- I -

Cuando entre los prosistas clásicos franceses se cita a los primeros maestros, a los que supieron revestir las ideas más originales, sólidas y verdaderas con estilo inimitable, envidiado hasta de aquellos que durante toda su vida se ejercitaron en el arte de escribir, a Felipe de Commines, Montaigne, la marquesa de Sevigné y el duque de San Simón, siempre se coloca a Montaigne en el lugar más honorífico. La prosa de los Ensayos es entre todas la más original, la más viva, la en que todo espíritu cultivado encuentra, sin necesidad de buscarlas ni de descubrirlas, mayor número de bellezas, encantos y sorpresas, reflejo fiel de uno de los entendimientos más perspicaces y analíticos que registran los anales literarios de todos los pueblos, filósofo, poeta y pensador original en cuantos órdenes de ideas su espíritu se detuvo o ponderó.

Miguel Eyquem, señor de Montaigne, nació en el castillo de Montaigne (de donde sus ascendientes tomaron el nombre), en los confines del Perigord, el último día de febrero de 1533, entre once y doce de la mañana.[2] Su padre descendía de una antigua familia de comerciantes de Burdeos; su madre era de origen español.

Todos los datos de su biografía, desprovista de grandes acontecimientos, se encuentran diseminados en los Ensayos, como también algunos de los relativos a su padre, de quien Montaigne nos habla con singular amor filial, cada vez que su nombre aparece citado en su obra.

Los primeros años de su infancia transcurrieron en los campos, al aire libre[3], y como los que dirigieron su educación pensaran que el mucho tiempo empleado en el estudio del latín era la causa de que los escolares no llegaran a alcanzar «la perfección científica y el temple de alma de los antiguos griegos y romanos»[4], apenas salió de los brazos de la nodriza, su padre le encomendó a un preceptor alemán, quien sólo en aquella lengua le hablaba, con lo cual a la edad de seis años tuvo su latín «tan presto y a la mano» como el más consumado de los humanistas.

En el colegio de Guiena, uno de los más afamados de aquel tiempo, y cuyos profesores fueron los más célebres maestros de la época, permaneció hasta los, trece años. El estudio del latín y la literatura latina constituían entonces la base de la educación de todos los adolescentes. Por el griego se pasaba con rapidez extrema, y Montaigne nunca llegó a poseerlo, según lo declara en varios pasajes de su obra.

De sus estudios jurídicos no hay noticias precisas. No se sabe si los hizo en Burdeos o en Tolosa, pero de todos modos es lo cierto que se consagró en cuerpo y en espíritu al derecho, si no por gusto, por necesidad, y que se graduó en leyes, pues desde muy temprano perteneció a la magistratura de Burdeos. Sábese también que este importante cargo no satisfizo sus ideales, y que lejos de inspirarle amor le causó al poco tiempo de ejercerlo, a pesar de encontrarse en aquel cuerpo en su verdadero medio social, de contar en él parientes y de haber conocido allí a su amigo Laboëtie, con el cual contrajo una amistad, aunque poco duradera, de memoria indeleble. Después de la muerte de su amigo, Montaigne sólo buscó propicia para abandonar la magistratura, y así lo hizo cuando murió su padre en el mes de julio de 1570. Cinco años antes había contraído un matrimonio «de razón» con Francisca de la Chassaigne, hija de uno de sus colegas en la magistratura.

Una, vez ganado el sosiego espiritual que ansiaba, recogiose en su pacífica morada «en el año de Nuestro Señor (1571), a la edad de treinta y ocho años, víspera de las calendas de marzo, aniversario de su nacimiento; hastiado de largo tiempo atrás de la esclavitud del parlamento y de los públicos empleos, para reposarse en el regazo de las doctas vírgenes, en medio de la seguridad y la calma, y vivir así el tiempo que le quedaba de vida, consagrando al reposo y a la libertad el agradable y sosegado aposento herencia de sus antepasados».

