxitud sucedía a la angustia y al terror en los que me había sumergido la extraña aventura. La silueta negra me sostenía y yo no hacía nada para desprenderme de ella. Una paz extraordinaria me invadía y pensaba encontrarme bajo la benigna influencia de algún elixir. Me sentía en plenitud de fuerzas. Mis ojos se iban acostumbrando ya a las tinieblas que, por otra parte, se aclaraban en algunos lugares gracias a breves fulgores… Juzgué que nos encontrábamos ahora en una estrecha galería circular y pensé en que aquella galería que rodeaba la ópera, bajo tierra, era inmensa. Una vez, tan sólo una vez había bajado a los subterráneos de la ópera que son prodigiosos, pero me había detenido en el tercer sótano sin atreverme a adentrarme más bajo tierra. Sin embargo, dos pisos más, en los que se habría podido asentar una ciudad, se abrían ante mis pies. Pero las sombras que se me habían aparecido me hicieron huir. Hay allí demonios, completamente negros, ante calderas, y que agitan palas y tenedores, animan los braseros, encienden llamas, te amenazan si te acercas abriendo de repente sobre uno la boca roja de los hornos… Pero, mientras César me llevaba tranquilamente sobre su lomo en medio de aquella noche de pesadilla, vi de repente, muy lejos y muy pequeños, como si estuvieran en el extremo de un anteojo puesto al revés, a los demonios negros ante los braseros rojos de sus calderas… Aparecían… desaparecían… Volvían a aparecer, siguiendo nuestra extraña marcha… Por último, desaparecieron definitivamente. La forma de hombre continuaba sosteniéndome y César caminaba sin guía y con pie firme… No podría decirle, ni siquiera aproximadamente, cuánto duró aquel viaje a través de la noche. Simplemente sentía que girábamos, que girábamos, que bajábamos siguiendo una inflexible espiral hacia el corazón mismo de los abismos de la tierra. Pero ¿no sería mi cabeza la que giraba?… De todas formas, no lo creo. No, estaba en un increíble estado de lucidez. César olfateó un momento, notó la atmósfera y aceleró el paso. Sentí el aire húmedo y después César se detuvo. La noche se había aclarado. Un resplandor azulado nos rodeaba. Miré dónde nos encontrábamos. Estábamos al borde de un lago cuyas aguas de plomo se perdían a lo lejos, en la oscuridad…, pero la luz azul iluminaba aquella orilla y vi una barquilla atada a una argolla de hierro, en el muelle.

»Yo sabía que todo aquello existía, y la visión de aquel lago y de aquella barca bajo tierra no tenía nada de sobrenatural. Pero, piense en las condiciones en las que llegaba a aquella ribera. Las almas de los muertos no debían sentir menos inquietud al abordar el Éstige. Caronte no era sin duda más lúgubre ni más mudo que la forma de hombre que me transportó a la barca [17] . ¿Acaso el elixir había dejado de hacer efecto? ¿Acaso la frescura de aquellos parajes bastaba para hacerme volver en mí misma? Pero mi sopor desaparecía e hice algunos movimientos que denotaban que el terror volvía a empezar. Mi siniestro compañero debió darse cuenta, ya que, con un gesto rápido, despidió a César, que huyó por las tinieblas de la galería y oí el galope de sus cascos en los peldaños de una escalera; después, el hombre saltó a la barca y liberó su atadura de hierro; cogió los remos y remó con firmeza y rapidez. Bajo la máscara, sus ojos no me perdían de vista; sentía clavado en mí el peso de sus pupilas inmóviles. A nuestro alrededor, el agua no hacía el menor ruido. Nos deslizábamos en medio de aquel resplandor azulado del que le he hablado; más adelante, volvimos a sumergirnos en la noche más completa, y por fin atracamos. La barca chocó contra un cuerpo duro. Y de nuevo volvió a llevarme en brazos. Pero yo había recobrado fuerzas para gritar. Y grité. Pero, súbitamente, me callé, deslumbrada por la luz. Sí, una luz brillante, en el centro de la cual me habían depositado. Me levanté de un salto. Me sentía en la plenitud de mis fuerzas. En medio de un salón que me pareció ordenado, amueblado y adornado de flores, de flores a la vez preciosas y estúpidas a causa de las cintas de seda que las ataban a las canastas, igual que las que venden en las tiendas de los bulevares, demasiado civilizadas, como las que estaba acostumbrada encontrar en mi camerino después de cada estreno; y en medio de aquel perfume tan parisino, la silueta negra del hombre de la máscara estaba de pie con los brazos cruzados…, y habló:

»—Tranquilízate, Christine —dijo—, no corres el menor de los peligros.

