Capítulo XIV Un golpe genial del maestro en trampillas

Raoul y Christine corrieron, corrieron. Ahora huían del tejado donde se encontraban los ojos de brasa, que sólo se ven en lo más profundo de la noche; y no se detuvieron hasta llegar al octavo piso.

Aquella noche no había función y los pasillos de la ópera estaban desiertos.

De pronto, una extraña silueta surgió ante los jóvenes, cortándoles el paso.

—¡No! ¡Por aquí no!

Y la silueta les indicó otro pasillo por el cual podían llegar entre los bastidores.

Raoul quería detenerse, pedir explicaciones.

—¡Vamos, vamos, aprisa! —ordenó aquella sombra vaga oculta en una especie de capa y cubierta con un bonete puntiagudo.

Pero ya Christine arrastraba a Raoul y le obligaba a seguir corriendo:

—¿Pero quién es? ¿Quién es ése? —preguntaba el joven.

—¡Es el Persa!… —contestaba Christine.

—¿Qué hace aquí?

—Nadie sabe nada de él… ¡Está siempre en la ópera!

—Lo que usted me obliga a hacer, Christine, es una cobardía —dijo Raoul, que estaba muy alterado—. Me hace huir. Es la primera vez en mi vida.

—¡Bah! —contestó Christine que empezaba a calmarse—. Creo que hemos huido de la sombra de nuestra imaginación.

—Si de verdad hemos visto a Erik, debería haberlo clavado a la lira de Apolo, como se clava a la lechuza en las tapias de nuestras granjas bretonas, y ya no hubiéramos tenido que ocupamos de él.

—Mi buen Raoul, primero habría tenido que subir a la lira de Apolo, y no es cosa fácil.

—Sin embargo, los ojos de brasa estaban allí.

—¡Bueno! Ya está usted como yo, dispuesto a verlo en todas partes, pero si se reflexiona, uno se dice: lo que he tomado por ojos de brasa no eran más que los clavos de oro de dos estrellas que contemplaban la ciudad a través de las cuerdas de la lira.

Y Christine bajó un piso más, seguida por Raoul.

—Ya que está decidida del todo a partir, Christine —dijo el joven—, vuelvo a insistir que valdría más huir ahora mismo. ¿Por qué esperar a mañana? ¡Quizá nos haya oído esta noche!…

—¡Imposible, imposible! Trabaja, repito, en su Don Juan Triunfante, y no se ocupa de nosotros.

—Está usted tan poco convencida que no deja de mirar hacia atrás.

—Vamos a mi camerino.

—Vámonos mejor fuera de la ópera.

—¡Jamás hasta el momento de huir! Nos expondríamos a alguna desgracia si no cumplo mi palabra. Le prometí no vernos más que aquí.

—Es un consuelo para mí que le permita esto. ¿Sabe —dijo Raoul con amargura— que has sido usted pero que muy audaz permitiéndome el juego del noviazgo?

—Pero, querido, él está al corriente. Me dijo: «Confío en ti, Christine. El señor de Chagny está enamorado de ti y debe irse. Antes de que se vaya, ¡que sea tan desventurado como yo!…».

—¿Y qué significa eso, por favor?

—Soy yo la que debería preguntárselo, Raoul. ¿Se es desgraciado cuando se ama?

—Sí, Christine. Cuando se ama y no se sabe si se es amado. —¿Dices eso por Erik?

—Por mí y por Erik —dijo el joven meneando al cabeza con aire pensativo y desolado.

Llegaron al camerino de Christine.

—¿Por qué se cree más segura en este camerino que en el teatro? —preguntó Raoul—. Si le oye usted a través de los muros, también él puede oírnos.

—¡No! Me ha dado su palabra de no ponerse tras las paredes de mi camerino, y yo creo en la palabra de Erik. Mi camerino y mi habitación, en la mansión del lago, son míos, exclusivamente míos, y sagrados para él.

—¿Cómo pudo abandonar usted este camerino para ir a parar a un corredor oscuro, Christine? ¿Quiere que intentemos repetir sus pasos?