Así reza una inscripción latina que colocó Montaigne en la pared de su gabinete para que el recuerdo de su determinación permaneciera grabado en su memoria. Mas no hay que creer al pie de la letra este propósito tan radical, ni figurarse a Montaigne encerrado en su vivienda como un ermitaño. «Lo que Montaigne quiere significar, y su vida lo prueba de sobra, es que había ya suficientemente vivido la existencia activa; que su ambición nada esperaba de ella; que la idea de escribir se le había metido entre ceja y ceja, y que, este propósito formado, creía bueno sustraerse a los empujones diarios de la existencia que se vive, ya en la corte, ya en las ciudades.» Contando más con los naturales recursos de su espíritu que con los de la erudición[5], en la cual le sobrepasaban muchos de sus contemporáneos, y él bien lo sabía, decidido a ser «él mismo», a respetar en su estilo hasta los idiotismos que, tanto escandalizaban a Esteban Pasquier[6], ninguna necesidad tenía de permanecer como literato sólo al alcance de los doctos de la época, o de las bibliotecas, que alimentaban los temibles infolios de éstos.

Aunque no abiertamente, Montaigne se burla de la erudición, considerando como Larra «que es excelente cosa sobre todo para el que no tiene otra». Por otra parte, una vez decidido a «transcribir sus humores fantásticos», es evidente, dada la naturaleza de su espíritu (más rico en comentarios que alacena de cosas pasadas) y su género de vida anterior, que no se propuso nunca competir con Justo Lipsio, de quien fue amigo, ni con ningún otro humanista de su época. Con sus escritos no buscaba el renombre ni la gloria; ni siquiera por autor ni hacedor de libros se tenía, aunque en esto último se descubra más de un asomo de coquetería. Los infolios que constantemente manejaba bastábanle como tema de sus observaciones: los estantes de su biblioteca estaban bien repletos de selectos libros que suplían los contados vacíos de su excelente memoria, que Montaigne echa por los suelos, llamándola enteca sin motivo justificado.

Allí en su «librería», puntualmente descrita en el libro III de los Ensayos, instalada en el piso segundo de la torre de su castillo, transcurren todos sus días y casi todas las horas de cada día, dictando unas veces, leyendo y registrando otras sus autores predilectos, escuchándose vivir, observándose, comentándose y anotándose. Él mismo nos traza de su persona el retrato más minucioso y acabado: «Su traje es siempre negro o blanco (detesta los colores abigarrados), bien abotonado, distante mil leguas de la moda, sobre todo cuando la moda tiene algo de molesto o desmañado; si el tiempo es frío, el vestido será grueso, bien boatado, y bajo el coleto perfumado encontraremos ya una pellica de liebre o ya el plumón de buitre. Montaigne es friolero y se constipa fácilmente; principiando por resguardarse con un simple gorro, concluye por encasquetarse dos sombreros, uno sobre otro. No puede, soportar los olores pestilentes, por lo cual lleva siempre coleto y guantes perfumados y un pañuelo igualmente saturado de esencias. A veces piensa en alta voz, y le ha sucedido sorprenderse injuriándose a sí mismo. Baila mal; no sabe trinchar; es torpe para plegar una carta, cortar una pluma y ensillar un caballo. Se impacienta por las cosas más insignificantes: por una chinela que le sienta mal, por una correa puesta del revés, jura por Dios; teme la escarcha, y gusta de la lluvia. Cuando descansa, tiene las piernas en el aire; frecuentemente se rasca una oreja. Ninguno de estos detalles se le queda en el tintero. La ciencia de la bucólica no le es indiferente ni mucho menos; gusta de los pescados y de las carnes saladas, mas no de la sal en el pan; la carne, la prefiere poco cocida, pero no dura. Como buen bordalés delicado en punto a vinos, nunca pudo habituarse a la cerveza. ¿Es acaso buen bebedor? Cuartillo y medio por comida le basta, con el aditamento de la tercera parte o la mitad de agua. Mezcla su bebida dos o tres horas antes de tomarla, y de esta tarea se encarga su copero. Es una costumbre que su padre le ha legado. Come con apetito envidiable, pero no gusta permanecer largo tiempo a la mesa, por lo cual se sienta algo después que los demás. Muchos manjares juntos, le disgusta verlos: forman una multitud como cualesquiera otra, y las multitudes le son ingratas. Come deprisa; a veces se muerde la lengua, otras los dedos y... Al llegar aquí muchos jueces se preguntan: ¿y qué nos importa todo eso?, escandalizados de tan descomunal egotismo. Realmente poca cosa o nada absolutamente. Pero ¿por qué leemos con tanta complacencia los Ensayos, donde todo ello está anotado?»[7]