»¡Era la Voz!

»Mi furia igualó a mi sorpresa. Me precipité sobre aquella máscara y quise arrancarla para conocer el rostro de la Voz. La forma de hombre me dijo:

»—No correrás ningún peligro si “no tocas la máscara”.

»Y, aprisionándome suavemente las muñecas, me hizo sentar.

»¡Luego se arrodilló ante mí y no dijo nada más!

»La humildad de este gesto me hizo recobrar algo de valor. La luz, al precisar todas las cosas a mi alrededor, me devolvió a la realidad de la vida. Por muy extraordinaria que pareciera, la aventura estaba ahora rodeada de objetos mortales a los que podía ver y tocar.

Los tapices de las paredes, los muebles, las antorchas, los jarrones e incluso las flores, cuyo origen y precio hubiera podido decir, por sus canastillas doradas, encerraban fatalmente mi imaginación en los límites de un salón tan trivial como otro cualquiera que, por lo menos, tenía la excusa de no estar situado en los sótanos de la ópera. Sin duda tenía que vérmelas con algún ser atrozmente original que habitaba misteriosamente en los sótanos por necesidad, igual que otros, y que con la muda aprobación de la administración había encontrado un abrigo definitivo en los confines de aquella Torre de Babel moderna en la que se intrigaba, se cantaba en todas las lenguas y se amaba en todas las jergas.

»Y entonces, la Voz, la Voz a la que había reconocido, a pesar de su máscara, que no había podido ocultármela, era aquello que estaba arrodillado ante mí: ¡un hombre!

»No pensé en la horrible situación en la que me encontraba, ni siquiera me preguntaba qué iba a ocurrirme y cuál era el designio oscuro y fríamente tiránico que me había conducido hasta aquel salón, de la misma manera que se encierra a un prisionero en una mazmorra, o a una esclava en un harén. ¡No, no, no!, me decía: ¡La Voz es esto: un hombre! Y me eché a llorar.

»El hombre, siempre arrodillado ante mí, comprendió sin duda el motivo de mis lágrimas, porque dijo:

»—¡Es cierto, Christine!… No soy ni ángel, ni genio, ni fantasma… ¡Soy Erik!».

Aquí volvió a interrumpirse el relato de Christine. A los dos jóvenes les pareció que el eco había repetido detrás de ellos: ¡Erik!… ¿Qué eco?… Se volvieron y sólo vieron que había llegado la noche. Raoul hizo ademán de levantarse, pero Christine le retuvo a su lado:

—¡Quédese! ¡Ahora tiene que saberlo todo aquí!

—¿Por qué aquí, Christine? Temo por usted del fresco de la noche.

—No debemos temer más que a las trampillas, amigo mío, y aquí nos encontramos en el confín del mundo de las trampillas… Además, no puedo verlo fuera del teatro… No es éste el momento de contrariarlo… No despertemos sus sospechas…

—¡Christine, Christine! Algo me dice que hacemos mal en esperar hasta mañana por la noche y que deberíamos huir ahora mismo.

—Le digo que, si no me oye cantar mañana por la noche, tendrá un gran disgusto.

—Es muy difícil no hacer sufrir a Erik y a la vez huir para siempre…

—En esto tiene razón, Raoul…, ya que lo más probable es que él se muera si me voy… —y la joven añadió con voz sorda—: Pero eso no impide que debamos irnos, ya que, de lo contrario, nos arriesgamos a que él nos mate.

—¿La ama entonces?

—¡Hasta el crimen!

—Pero su escondrijo no puede ser imposible de encontrar…

Podemos ir a buscarlo allí. Si Erik no es un fantasma, se le puede hablar e incluso obligarlo a responder. Christine negó con la cabeza.

—¡No, no! No puede intentarse nada contra Erik… Lo único posible es huir.

—¿Y cómo, teniendo la oportunidad de huir, volvió usted a él?

—Porque era necesario… Y lo entenderá cuando le explique cómo pude salir de su casa…

—¡Oh, cuanto lo odio!… —exclamó Raoul—. Y usted, Christine, dígame…, debe decirme algo para que yo pueda escuchar con calma el resto de esta extraordinaria historia de amor… ¿Y usted, le odia?

—¡No! —dijo tan sólo Christine.