—Es peligroso, amigo mío, porque el espejo podría llevarme otra vez y, en lugar de huir, me vería obligada a ir hasta el final del pasadizo secreto que conduce a las orillas del lago y desde allí llamar a Erik.

—¿La oiría?

—Por donde quiera que llame a Erik, Erik me oirá… Él fue quien me lo dijo. Es un genio muy especial. No hay que creer, Raoul, que se trata simplemente de un hombre que le divierte vivir bajo tierra. Hace cosas que ningún otro hombre podría hacer. Sabe cosas que el mundo viviente ignora.

—Tenga cuidado, Christine, está construyendo usted a un fantasma.

—No, no es un fantasma. Es un hombre del cielo y de la tierra. Eso es todo.

—¡Un hombre del cielo y de la tierra… eso es todo!… ¡Qué forma de hablar!… ¿Sigue decidida a huir de él?

—Sí, mañana.

—¿Quiere que le diga por qué querría que huyamos esta noche?

—Dígame, Raoul. ¡Porque mañana ya no estará decidida a nada!

—En ese caso, Raoul, me llevará usted a pesar mío… ¿Queda claro?

—Aquí, pues, mañana por la noche. A las doce estaré en su camerino. Pase lo que pase, yo cumpliré mi promesa —dijo el joven con aire sombrío—. ¿Ha dicho usted que después de la representación debe ir a esperarla en el comedor del lago?

—En efecto, es allí donde me ha citado.

—¿Y cómo podrá llegar hasta él, si no sabe salir del camerino «por el espejo»?

—Pues, encaminándome directamente hacia la orilla del lago.

—¿A través de todos los subterráneos? ¿Por las escaleras y los corredores en los que están los tramoyistas y las gentes de, servicio? ¿Cómo se las arreglaría para conservar el secreto de semejante viaje? Todo el mundo seguiría a Christine Daaé y llegaría al lago acompañada de una multitud.

Christine sacó de un cofrecillo una enorme llave y se la enseñó a Raoul.

—¿Qué es? —preguntó él.

—Es la llave de la verja del subterráneo de la calle Scribe.

—Entiendo, Christine, conduce directamente al lago. Por favor, deme esa nave.

—¡Jamás! —contestó ella con energía—. ¡Sería una traición! De repente, Raoul vio cómo Christine cambiaba de color. Una palidez mortal cubrió sus rasgos.

—¡Oh, Dios mío!… —exclamó—. ¡Erik, Erik!, tenga piedad de mí.

—¡Calle! —ordenó Raoul—. ¿No me ha dicho usted que podía oírla?

Pero la cantante se retorcía los dedos, mientras repetía en tono cada vez más extraviado:

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!

—Pero, ¿qué pasa? ¿Qué ocurre? —imploró el joven.

—El anillo.

—¿Qué anillo? Por favor, Christine, tranquilícese.

—El anillo de oro que me dio.

—¿Ah, es Erik quien le dio el anillo de oro?

—¡Lo sabe usted de sobras, Raoul! Pero lo que no sabe es lo que me dijo al dármelo: «Te devuelvo la libertad, Christine, pero a condición de que este anillo esté siempre en tu dedo. Mientras lo conserve, estarás a salvo de todo peligro, y Erik será tu amigo. Pero si te separas de él, será tu desgracio, Christine, ya que Erik se vengará»… ¡Amigo mío, el anillo no está ya en mi dedo!… ¡La desgracia ha caído sobre nosotros!

Buscaron en vano el anillo de oro. No lo encontraron. La joven no se calmaba.

—Fue mientras le he dado ese beso, bajo la lira de Apolo —intentó explicar temblando—; el anillo se habrá deslizado de mi dedo y caído a la ciudad. ¿Cómo encontrarlo ahora? ¿Qué desgracia nos amenaza ahora, Raoul? ¡Ah, huyamos!

—¡Huyamos en seguida! —volvió a insistir Raoul.

Ella dudó. Él creyó por un momento que iba a decir que sí… Pero después sus claras pupilas se turbaron y dijo:

—¡No, mañana!

Y se alejó precipitadamente, mientras continuaba retorciéndose los dedos como si de aquella manera el anillo fuera a aparecer.

En cuanto a Raoul, volvió a su casa muy preocupado por todo lo que había oído.