«La primera edición de los Ensayos apareció en Burdeos hacia el mes de marzo de 1580 en dos volúmenes de tamaño diferente y desigualmente compactos. Buscando descanso a su labor, así como para procurar a su curiosidad horizontes más dilatados, amplios y vivientes, Montaigne decidió viajar después de publicada. De París se dirigió a Alemania y luego a Suiza e Italia.» Ausentándose de su tierra el 22 de junio de 1580, permaneció de ella separado hasta el 30 de noviembre de 1581. Los pormenores de esta expedición consignolos en un Diario de viaje, descubierto y dado a luz en el siglo pasado, en dos volúmenes. El valor moral de este escrito, al entender de algunos críticos, es mayor que el literario: «Su interés es primordial para el conocimiento espiritual del viajero[8], el cual dicta y describe a lo vivo todo cuanto ve y le interesa por cualquier concepto, o despierta su curiosidad y excita su comprensión.»

«El viajero es encantador: aplicado a verlo todo y a penetrarlo todo, viaja sólo por el placer de cambiar de tierras. Esta constante mutación forma sus delicias, y quisiera siempre marchar adelante: tan despierto está su espíritu y tan insaciable es su deseo de aprender. Todo le interesa, pues no ignora que todo espectáculo encierra en sí una enseñanza para quien de él sabe extraerla; por eso no se deja escapar nada y todo lo considera con la imparcialidad más invariable. Préstase de buen grado a las costumbres del país que atraviesa, a fin de mejor penetrar la manera de ser de sus habitantes. Lo que más le llama la atención, y lo que anota de preferencia son los rasgos particulares, las cosas menudas, los incidentes insignificantes de la vida diaria. Todo lo penetra a la carrera, tanto su espíritu se halla con el análisis familiarizado. Este Diario de viaje es el álbum de un artista en marcha; en él se encuentran todos los croquis y todos los bosquejos incoherentes tomados y anotados al acaso, cuándo y cómo se presentan.»

De la Lorena y la Alsacia encaminose hacia Suiza, y luego atravesó Baviera para descender de nuevo al Tirol. El itinerario fue caprichoso, y por fin, descontento de no haber visto el Danubio ni otros muchos lugares que se había prometido visitar, tocó la tierra italiana internándose por Trento y Venecia, dirigiéndose hacia Roma y los baños de la Villa, que eran el término de sus andanzas, armonizando así con el interés de su instrucción los cuidados que su salud endeble exigía. Toda la grandeza y majestad de las ruinas romanas sentidas están en las páginas de este viaje, trazadas por una mano que desde la niñez acarició las obras maestras de poetas o historiadores, en la hermosa lengua en que fueron escritas.

Encontrándose en los baños de la Villa, el día 7 de septiembre de 1581 por la mañana, recibió de Burdeos la nueva de haber sido nombrado alcalde[9] de esta ciudad el 1.º de agosto precedente. Este honor vino a desconcertar sus proyectos de viajero y a contrariar todos su planes. De regreso a Roma el 1.º de octubre, encontró la carta en que los jurados de Burdeos le notificaban oficialmente, su elección y le rogaban cuanto antes el regreso. Mes y medio después se hallaba de vuelta en su castillo.

De buena gana se hubiera sustraído al honor que no buscaba y que de modo tan inesperado lo salía al encuentro, pero la intervención del rey de Francia Enrique III, que le manifestó su voluntad de ver al nuevo alcalde «cumplir el debido servicio del cargo que le pertenecía», no le consintió ya dudar un momento. Acostumbrado más a la meditación que al gobierno de los hombres, Montaigne, como varón prudente, hizo penetrar en sus administrados la idea de que no habían de esperar de él grandes cosas, y les rogó, además, que en el solicitar fueran comedidos. Por fortuna los espíritus en aquel entonces tendían más que a la revuelta al sosiego y a la conciliación, y los dos años de alcaldía transcurrieron sin incidente alguno y a la satisfacción de todos; de tal suerte que en 1.º de agosto de 1583, fecha en que expiraba el período de su mando, fue elevado nuevamente al mismo cargo.