—Entonces, ¿para qué hablar?… ¡Usted lo ama! ¡Su miedo, sus terrores, todo no es más que amor, y del más apasionado! De los que no se confiesan —explicó Raoul con amargura—. De los que estremecen cuando se piensa en él… ¡Piense, un hombre que vive en un palacio bajo tierra!

Y soltó una carcajada.

—¿Usted qué quiere? ¿Que vuelva? —le interrumpió brutalmente la joven… Tenga cuidado, Raoul, se lo he advertido: ¡ya no saldría jamás!

Y se hizo un espantoso silencio entre ellos tres…, ellos dos que hablaban y la sombra que escuchaba detrás…

—Antes de responderle quisiera saber qué sentimientos le inspira a usted él, sino lo odia.

—¡Horror! —le contestó ella…, y pronunció estas palabras con tal fuerza que cubrieron los suspiros de la noche—. ¡Eso es lo terrible!… —siguió diciendo febrilmente—. Le tengo horror y no lo detesto. ¿Cómo podría odiarlo, Raoul? Contemplé a Erik a mis pies, en la mansión del lago, bajo tierra. Él mismo se acusa, se maldice, ¡implora mi perdón!…

»Reconoce su impostura. ¡Me ama! ¡Despliega ante mí un intenso y trágico amor!… ¡Me ha raptado por amor!… Me ha encerrado con él en la tierra por amor…, pero me respeta, se arrastra, gime, llora… Y cuando me levanto, Raoul, cuando le digo que sólo puedo despreciarle si no me devuelve inmediatamente la libertad que me ha quitado, cosa extraña…, me la ofrece… No tengo más que irme… Está dispuesto a enseñarme el misterioso camino… Lo que ocurre es que él también se ha levantado y me veo obligada a recordar que, si no es fantasma ni ángel ni genio, sigue siendo la Voz, ¡ya que canta!…

»¡Y yo lo escucho… y me quedo!

»Aquella noche no intercambiamos ni una palabra más… ¡Cogió un arpa y se puso a cantarme, con voz de hombre, voz de ángel, la romanza de Desdémona! El recuerdo de que yo tenía de haberla cantado me avergonzaba. Hay una virtud en la música que hace que no exista nada en el mundo exterior fuera de esos sonidos que invaden el corazón. Olvidé mi extravagante aventura. Sólo revivía la voz, y la seguía embriagada en su viaje armonioso. Formaba parte del rebaño de Orfeo. Me paseó por el dolor y la alegría, el martirio y la desesperación, la dicha, la muerte y los himeneos triunfantes… Yo escuchaba… Aquella voz cantaba… Me cantó fragmentos desconocidos…, y me hizo escuchar una música nueva que me causó una extraña impresión de dulzura, languidez y reposo… Una música que, después de haber elevado mi alma, la apaciguó poco a poco y la condujo hasta el umbral del sueño. Me quedé dormida.

»Cuando desperté me encontraba sola en un sofá, en una pequeña habitación muy sencilla, amueblada de una vulgar cama de caoba y paredes cubiertas de tela de Jouy, iluminada por una lámpara que descansaba sobre el mármol de una vieja cómoda estilo Luis Felipe. ¿Qué era aquel nuevo decorado?… Me pasé la mano por la frente como para rechazar un mal sueño… Pero ¡ay!, por desgracia no tardé mucho en darme cuenta de que no había soñado… ¡Estaba prisionera y no podía salir de mi habitación más que para entrar en un cuarto de baño muy bien acondicionado! Agua caliente y agua fría a voluntad. Al volver a mi habitación, vi sobre la cómoda una nota escrita en tinta roja que exponía exactamente cuál era mi triste situación y que, si aún no lo había entendido, me quitaba todas las dudas acerca de la realidad de los acontecimientos: “Mi querida Christine, decía la nota, no tengas miedo respecto a tu destino. No tienes en el mundo un amigo más fiel y respetuoso que yo. Cuando leas esta nota, estarás sola en esta morada, que te pertenece. Salgo para dar una vuelta por las tiendas y traerte toda la ropa que puedes necesitar”.

»—Decididamente —exclamé—, ¡he caído en manos de un loco! ¿Qué va a ser de mí? ¿Cuánto tiempo piensa ese miserable tenerme encerrada en su prisión subterránea?