—¡Si no la salvo de las manos de ese charlatán está perdida! ¡Pero la salvaré! —dijo en voz alta en su cuarto, mientras se acostaba.

Apagó la lámpara y sintió en la oscuridad la necesidad de insultar a Erik.

—¡Farsante!… ¡Farsante!… ¡Farsante!… —gritó tres veces en voz alta.

Pero, de repente, se incorporó apoyándose en los codos. Un sudor frío se le pegó a las sienes. Dos ojos, ardientes como brasas, acababan de encenderse al pie de su cama. Le miraban fija, terriblemente, en la noche oscura.

Raoul era valiente, sin embargo temblaba. Estiró la mano tanteando, temblorosa, incierta, hacia la mesilla de noche. Al encontrar una caja de cerillas, encendió una. Los ojos desaparecieron.

Pensó, sin tranquilizarse en lo más mínimo.

«Ella me dijo que sus ojos sólo se veían en la oscuridad. Han desaparecido con la luz, pero él quizás esté aún ahí».

Y se levantó, buscó, pasó prudentemente revista a todas las cosas. Miró debajo de la cama como un niño. Entonces se encontró ridículo. Dijo en voz alta:

—¿Qué debo creer? ¿Qué no debo creer, con semejante cuento de hadas? ¿Dónde termina lo real y dónde empieza lo fantástico? ¿Qué habrá visto Christine? ¿Qué habrá creído ver?

Y añadió estremeciéndose:

—Y yo, ¿qué he visto? ¿Habré visto en realidad los ojos de brasa hace un momento? ¿Habrán brillado tan sólo en mi imaginación? ¡No estoy seguro de nada! ¡Mejor no pensar en esos ojos!

Se acostó. Volvió a quedar todo oscuro.

Los ojos reaparecieron.

—¡Oh! —suspiró Raoul.

Incorporándose en la cama los miraba también fijamente, con todo el valor de que era capaz. Después de un silencio en el que intentó recuperar toda su serenidad, gritó de repente:

—¿Eres tú, Erik? ¡Hombre, genio o fantasma! ¿Eres tú?

«Si es él… está en el balcón», pensó.

Entonces corrió en pijama hasta un mueblecito y tanteando cogió un revólver. Ya armado, abrió la ventana. La noche era muy fría. Raoul echó una ojeada al balcón desierto y volvió a entrar cerrando la puerta. Se acostó temblando, con el revólver sobre la mesita de noche, al alcance de su mano.

Una vez más, apagó la lámpara.

Los ojos seguían allí, al pie de la cama. ¿Estaban entre la cama y el cristal de la ventana, o detrás de la ventana, afuera, en el balcón?

Eso era todo lo que Raoul quería saber. Quería saber también si aquellos ojos pertenecían a un ser humano… Quería saberlo todo…

Entonces, tranquilamente y con frialdad, sin turbar a la noche que le rodeaba, el joven tomó su revólver y apuntó.

Apuntó a las dos estrellas de oro que le miraban con aquel curioso resplandor inmóvil.

Apuntó un poco más arriba que las dos estrellas. Si aquellas estrellas eran ojos, y si encima de aquellos ojos había una frente, y si Raoul no era demasiado torpe…

La detonación rodó con horrible estruendo en la paz de la casa dormida… Y mientras multitud de pasos se afanaban en los pasillos, Raoul, incorporándose en la cama con el brazo tendido, dispuesto a volver a disparar, miraba…

Esta vez las dos estrellas habían desaparecido.

Luz, criados, el conde Philippe terriblemente inquieto.

—¿Qué sucede, Raoul?

—Me parece que he soñado —contestó el joven—. He disparado a dos estrellas que me impedían dormir.

—¿Divagas?… ¡Te encuentras bien!… Por favor, Raoul, ¿qué ha pasado?… —y el conde se apoderó del revólver.

—¡No, no! No divago… Además, ahora mismo lo sabemos…

Se levantó, se puso una bata y las pantuflas, cogió la luz que un criado le alcanzaba y, abriendo la puerta, salió al balcón.

El conde había visto que el cristal de la ventana estaba atravesado por una bala a la altura de un hombre. Raoul se asomaba por el balcón con la lámpara en la mano.