Esta segunda etapa fue más agitada que la precedente. Los partidos comenzaron a mostrarse desapacibles y el rey de Navarra (después Enrique IV) a dar muestras palmarias de sus deseos, bien que eligiendo a Montaigne, como confidente le diese fe cabal de que sus intenciones no eran tumultuarias. El mismo príncipe le dispensó luego el honor de visitarle en su castillo mostrándole así el reconocimiento que por sus buenos oficios le guardaba, lo cual Montaigne consignó regocijado en sus Efemérides. Agravada por una parte la situación por la muerte del duque de Anjou que convirtió al rey de Navarra en heredero de la corona de Francia, y por otra con la Liga, que por entonces comenzó a revolverse contra un príncipe hugonote, al cual rechazaba prestar obediencia, Montaigne acertó a ser leal a su rey sin que por ello perdiera la buena voluntad del de Navarra.

Montaigne anhelaba que el último día de su mando fuera llegado, bien que se mantuviera a la altura del vigor que las circunstancias exigían, cuando una terrible epidemia vino a agravar la situación que las discordias civiles habían creado. Los bordaleses huían a bandadas sin que ningún remedio acertara a retenerlos en la ciudad Por aquellos días acababa la misión de Montaigne como gobernante, y precisamente se encontraba ausente de su ciudad en el momento del peligro. Esta circunstancia que no le echaron en cara sus contemporáneos, porque sin duda en ello no vieron motivo de censura, ha sido objeto de ataques y burlas de parte de algunos censores modernos. Sainte-Beuve, que fue maestro consumado en el arte de sacar todo el partido posible de las flaquezas de escritores vivos y muertos, sobre todo de los muertos, consagra a Montaigne funcionario público un artículo impregnado de ironía, por no haber afrontado serenamente las dificultades de su cargo hasta el último momento.[10] «¿Hubo alguien, se pregunta, que en su tiempo le recriminara por esta ausencia? No veo ninguno. Él mismo, ¿creyó conveniente justificarse en los Ensayos? Tampoco. A lo que se ve, pensó que no había ninguna necesidad de ello.» «En su conducta, añade el crítico con malicia casi pérfida, reconozco el Montaigne verdadero, tal como siempre me lo he representado; con todas sus cualidades de hombre razonable, moderado, prudente, lleno de filosofía y sabiduría integérrimas, a las cuales falta sólo cabalmente aquello que no es ya la filosofía ni la prudencia, lo que se llama la locura santa y el fuego del sacrificio generoso.»

Sainte-Beuve, a quien seguramente las generaciones venideras no colocarán al par de ningún glorioso caudillo, hizo mal en ensañarse así con un filósofo que nunca encomió su bravura y menos aún su heroicidad. «Escritores muy expertos en el valor ajeno, escribe el señor Bonnefon, han condenado el proceder de Montaigne. Si su conducta está exenta de heroísmo, por lo que a la hombría de bien toca, nada tiene por qué censurársela.»[11]

En medio de la calma de su retiro sorprendieron a Montaigne los sangrientos espectáculos de la guerra civil. Su casa estaba situada precisamente, en las inmediaciones del lugar donde los horrores no se daban tregua ni reposo. Guiena y Gascuña fueron el principal escenario de estas luchas, de las cuales nuestro autor dice «que llenaron de odios parricidas los esfuerzos fraternales». Para un hombre en cuyos actos todos presidía siempre la moderación más extremada era ésta una situación difícil, imposible de sostener, y la indiferencia y apartamiento del combate más imposibles todavía.