»Como una enajenada, recorrí mi pequeño apartamento, buscando siempre una salida que no encontré. Me acusé amargamente de mí estúpida superstición y sentí un placer enorme en burlarme de la perfecta inocencia con la que había acogido, a través de las paredes, a la Voz del genio de la música… ¡Cuando una es tan tonta, se está a merced de las más inauditas catástrofes! ¡Me lo había merecido! Tenía ganas de golpearme y me puse a reír y a llorar a la vez. En este estado me encontró Erik.

»Después de dar tres golpecitos secos en la pared, entró tranquilamente por una puerta que yo no había sabido descubrir y que dejó abierta. Venía cargado de cajas y paquetes que dejó inmediatamente encima de mi cama, mientras yo lo insultaba y lo desafiaba a quitarse la máscara si es que tenía la pretensión de ocultar un rostro de hombre honrado.

»—Nunca verás el rostro de Erik —me contestó con gran serenidad:

»Y me reprochó por no haberme aseado aún a aquellas horas.

Se dignó explicarme que eran las dos de la tarde. Me dejaba media hora de tiempo. Mientras hablaba, ponía mi reloj en hora, tras lo cual me invitó a pasar al comedor donde nos esperaba, anunció, un excelente desayuno. Yo tenía mucha hambre, le cerré la puerta en sus narices y entré en el cuarto de baño. Me bañé, después de dejar a mi lado un magnífico par de tijeras con las que estaba decidida a darme muerte si Erik, después de haberse comportado como un loco, dejaba de comportarse como un hombre honrado… El baño me hizo un gran bien y cuando reaparecí ante Erik, había tomado la sabia decisión de no insultarlo ni herirlo y, por el contrario, de halagarlo para obtener una rápida libertad. Habló él primero acerca de los proyectos que tenía sobre mí, precisándomelos para tranquilizarme. Le gustaba demasiado mi compañía para verse privado de ella inmediatamente, como por un momento había consentido el día anterior. Ante la expresión indignada de mi horror, yo debía entender que no había motivo para asustarme de tenerlo a mi lado; me amaba, pero ya no volvería a decírmelo si yo no se lo autorizaba, y el resto del tiempo lo pasaríamos con la música.

»—¿Qué entiende usted por el resto del tiempo?… —le pregunté.

»—Cinco días —me contestó con firmeza.

»—¿Y después seré libre?

»—Serás libre, Christine, ya que, transcurridos esos cinco días, habrás aprendido a no temerme. Entonces volverás para ver, de cuando en cuando, al pobre Erik…

»El tono en el que pronunció estas últimas palabras me conmovió profundamente. Me pareció reconocer una angustia tan real, tan digna de piedad, que alcé hacia la máscara un rostro enternecido. No podía ver los ojos detrás de la máscara, y esto no ayudaba a disminuir el desagradable sentimiento de malestar que sentía al interrogar a aquel misterioso trozo de tela negra. Pero, por debajo de la tela, en la punta de la barbilla de la máscara, aparecieron una, dos, tres, cuatro lágrimas.

»Me señaló en silencio un asiento frente a él, al lado de un pequeño velador que ocupaba el centro de la estancia donde, el día anterior, había tocado el arpa para mí, y me senté muy turbada. Sin embargo, comí con apetito algunos cangrejos y un ala de pollo regada con un poco de vino de Tokay que él mismo había traído, decía, de las bodegas de Koenisgberg, antaño frecuentadas en otro tiempo por Falstaff. Él no comía ni bebía. Le pregunté cuál era su nacionalidad y si aquel nombre de Erik no era de origen escandinavo. Me contestó que no tenía nombre ni patria y que había elegido el de Erik por casualidad. Le pregunté por qué, ya que me quería, no había encontrado un medio mejor de decírmelo que el de arrastrarme con él y encerrarme bajo tierra.

»—Es muy difícil hacerse amar en una tumba —le dije.

»—Uno tiene las “citas” que puede —respondió en un tono muy especial.

»Luego se levantó y me tendió la mano, porque quería hacerme los honores de su vivienda, pero yo retiré con brusquedad mi mano de la suya lanzando un grito. Lo que acababa de tocar era a la vez húmedo y óseo, y recordé que sus manos olían a muerte.

»—¡Oh, perdón! —gimió. Y abrió una puerta ante mí—. Esta es mi habitación —dijo—. Es bastante extraña… ¿Quieres visitarla?

»No titubeé. Sus modales, sus palabras, todo su aspecto me hacían tener confianza y, además, sentía que no debía tener miedo.