—¡Ajá! —exclamó—. ¡Sangre, sangre!… Aquí… Allí… Más sangre. ¡Mejor, un fantasma que sangra… es menos peligroso! —susurró mientras reía sarcásticamente.

—¡Raoul, Raoul, Raoul!

El conde le zarandeaba como si intentara sacar a un sonámbulo de su peligroso sueño.

—¡Pero, hermano, no estoy dormido! —protestó Raoul impacientado—. Puedes ver esa sangre. Creía que estaba soñando y que había disparado sobre dos estrellas. Eran los ojos de Erik, y ésta es su sangre… —súbitamente inquieto, añadió—: ¡Después de todo, quizá he hecho mal en disparar, y Christine es capaz de no perdonármelo!… Nada hubiera ocurrido si hubiera tomado la precaución de correr las cortinas de la ventana en el momento de acostarme.

—¡Raoul! ¿Es que te has vuelto loco de repente? ¡Despierta!

—¡Otra vez! Harías mejor, hermano mío, ayudándome a encontrar a Erik…, ya que, a fin de cuentas, un fantasma que sangra se puede encontrar…

El mayordomo del conde dijo:

—Es cierto, señor, que hay sangre en el balcón.

Un criado trajo una lámpara a cuya luz pudieron examinar todo. El rastro de sangre seguía la rampa del balón y llegaba hasta un canalón, a lo largo del cual subía.

—Amigo mío —dijo el conde—, has disparado a un gato.

—Lo malo —exclamó Raoul con una nueva carcajada burlona que sonó dolorosamente en los oídos del conde— es que es muy posible. Con Erik nunca se sabe. ¿Es Erik? ¿Es un gato? ¿Es el fantasma? ¿Es de carne y hueso o sólo una sombra? ¡No, no! ¡Con Erik nunca se sabe!

Raoul se aferraba a aquellas frases extrañas que respondían tan íntima y lógicamente a las preocupaciones de su espíritu y que se identificaban a las confidencias, a la vez reales y con apariencia sobrenatural, de Christine Daaé. Y sus frases no contribuyeron poco en persuadir a muchos de que el cerebro del joven no funcionaba bien. El mismo conde lo creyó y, más tarde, el juez de instrucción, ante el informe del comisario de policía, no tuvo la menor duda en llegar a la misma conclusión.

—¿Quién es Erik? —preguntó el conde apretando la mano de su hermano.

—¡Es mi rival! ¡Y si no está muerto, lo mismo me da!

Con un gesto, despidió a los criados.

La puerta de la habitación volvió a cerrarse dejando solos a los dos Chagny. Pero los criados no se alejaron tan rápidamente como para no permitir que el mayordomo del conde oyera cómo Raoul pronunciaba fuerte y claramente:

—¡Esta noche raptaré a Christine Daaé!

Esta frase fue repetida más tarde ante el juez de instrucción Faure. Pero nunca se supo exactamente qué se dijeron los dos hermanos durante esa entrevista.

Los criados contaron que aquella noche no era la primera vez que discutían.

Si, a través de unas paredes se oían gritos, y siempre se mencionaba a una artista llamada Christine Daaé.

A la hora del almuerzo —el almuerzo matutino, que el conde tomaba en su gabinete de trabajo—, Philippe ordenó que fueran a decir a su hermano que deseaba verlo. Raoul llegó, sombrío y mudo. La escena fue muy breve.

El conde. —¡Lee esto!

Philippe entrega a su hermano un periódico: L’Épóque. Con el dedo, señala la siguiente crónica.

El vizconde lee con desdén:

«Una gran noticia en el barrio: la señorita Christine Daaé, artista lírica, y el señor vizconde Raoul de Chagny se han comprometido. Si se da crédito a los rumores de entre bastidores, el conde Philippe se habría negado, afirmando que, por primera vez, los Chagny no cumplirían su promesa. Dado que el amor, en la ópera más aún que en otras partes, es todopoderoso, nos preguntamos de qué medios puede valerse el conde Philippe para impedir que su hermano el vizconde lleve al altar a la nueva Margarita. Se dice que los dos hermanos se adoran, pero el conde se engaña extrañamente si espera que el amor fraternal ceda al amor a secas».