La interpretación torcida de algunos pasajes en que Montaigne habla directamente o alude a estas luchas entre hermanos, hizo creer a algunos que quien tan de cerca las veía hubiere preferido permanecer a ellas indiferente. Otros hubieran querido ver en Montaigne un héroe, o que como tal se hubiera mostrado, sin considerar que el heroísmo guerrero y la filosofía se avinieron bien rara vez. Sainte-Beuve, que en su vida no dejó ninguna huella de ardor bélico, se burla finamente del miedo de Montaigne, y para probarlo cita textos cuidadosamente escogidos.

Échase de ver, sin embargo, en los Ensayos que Montaigne hubiera querido sustraer su rincón de la tempestad, pero se engañó en sus predicciones cuando supuso que por no encontrarse su castillo fortificado tampoco había de ser asaltado, bien que el razonamiento que para de ello convencerse empleara pudiera inducirle a la tranquilidad: «La defensa, dice, atrae el ataque, y la desconfianza la ofensa. Yo debilité las intenciones de los soldados apartando de su empresa el riesgo de todo asomo de gloria militar, lo cual les sirve siempre de pretexto y excusa: aquello que se realiza valientemente se considera siempre como honroso cuando la justicia es muerta. Hágoles la conquista de mi casa cobarde y traidora; no está cerrada para nadie que a sus puertas llama, tiene por toda guarda un portero, conforme a la ceremonia y usanza antiguas, y cuyo cometido es menos el de prohibir la entrada que el de franquearla con amabilidad y buena gracia. Ni tengo más guarda ni centinela que la que los astros me procuran.»[12]

Y más adelante añade: «A la verdad, y no temo confesarlo, yo encendería fácilmente una candela a san Miguel y otra al diablo, siguiendo el designio de la vieja; seguiré al buen partido hasta la metralla, mas exclusivamente si así lo puedo: que Montaigne se abisme con la ruina pública, mas si de ello no hay necesidad ineludible, agradeceré a la fortuna que se salve, y cuanto mi deber me lo consiente empléolo en su conservación.»[13]

Quien así se expresa «no es un escéptico, ni menos un héroe».[14] Montaigne vio con resignación su hogar saqueado y su tranquilidad ausente con resignación también, sin sublevarse ni exaltarse, lo mismo que soportó todas las desdichas de la vida. Lo que entre otras cosas le apartó de ser caudillo, aunque realmente de otro modo tampoco acaso lo hubiera sido, fue la escasa fe que lo inspiraban sus adversarios, los que en provecho de la ventaja personal enarbolaban el estandarte de las cosas santas, aquellos a quienes en la lucha no guiaba el amor a su religión ni a su rey: «¿Cuántos, si los contáramos, encontraríamos entre los buenos? se pregunta. -Apenas el número suficiente para formar una compañía cabal de gente armada.»

Como hombre de su tiempo, se coloca abiertamente del lado del catolicismo y del monarca. Pero no por ello deja de tributar plena justicia a los talentos y virtudes de sus adversarios. Así en La Noue alaba la constante bondad, la dulzura de sus costumbres y la benignidad de su conciencia[15]; en Enrique de Navarra, la actividad y la bravura; en Teodoro de Bèze reconoce uno de los más grandes poetas de su tiempo, aunque semejante opinión escandalice al clérigo encargado en Roma de juzgar la doctrina de los Ensayos, llegando a ensalzar hasta los pamphlets de los hugonotes, «que proceden a veces de buenas manos, y que es gran lástima no ver ocupadas en mejor empleo».

Recogido en la biblioteca de su casa solariega, Montaigne empleose como siempre en sus meditaciones y lecturas. En esta época empezó el tercer libro de los Ensayos, más aleccionado todavía que en las precedentes por las enseñanzas de la existencia, y lo acabó de mediados de 1585 a los comienzos de 1588, haciendo además notables adiciones a los dos primeros libros y correcciones ligeras o casi insignificantes al texto ya existente.

Sus últimos años transcurrieron así, modificando constantemente sus escritos, más bien adicionando que suprimiendo; permitiéndose con el lector libertades mayores, en el tercer libro sobre todo, a lo cual le convidaba «la liberalidad de los años» y «el favor del público» ya ganado, que le empujaron a ser menos tímido y «más arrojado», aunque en realidad nada había detenido nunca su pluma, a lo menos en lo tocante a la expresión de las ideas generales.