»Entré. Me pareció que entraba en una cámara mortuoria. Las paredes estaban totalmente tapizadas de negro, pero, en lugar de las lágrimas blancas que de ordinario completan este fúnebre ornamento, se veía, encima de una enorme partitura de música, las notas repetidas del Dies irae. En medio de la habitación había un dosel, del que colgaban unas cortinas de paño rojo y, bajo el dosel, un ataúd abierto.

»Al verlo, retrocedí.

»—Ahí es donde duermo —dijo Erik—. En la vida hay que acostumbrarse a todo, incluso a la eternidad.

»Volví la cabeza, impresionada por aquel siniestro espectáculo. Mis ojos se posaron entonces en el teclado de un órgano que ocupaba toda una pared. Encima del pupitre se encontraba un cuaderno todo garrapateado de notas en rojo. Pedí permiso para mirarlo y leí en la primera página: Don Juan triunfante.

»—Sí —me dijo—, algunas veces compongo. Hace ya veinte años que empecé este trabajo. Cuando esté acabado, lo llevaré conmigo a ese ataúd y ya no me despertaré.

»—Debe trabajar en él lo menos posible —exclamé.

»—A veces trabajo quince días y quince noches seguidos, durante las cuales vivo tan sólo de música. Después, descanso durante años.

»—¿Quiere interpretarme algo de su Don Juan Triunfante? —le pregunté, pensando que le gustaría y sobreponiéndome a la repugnancia que me causaba estar en aquella cámara de la muerte.

»—Jamás me pidas eso —contestó con voz sombría—. Este Don Juan no ha sido escrito según la letra de un Lorenzo da Ponte, inspirado por el vino, los pequeños amores y el vicio, castigado finalmente por Dios. Si quieres, interpretaré a Mozart, que hará correr tus bellas lágrimas y te inspirará honestos pensamientos. ¡Pero mi Don Juan, el mío, arde, Christine, y sin embargo no lo fulmina el fuego del cielo!…

»En este punto, volvimos a entrar al salón que habíamos abandonado. Me fijé que en ninguna parte de aquella estancia había espejos. Iba a decirlo, pero Erik se había sentado al piano, diciéndome:

»—Mira, Christine, hay una música tan terrible que consume a todos los que se le acercan. Felizmente aún no has llegado a ella, pues perderías tus frescos colores y ya no te reconocerían a tu regreso a París. Cantemos ópera, Christine Daaé.

»Me dijo: “Cantemos ópera, Christine Daaé”, como si se tratara de un insulto.

»Pero no tuve tiempo para detenerme a pensar en el tono que había dado a sus palabras. Inmediatamente comenzamos el dúo de Otelo, y ya la catástrofe se cernía sobre nuestras cabezas. Esta vez me había dejado el papel de Desdémona, que canté con una desesperación y un espanto que no había alcanzado hasta aquel día. En lugar de paralizarme, la proximidad de semejante compañero me inspiraba un espléndido terror. Los hechos de los que era víctima me acercaban extraordinariamente al pensamiento del poeta y encontré tonalidades que hubieran maravillado al músico. Él cantaba con voz de trueno y su alma vengativa se volcaba sobre cada sonido, aumentando terriblemente su potencia. El amor, los celos y el odio brotaban en torno a nuestros gritos desgarradores. La máscara negra de Erik me recordaba el rostro del Moro de Venecia. Era la viva imagen de Otelo. Creí que me iba a golpear, que me haría caer con sus golpes… y, sin embargo, no hacía el menor movimiento para huir de él y evitar su furor como la tímida Desdémona. Por el contrario, me acercaba a él, atraída, fascinada, encontrando el encanto de la muerte en semejante pasión. Pero antes de morir, quise conocer, para conservar la imagen en mi última mirada, aquellos rasgos desconocidos a los que debía haber transformado el fuego del arte eterno. Quise ver el rostro de la Voz, e instintivamente, mediante un gesto que no pude contener, ya que no era dueña de mí, mis dedos ágiles arrancaron la máscara…

»¡Oh!, ¡horror!, ¡horror!… ¡Horror!».

Christine se detuvo ante aquella visión a la que aún parecía querer apartar con sus manos temblorosas, mientras que los ecos de la noche, al igual que habían repetido el nombre de Erik, repetían tres veces: «¡Horror, horror, horror!». Raoul y Christine, siempre estrechamente abrazados, sobrecogidos por el relato, alzaron sus ojos hacia las estrellas que brillaban en un cielo tranquilo y puro.