El conde (triste). —Ya lo ves, Raoul, nos pones en ridículo… Esa chica te ha sorbido el seso con sus cuentos de fantasmas.

(El vizconde había pues explicado a su hermano el relato de Christine Daaé).

El vizconde. —¡Adiós, hermano!

El conde. —¿Estás decidido? ¿Te marchas esta noche? (El vizconde no contesta).… ¿Con ella?… ¿Serás capaz de semejante tontería? (Silencio del vizconde). ¡Yo sabré impedírtelo!

El vizconde. —¡Adiós, hermano!

(Se marcha).

Esta escena fue explicada al juez de instrucción por mismo hermano, que no debía volver a ver a Raoul más que aquella noche, en la ópera, algunos minutos antes de la desaparición de Christine.

En efecto, Raoul dedicó todo aquel día a los preparativos del rapto.

Los caballos, el carruaje, el cochero, las provisiones, las maletas, el dinero necesario, el itinerario —era preciso no tomar el tren para poder despistar al fantasma—, todo esto le ocupó hasta las nueve de la noche.

A las nueve, una especie de berlina, con las cortinas echadas y las puertas herméticamente cerradas, ocupó un sitio en la fila junto a la Rotonda. Iba tirada por dos vigorosos caballos y conducida por un cochero cuyo rostro era difícil distinguir, tan envuelto estaba entre los pliegues de una bufanda. Delante de esta berlina había tres coches. Más tarde, la instrucción estableció que se trataba de los de la Carlotta, llegada repentinamente a París, de la Sorelli y, delante de todos, el del conde de Chagny. De la berlina no bajó nadie. El cochero permaneció en su asiento. Los otros tres cocheros habían permanecido igualmente en el suyo.

Una sombra, envuelta en una gran capa negra con un sombrero de fieltro, también negro, pasó por la acera, entre la Rotonda y los vehículos. Parecía mirar atentamente la berlina. Se acercó a los caballos, después al cochero, antes de alejarse sin haber pronunciado una sola palabra. La instrucción creyó más tarde que aquella sombra era la del vizconde Raoul de Chagny. En lo que a mí se refiere, no lo creo así, teniendo en cuenta que el vizconde de Chagny llevaba un sombrero de copa, igual que las otras noches, y que además el sombrero fue encontrado más tarde. Más bien creo que aquella sombra era la del fantasma, que estaba al corriente de todo como ahora mismo veremos.

Por casualidad, se representaba Fausto. La concurrencia era de las más brillantes. El público de la ópera estaba maravillosamente representado. Por aquella época, los abonados no cedían, no alquilaban ni subalquilaban ni se compartían los palcos con financistas, comerciantes o extranjeros. Hoy en día podemos ver en el palco del marqués de cual, ya que sigue conservando su título, pues el marqués es por contrato su titular, pero en ese palco, decíamos, descansa Cómodamente un vendedor de tocino y su familia, y está en su derecho ya que paga el palco del marqués. Antaño, estas costumbres eran Prácticamente desconocidas. Los palcos de la ópera eran salones en los que se reunían los hombres de mundo quienes, a veces, les gustaba la música.

Toda esa concurrencia se conocía, sin que por ello se frecuentara Necesariamente. Pero llevaban los nombres en la cara y la fisionomía del conde de Chagny era conocida por todos.

La noticia aparecida por la mañana en L’Époque debía haber surtido su pequeño efecto, ya que todas las miradas se dirigían hacia el palo en el que el conde Philippe, con aspecto de absoluta indiferencia y aire despreocupado, se encontraba completamente solo. El elemento femenino de aquella esplendorosa asamblea parecía especialmente Intrigado y la ausencia del vizconde daba pie a cientos de cuchicheos detrás de los abanicos. Christine Daaé fue acogida con bastante frialdad. Aquel público distinguido no le perdonaba que mirara tan alto.

La diva notó la mala disposición de una parte de la sala y se sintió turbada.