Montaigne murió cristianamente, en el año 1592, el día 13 de septiembre, en su castillo, cumplidos los cincuenta y nueve de su edad. Esteban Pasquier, que había sido su amigo, refiere así su fin, aunque de él no fue testigo ocular: «Acabaron sus horas en su casa de Montaigne, donde se le arraigó una inflamación en la garganta de gravedad tan grande que permaneció tres días enteros sin poder hablar. Por lo cual se veía obligado a recurrir a su pluma para expresar sus voluntades; y como sintiera su fin acercarse, rogó a su mujer por medio de un corto escrito, que llamara a algunos gentilhombres, sus vecinos, a fin de despedirse de ellos. Presentes que fueron, ordenaron decir la misa en la cámara, y como el sacerdote llegara a la elevación del Corpus Domini, este pobre hidalgo se lanzó lo menos mal que pudo sobre su lecho, como a cuerpo perdido, con las manos juntas, y hallándose en este último acto de fe rindió a Dios su espíritu, que fue un hermoso espejo del interior de su alma. Dejó dos hijas: una que nació de su matrimonio, heredera de todos y de cada uno de sus bienes, que está casada en buena casa; la otra, su hija adoptiva, fue la heredera de sus estudios... Ésta es la señorita de Jars[16], que pertenece a muchas grandes y nobles familias de París, la cual no se propuso jamás tener otro marido que su honor, enriquecido con la lectura de los buenos libros, y sobre todos los otros la de los Ensayos del señor de Montaigne.»[17]

A la derecha del vestíbulo de la Universidad de Burdeos, se ve hoy su sepulcro. Es un monumento de piedra del más puro Renacimiento, con inscripciones de mármol: tendida sobre la tumba está la estatua de Montaigne, ceñido con su cota de malla, la cabeza junto al casco guerrero, los brazales a un lado y un libro a sus pies. Sobre la tumba hay grabadas dos inscripciones, griega la una y latina la otra. La primera es más altisonante que la segunda, cuya traducción es la siguiente:

A Miguel de Montaigne, perigordano, hijo de Pedro, nieto de Grimond Remond, Caballero de la orden de San Miguel, ciudadano romano[18], exalcalde de Burdeos. Hombre nacido para gloria de la naturaleza, cuya dulzura de costumbres, fineza de espíritu, facilidad, de elocución y puntualidad en el juzgar fueron consideradas como por cima de la humana condición; que tuvo por amigos a los soberanos más ilustres, a los más grandes señores de Francia, y hasta a los caudillos del partido extraviado, aunque él fuera de condición mediana; religioso observador de las leyes y de la religión de sus mayores, a las cuales jamás infirió la más leve ofensa; que gozó del favor popular, sin adulación ni injuria, de suerte que, habiendo hecho siempre propósito en sus discursos de una cordura fortificada contra los ataques del dolor, después de haber a las puertas de la muerte luchado con esfuerzo contra los ataques enemigos de una enfermedad implacable, nivelando, en fin, sus escritos con sus acciones, hizo con la gracia de Dios una hermosa pausa a una hermosa existencia. Vivió cincuenta y nueve años, siete meses y once días, y murió el 13 de septiembre del año 1592 de nuestra salvación.

Francisca de Lachassaigne, llorando la pérdida de este esposo fiel y constantemente amado, le erigió este monumento, prenda de su dolor.[19]

Bien que sea discutible el que sus acciones fueran siempre de par con sus escritos en todos los respectos, Montaigne, como san Agustín, pensaba que las pompas funerales «servían menos para tranquilidad de los muertos que para el consuelo de los vivos».[20]

Tampoco de la historia merecieron el dictado de grandes todos los monarcas, bajo cuyos reinados vivió el autor de los Ensayos[21]. Sólo a dos puede aplicárseles, a Francisco I y a Enrique IV, y eso que al primero le pesó demasiado la corona; pero es cosa sabida que aquel epíteto a nadie se escatimó nunca menos que a los soberanos, y menos que en lugar alguno en sepulcros o inscripciones.

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