—Es extraño, Christine —dijo Raoul—, lo llena de gemidos que está una noche tan dulce y apacible. Se diría que se lamenta junto con nosotros.

—Ahora que va a conocer el secreto —contestó ella—, sus oídos, al igual que los míos, se van a llenar de lamentos.

Apretó las manos protectoras de Raoul entre las suyas y, sacudida por un largo estremecimiento, continuó:

—Aunque viviese cien años, siempre oiría el aullido sobrehumano que lanzó, el grito de su dolor y de su rabia infernales, mientras aquella cosa aparecía ante mis ojos dilatados por el espanto, tan abiertos como mi boca, que no se había cerrado y que sin embargo no gritaba ya.

»¡Oh, Raoul, aquella cosa! ¿Cómo dejar de verla? Si mis oídos están llenos de sus gritos, mis ojos están hechizados por su rostro. ¡Qué imagen! ¿Cómo dejar de verla y cómo hacer que la vea?… Raoul, usted ha visto las calaveras cuando están secas por el paso de los siglos y si no fue víctima de una horrible pesadilla, vio también su calavera la noche de Perros. También ha visto pasearse durante el último baile de disfraces a la «Muerte roja». Pero todas esas calaveras permanecían inmóviles y su mudo horror ya no vivía. Pero imagine, si es capaz, la máscara de la Muerte reviviendo de repente para expresar, por los agujeros negros de sus ojos, su nariz y su boca, la ira desatada, el furor soberano de un demonio: imagine la ausencia de mirada en los agujeros de los ojos, ya que, como supe más tarde, no pueden verse sus ojos de brasa más que en la noche profunda… Yo debía ser, pegada a la pared, la viva imagen del Espanto, como él era la de la Repulsión.

»Entonces, acercó a mí el rechinar horrible de sus dientes sin labios y, mientras yo caía de rodillas, me susurró lleno de odio cosas insensatas, palabras interrumpidas, maldiciones, delirio… ¡Y no sé cuántas cosas más!…

»—¡Mira! —gritaba inclinado sobre mí—, ¡has querido ver, ve, pues! ¡Impregna tus ojos, embriaga tu alma con mi maldita fealdad! ¡Mira el rostro de Erik! ¡Ahora conoces el rostro de la Voz! ¿No te bastaba, dime, con escucharme? Has querido saber cómo estaba hecho. ¿Por qué sois tan curiosas las mujeres?

»Y se echaba a reír mientras repetía: “¡Sois tan curiosas las mujeres!”… con una risa atronadora, ronca, espumeante, terrible… Decía también cosas como éstas:

»—¿Estás contenta? Soy hermoso, ¿no?… Cuando una mujer me ha visto, como lo acabas de hacer tú, es mía ¡Me ama para siempre! Soy un tipo sólo comparable a Don Juan.

»Y alzándose con los puños en las caderas, balanceándose sobre los hombros aquella cosa repulsiva que le servía de cabeza, tronaba:

»—¡Mírame! Soy Don Juan triunfante.

»Al verme girar la cabeza pidiendo piedad, me cogió brutalmente por el pelo y me obligó a mirarlo. Sus dedos de muerte se enlazaron a mis cabellos».

—¡Basta, basta! —interrumpió Raoul—. ¡Lo mataré, lo mataré! ¡En el nombre del cielo, Christine, dime dónde está el comedor del lago! ¡Lo mataré!

—Calle Raoul, si quiere usted saberlo todo.

—¡Ah, sí! Quiero saber cómo y por qué volvió usted. Ese es el secreto, Christine, en realidad no hay otro. ¡Pero de todas formas, lo mataré!

—¡Oh Raoul mío, si quiere saber, escuche! Me arrastraba por el pelo y entonces…, y entonces… ¡Oh, esto es aún más horrible!

—Dilo ahora… —exclamó Raoul con aire amenazador—. ¡Dilo pronto!

—Entonces dijo entre silbidos:

»—¿Qué? ¿Te doy miedo? ¿Es posible?… Crees quizá que llevo aún una máscara, ¿no? ¿Y que esto… esto, mi cabeza, es una máscara? Pues bien, ¡arráncala como la otra! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Otra vez! ¡Quiero que lo hagas! ¡Tus manos! ¡Tus manos!… Dame tus manos…

Si no te bastan, te prestaré las mías… y entre los dos arrancaremos la máscara.

»Me arrojé a sus pies, pero él me cogió las manos, Raoul, y las hundió en el horror de su cara… Con mis uñas se arrancó la carne, su horrible carne muerta.