Los asiduos, que pretendían estar al corriente de los amores del vizconde, no pudieron evitar sonreír en ciertos pasajes del papel de Margarita. Por eso se volvieron ostensiblemente hacia el palco de Philippe de Chagny cuando Christine cantó la frase: «Querría saber quién era aquel joven, si es un gran señor y cómo se llama».

Con el mentón apoyado en la mano, el conde no parecía preocuparse de aquellas manifestaciones. Fijaba los ojos en el escenario. Pero, ¿lo miraba? Parecía muy ausente…

Christine iba mostrándose cada vez más insegura. Temblaba. Se encaminaba hacia él desastre… Carolus Fonta se preguntó si se encontraba mal, si podría mantenerse en escena hasta el final del acto que era el del jardín. En la sala, la gente recordaba la desgracia ocurrida a la Carlotta el final de este acto, y el «cuac» histórico que por el momento había suspendido su carrera en París.

Precisamente entonces, la Carlotta hizo su entrada en un palco lateral, entrada sensacional. La pobre Christine levantó los ojos hacia aquel nuevo motivo de turbación. Reconoció a su rival. Le pareció verla sonreír irónicamente. Esto la salvó. Lo olvidó todo para triunfar una vez más.

A partir de este momento, cantó con toda su alma. Intentó superar todo lo que había hecho hasta entonces, y lo consiguió. En el último acto, cuando comenzó a invocar a los ángeles y a ascender del suelo, arrastró en un nuevo vuelo a toda la sala estremecida y todos creyeron tener alas.

Ante aquella llamada sobrehumana, un hombre se había levantado en el centro del anfiteatro y se mantenía de pie, de cara a la artista, como si con el mismo movimiento dejara también la tierra… Era Raoul:

¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes! ¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes!

Y Christine, con los brazos tendidos, la garganta inflamada, envuelta en la gloria de su cabellera desatada sobre sus hombros desnudos, lanzaba el clamor divino:

¡Llevad mi alma al seno de los cielos!

Fue entonces cuando una repentina oscuridad se hizo en el teatro. Todo fue tan rápido que los espectadores no tuvieron siquiera tiempo de lanzar un grito de estupor, ya que la luz volvió de nuevo a iluminar el escenario.

… ¡Pero Christine Daaé había desaparecido! ¿Qué había sido de ella?… ¿Qué milagro era aquél?… Todos se miraron sin entender y una gran emoción se apoderó de todos. El desasosiego no era menor en el escenario que en la sala. Desde los bastidores la gente se precipitaba hacia el lugar en el que, hacía un instante, Christine cantaba. El espectáculo se interrumpía en medio del mayor desorden.

¿Adónde, adónde había ido Christine? ¿Qué sortilegio la había arrebatado a millares de espectadores entusiasmados y los mismos brazos de Carolus Fonta? En realidad, podían preguntarse si, en virtud de su ruego inflamado, los ángeles no la habían llevado realmente «al seno de los cielos» en cuerpo y alma…

Raoul, siempre de pie en el anfiteatro, había lanzado un grito. El conde Philippe se había incorporado en su palco. Todos miraban el escenario, miraban al conde, miraban a Raoul, y se preguntaba si el curioso suceso no tenía nada que ver con la nota aparecida aquella misma mañana en el periódico. Pero Raoul abandonó a toda prisa su sitio, el conde desapareció de su palco y, mientras bajaba el telón, los abonados se precipitaron hacia la entrada de artistas. En medio de una indescriptible confusión y algarabía, el público esperaba un anuncio. Todos hablaban a la vez. Cada cual pretendía explicar cómo habían ocurrido las cosas. Unos decían: «Ha caído en una trampilla». Otros: «Ha sido elevada en las bambalinas. La pobre ha sido quizá sido víctima de un nuevo truco estrenado por la nueva dirección». Y otros aún: «Es una emboscada. La coincidencia de la oscuridad y la desaparición lo prueban sobradamente».

Por fin, se levantó el telón, y Carolus Fonta, avanzando hasta el estrado del director de orquesta, anunció con una voz grave y triste:

—¡Señoras y señores, algo inaudito, que nos sume en una profunda inquietud, acaba de producirse! ¡Nuestra compañera Christine Daaé ha desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos saber cómo!

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