LXVIII   El cobertor

He prestado no poca atención a ese tema tan traído y llevado que es la piel de la ballena. He tenido controversias sobre él con expertos balleneros en el mar y con doctos naturalistas en tierra. Mi opinión primitiva permanece inalterada, pero es sólo una opinión. La cuestión es: ¿qué es y dónde está la piel de la ballena? Ya sabéis lo que es su grasa. Esa grasa es algo de consistencia de carne de buey, firme y de fibra apretada, pero más dura, más elástica, más compacta, alcanzando en espesor desde ocho o diez a doce o quince pulgadas.

Ahora, por absurdo que parezca a primera vista hablar de la piel de un animal como de algo que tenga tal suerte de consistencia y espesor, sin embargo, de hecho no hay argumentos contra tal suposición, porque no se puede arrancar ninguna otra capa densa que envuelva el cuerpo de la ballena sino esa misma grasa; y la capa externa que envuelve a un animal, si es razonablemente consistente, ¿qué puede ser sino la piel? Verdad es que del cuerpo muerto e intacto de la ballena se puede rascar con la mano una sustancia infinitamente sutil y transparente, algo parecido a las más sutiles escamas de la colapez, sólo que casi tan flexible y blanda como el raso; esto es, antes que se seque, pues entonces no sólo se contrae y espesa, sino que se vuelve dura y quebradiza. Tengo varios trozos secos así, que uso como señales en mis libros balleneros. Es transparente, como antes dije; y al ponerla sobre la página impresa, a veces me he complacido imaginando que hacía efecto de lente de aumento. En cualquier caso, es grato leer sobre las ballenas a través de sus propias gafas, como quien dice. Pero adonde quiero ir es a esto: esa misma sustancia infinitamente sutil y como colapez que, según reconozco, reviste todo el cuerpo de la ballena, no se considera tanto como la piel del animal, cuanto, por decirlo así, como la piel de la piel, pues sería sencillamente ridículo decir que la verdadera piel de la enorme ballena es más sutil y tierna que la piel de un niño recién nacido. Pero basta de esto.

Suponiendo que la grasa sea la piel de la ballena, entonces, si esa piel, como ocurre en el caso de un cachalote muy grande, produce la cantidad de cien barriles de aceite, y si se considera que en cantidad, o mejor dicho, en peso, este aceite, en su estado exprimido, es sólo tres cuartas partes y no la entera sustancia de su revestimiento, se puede sacar por aquí alguna idea de lo enorme de esta masa animada, si una mera parte de su mero tegumento proporciona un lago de líquido como ése. Calculando diez barriles por tonelada, se obtienen diez toneladas como peso neto de solamente tres cuartas partes de la materia de la piel de la ballena. En vida, la superficie visible del cachalote no es la menor entre las maravillas que presenta. Casi sin falta, está toda ella cruzada y recruzada oblicuamente por innumerables marcas rectas en denso orden, algo así como los de los más finos grabados italianos de línea. Pero esas señales no parecen estar grabadas en la sustancia de colapez antes mencionada, sino que parecen verse a través de ella, como si estuvieran grabadas en el cuerpo mismo. Y no es eso todo. En algunos casos, para una mirada viva y observadora, esas marcas lineales, como en un auténtico grabado, no constituyen más que el fondo para otras delineaciones. Estas son jeroglíficas, esto es, si llamáis jeroglíficos a esas misteriosas cifras en las paredes de las pirámides, entonces ésta es la palabra adecuada para situar en el presente contexto. Por mi memoria retentiva de los jeroglíficos de un determinado cachalote, quedé muy impresionado con una placa que reproducía los antiguos caracteres indios cincelados en las famosas murallas con jeroglíficos que hay en las orillas del Alto Mississippi. Como esas místicas rocas, también, la ballena místicamente marcada sigue siendo indescifrable. Esa alusión a las rocas indias me recuerda otra cosa. Además de todos los demás fenómenos que presenta el exterior del cachalote, no es raro que muestre el lomo, y sobre todo los flancos, con su aspecto lineal regular, borrado en gran parte debido a numerosos arañazos violentos, de aspecto por completo irregular y azaroso. Yo diría que esas rocas de la costa de New England, que Agassiz imagina que ostentan las señales de violento contacto y rozamiento con grandes icebergs a la deriva; a mi juicio, esas rocas deben parecerse no poco al cachalote en ese aspecto. También me parece que tales arañazos del cachalote probablemente están hechos por el contacto hostil con otras ballenas, pues los he notado sobre todo en los grandes toros adultos de esta especie.

Una palabra o dos sobre este asunto de la piel o grasa de la ballena. Ya se ha dicho que se le arranca en largas piezas, llamadas «piezas de cobertor». Como muchos términos marítimos, éste es muy afortunado y significativo. Pues la ballena, en efecto, está arropada en su grasa como en una auténtica manta o colcha; o, mejor aún, como en un poncho indio echado por la cabeza y que le rodea como una falda su extremidad. Por causa de este caliente arropamiento de su cuerpo, la ballena es capaz de mantenerse a gusto en todos los climas, en todos los mares, tiempos y mareas. ¿Qué sería de una ballena de Groenlandia, digamos, en esos mares helados y estremecedores del norte, si no estuviera provista de su caliente sobretodo? Verdad es que se encuentran otros peces muy vivaces en esas aguas hiperbóreas, pero ésos, ha de observarse, son los otros peces, de sangre fría y sin pulmones, cuyas mismísimas barrigas son refrigeradores; criaturas que se calientan al socaire de un iceberg, como un viajero invernal que se calentara ante el fuego de una posada; mientras que la ballena, como el hombre, tiene pulmones y sangre caliente. Heladle la sangre, y se muere. Qué maravilloso es entonces —salvo después de la explicación— que ese gran monstruo, para quien el calor corporal es tan indispensable como para el hombre; qué maravilloso es, digo, que se encuentre en su casa sumergido hasta los labios en esas aguas árticas, donde, cuando los marineros caen por la borda se les encuentra a veces, meses después, congelados verticalmente en el corazón de campos de hielo, igual que se encuentra una mosca presa en el ámbar. Pero más sorprendente es saber, como se ha probado por experiencia, que la sangre de una ballena polar es más caliente que la de un negro de Borneo en verano.

A mí me parece que aquí vemos la rara virtud de una fuerte vitalidad individual, y la rara virtud de unas paredes gruesas, y la rara virtud de la espaciosidad interior. ¡Oh, hombre, admira a la ballena y tómala por modelo! Permanece también tú caliente entre el hielo. Tú también vives en este mundo sin ser de él. Quédate frío en el ecuador; mantén fluida tu sangre en el Polo. Como la gran cúpula de San Pedro, y como la gran ballena, conserva, ¡oh, hombre!, en todas las estaciones una temperatura propia.

Pero ¡qué fácil y qué desesperanzado enseñar estas cosas tan hermosas! De las construcciones, ¡qué pocas tienen cúpulas como la de San Pedro! De las criaturas, ¡qué pocas son tan vastas como la ballena!

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