»—¡Mira, mira!… —exclamaba desde el fondo de su garganta que bramaba como una fragua—. ¡Entérate de una vez de que estoy hecho con materia de muerte!… ¡De la cabeza a los pies!… ¡Y que es un cadáver el que te ama, te adora y no te dejará nunca, nunca!… Haré ensanchar el ataúd, Christine, para más tarde, cuando hayamos acabado nuestros amores… ¿Ves?, ya no río, lloro…, lloro por ti que me has arrancado la máscara y que por ella no podrás abandonarme jamás… Mientras podías creerme hermoso, Christine, podías volver… Sé que hubieras vuelto…, pero ahora que conoces mi monstruosidad huirás para siempre… ¡¡¡No te soltaré!!! ¿Por qué has querido verme? ¡Insensata, loca Christine, por qué has querido verme!… ¡Si mi padre no me ha visto jamás y mi madre, para no verme, me regaló llorando mi primera máscara!

»Por fin me había soltado, y yo me arrastraba por el parqué entre sollozos. Después, como un reptil, se arrastró, salió de la habitación y entró en la suya, cuya puerta se volvió a cerrar, y yo me quedé sola, entregada a mi horror y a mis pensamientos, libre de la visión de la cosa. Un inmenso silencio sepulcral había sucedido a aquella tormenta y pude reflexionar acerca de las terribles consecuencias del gesto que había hecho al arrancarle la máscara. Las últimas palabras del monstruo me habían informado de sobra. Yo misma me había aprisionado para siempre y mi curiosidad iba a ser la causa de todas mis desgracias. Me lo había advertido con frecuencia… Me había repetido que no correría ningún peligro mientras no tocase la máscara, y yo la había tocado. Maldije mi imprudencia, pero me di cuenta temblando de que el razonamiento del monstruo era lógico. Sí, habría vuelto si no le hubiera visto el rostro… Ya me había conmovido lo suficiente, interesado, incluso apiadado, mediante sus lágrimas enmascaradas, para que permaneciera impasible ante su ruego. Por último, yo no era una ingrata y su defecto no iba a hacerme olvidar que era la Voz y que me había reconfortado con su genio. ¡Habría vuelto! ¡Pero ahora, de encontrarme lejos de aquellas catacumbas, no volvería! ¡No se vuelve para encerrarse en una tumba con un cadáver que te ama!

»Por su manera excitada de actuar durante la escena, y de mirarme, o mejor dicho, de acercar a mí los dos agujeros negros de su mirada invisible, había podido darme cuenta de que su pasión no tenía limites. Para que no me tomara en sus brazos, en un momento en que no podía ofrecerle la menor resistencia, era preciso que aquel monstruo fuera a la vez un ángel y, quizás, a pesar de todo, lo era un poco: el Ángel de la música, y puede que lo hubiera sido del todo sí Dios le hubiera dado otro físico en lugar de vestirlo de podredumbre.

»Extraviada ante la idea del destino que me estaba reservado, presa del terror de ver volverse a abrir la puerta de la habitación del ataúd y de volver a ver el rostro del monstruo sin máscara, me había deslizado hasta mi propio cuarto y me había apoderado de las tijeras que podían poner término a mi espantoso destino…, cuando en ese momento oí las notas de un órgano…

»Entonces fue cuando empecé a entender las palabras de Erik acerca de lo que llamaba, con un desprecio que me había dejado estupefacta, la música de ópera, ya que lo que oía no tenía nada que ver con lo que me había fascinado hasta entonces. Su Don Juan Triunfante (ya que no me cabía la menor duda de que se había volcado en su obra maestra para olvidar el horror de lo que acababa de ocurrir), su Don Juan Triunfante no me pareció al principio más que un largo, horrible y magnífico sollozo en el que el pobre Erik había vertido toda su miseria maldita.

»Volvía a ver el cuaderno de notas rojas e imaginaba fácilmente que aquella música había sido escrita con sangre. Me paseaba con todo detalle a través del martirio; me hacía entrar en todos los rincones del abismo habitado por la fealdad humana; me mostraba a Erik golpeando atrozmente a su pobre cabeza repulsiva contra las paredes fúnebres de aquel infierno y rehuyendo, para no asustarlos, la mirada de los hombres. Asistía anonadada, jadeante, desesperada y vencida, a la eclosión de aquellos acordes maravillosos en los que se divinizaba el Dolor, después, los sonidos que subían del abismo se agruparon de repente en un vuelo prodigioso y amenazante; su tropa tornasolada pareció escalar el cielo al igual que el águila cuando sube hacia el sol; aquella sinfonía pareció abrazar el mundo y comprendí que la obra se había realizado por fin y que la Fealdad, elevada en alas del Amor, se había atrevido a mirar cara a cara a la Belleza. Me sentía como ebria; la puerta que me separaba de Erik cedió ante mis esfuerzos. Se había levantado al oírme, pero no se atrevió a volverse.

»—¡Erik! —exclamé—, enséñeme el rostro sin terror. Le juro que es usted el más desgraciado y sublime de los hombres y, si a partir de ahora Christine Daaé tiembla al mirarle, ¡es porque piensa en la grandeza de su genio!

»Entonces Erik se volvió. Había creído en mí y yo también, por desgracia… ¡y yo, ay, ay…, yo tenía fe en mí!… Elevó hacia el Destino sus manos descarnadas y se arrodilló ante mí con palabras de amor…

»… Con palabras de amor en su boca de muerte…, la música se había callado…

»Besaba el borde de mi falda, y no vio que yo cerraba los ojos.

»¿Qué más puedo decirle, Raoul? Ahora, ya conoce el drama… Durante quince días se repitió…, quince días durante los cuales le mentí. Mi mentira fue tan horrible como el monstruo al que iba dirigida; y a ese precio fue como pude conseguir la libertad. Quemé su máscara. Desempeñé tan bien mi papel que, cuando no cantaba, se atrevía a mendigar alguna de mis miradas, como un perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Se convirtió así como en un esclavo fiel y me rodeaba de mil cuidados. Poco a poco llegué a inspirarle tanta confianza que se atrevió a llevarme a las orillas del Lago Averno y a pasearme en barca por sus aguas de plomo; en los últimos días de mi cautiverio, por la noche, me hacía atravesar las verjas que encierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí nos esperaba un carruaje que nos llevaba hasta la soledad del Bois.

»La noche en la que nos encontramos estuvo a punto de resultarme trágica, ya que siente hacia usted unos celos horribles; a los que no he podido combatir más que afirmando su próxima partida… Por fin, después de quince días de aquel abominable cautiverio, en el que me sentí unas veces transportada de piedad, otras de entusiasmo, de angustia y de horror, me creyó cuando le dije: ¡Volveré!».

—Y ha vuelto, Christine —gimió Raoul.

—Es cierto, Raoul, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas con las que acompañó mi libertad las que me ayudaron a mantener mi palabra, sino el sollozo desesperado que lanzó en el umbral de su tumba.

»Sí, ese sollozo —repitió Christine moviendo dolorosamente la cabeza— me encadenó al desventurado monstruo más de lo que yo misma suponía en el momento de decirnos adiós. ¡Pobre Erik, pobre Erik!».

—Christine —dijo Raoul poniéndose de pie—, dice usted que me ama, pero pocas horas han transcurrido desde que ha recuperado recobrado su libertad que ya vuelve al lado de Erik… ¡Recuerde el baile de disfraces!

—Las cosas habían sido acordadas así… recuerde también que aquellas horas las pasé con usted, Raoul…, con peligro para los ambos…

—Durante aquellas horas dudé de que me amase.

—¿Aún lo duda, Raoul?… Sepa entonces que cada uno de mis viajes al lado de Erik ha aumentado mi horror hacia él, ya que cada uno de estos viajes, en lugar de calmarlo como yo esperaba, le vuelven aún más loco de amor… ¡y tengo miedo! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!

—Tiene miedo… Pero, ¿me ama?… Si Erik no fuera como es, ¿me amaría, Christine?

—¡Desventurado! ¿Por qué tentar al destino? ¿Para qué preguntarme cosas que he ocultado en el fondo de mi conciencia como un pecado?

Se levantó a su vez, rodeó la cabeza del joven con sus bellos brazos y le dijo:

—¡Oh, mi prometido de un día! Si no le amase no le ofrecería mis labios, por primera y última vez.

Él los tomó, pero la oscuridad que les rodeaba se desgarró de tal manera que huyeron como si se acercara una tormenta, y sus ojos, en los que habitaba el temor de Erik, les reveló, antes de desaparecer en el fondo de los tejados, allá arriba, por encima de ellos, ¡un inmenso pájaro nocturno que les miraba con sus ojos de brasa, y que parecía aferrado a las cuerdas de la lira de Apolo!

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