- II -

Como en literatura es más frecuente y menos costoso proveerse de juicios ajenos que formarlos propios con la lectura de los autores de quienes se habla, vemos que las mismas ideas y los mismos pareceres se repiten sobre un escritor con monotonía desesperante, aunque a veces vayan diluidos con colores de frágil intensidad y en apariencia semejen nuevos. Esta mala costumbre de hablar de oídas, que no domina solamente en las gentes superficiales, perezosas de espíritu o de alcances cortos, es más generalmente seguida cuando se trata de los grandes espíritus de otras épocas, quienes parecen infundir cierto temor al formular juicio sobre ellos, tanto pesa sobre nosotros la aprobación de los siglos y la costumbre de verlos por otros grandes hombres ensalzados.

Así de Montaigne viénese de remotos tiempos, repitiendo la conocida frase de Pascal, que luego repitió La Bruyère y en que La Harpe y cien otros críticos posteriores se fundamentaron para decir que los Ensayos son del principio al fin una conversación con el lector, llegando a escribir algunos que el tono y el diapasón del hablar permanecen constantes, sin fijarse en que Montaigne diserta cuando le acomoda, perora, refiere anécdotas entresacadas de sus numerosas lecturas, que comprenden toda la antigüedad tal y como en su tiempo se comprendía, y se comprendía bien, y hasta se eleva a la elocuencia más suprema en el capítulo más famoso del libro II, en la Apología de Raimundo Sabunde.

Verdad es que pocos autores han escrito con naturalidad mayor y menos son todavía los que formularon verdades sobre el hombre y la sociedad con mayor sencillez ni con llaneza mayor. Por eso madame de Sevigné, que también escribió siempre sin asomo alguno de hinchazón, y por consiguiente tuvo cualidades sobradas para juzgar el espíritu de Montaigne, decía de el: «¡Cuán grande es su amabilidad y cuán exquisita su compañía! Es mi antiguo amigo, y a fuerza de serlo para mí es completamente nuevo. ¡Dios mío! ¡Cuán intenso es el buen sentido de que su libro está repleto!»

En la literatura francesa del siglo XVI y en toda la historia del espíritu francés descuellan los Ensayos como obra sin par y característica, de tal suerte que su autor ni tuvo antecesores ni tampoco descendientes; y puede asegurarse, además, que en el talento de Montaigne hay algo que se desvía del carácter general del espíritu de su nación, lo cual no es mucho aventurar recordando que Montaigne es un escritor aislado, y que en sus venas había sangre sajona[22] y española. La gracia y el buen sentido desbordantes en la obra de Rabelais y en los espíritus de otro temple que le precedieron en nada son comparables al carácter de los Ensayos.

Pocos escritores hubo jamás colocados en condiciones más adecuadas para dotar al mundo de una obra original y genial. Educado no sólo intelectual sino físicamente por un padre cuyos cuidados solícitos Montaigne ha transcrito a la posteridad en el celebro capítulo de la Educación; lanzado casi en plena adolescencia en la carrera del mundo y de los empleos públicos, que en toda época fueran más asequibles a la nobleza, y Montaigne era noble; frecuentador del trato de los reyes y de los grandes y por último viajero curioso, sólo se determinó a manejar la pluma cuando creyó conocer a los hombres, y los estudió para mejor conocerse y sondearse a sí mismo, haciendo a los treinta y nueve años propósito decidido de recogerse en su casa para poner por escrito las que el nombraba «sus fantasías».

Esta ocupación que nuestro autor llama secundaria, aun cuando al pie de la letra no debamos otorgarlo crédito, duró nueve años, con intermisiones largas y cortas, de 1571 a 1580. La primera edición de los Ensayos apareció, como queda dicho, en 1580, con escasas citas latinas y menos texto que la segunda de 1588, en que incluyó los tres libros tal y como hoy se leen. Modificando y aumentando sin cesar, y nunca omitiendo, Montaigne tuvo a la vista su obra casi hasta la hora de su muerte. Amor bien justificable a pesar del desdén que en algunos pasajes simula por sus escritos, y a pesar de que diga que escribió sólo para que los que en vida le conocieron mantuvieran más dilatado su recuerdo y más veraz.

Si examinarse es progresar, como escribe un crítico moderno, jamás en ninguna literatura hubo un espíritu comparable en progresos al de un hombre cuya vida no tuvo otro fin que el estudio de su propia alma; que no se inquiere de lo que le circunda sino para mejor profundizarse, y que hasta las afecciones y los goces, a que todos nos entregamos por instinto, los pesa, mide y tantea como un ingeniero cuando ejecuta el trazado de un plano, o como un químico cuando descompone un cuerpo. Envidiable facultad que pocos poseen y estos pocos menos aun tratan de perfeccionar ni de cultivar, y medio eficaz cual ninguno de ser en todo momento dueño de sus acciones, de gobernarlas y de gobernarse, y de alcanzar todo el supremo saber que al hombre es dado poseer. En vez de vivir la vida, la vida nos arrastra sin consentir que nos demos cuenta cabal de nuestros actos en medio de su torbellino voraginoso.

Tal no fue el caso de Montaigne, quien sin embargo vivió en una época de guerras sangrientas, en que todos los espíritus andaban alborotados y locos[23], lo cual hace más admirable y más singular su espíritu, habiendo contribuido por otra parte a que se lo haya aplicado el dictado de egoísta. Un hombre así, en quien por añadidura se juntaba una dosis no pequeña de duda e indecisión permanentes, debía ser poco apto y menos inclinado al ejercicio de los públicos empleos, que jamás codició; y que sólo a viva fuerza aceptó por no desobedecer a su rey, a quien seguía sólo por aceptar lo establecido, como viviera en la convicción de que esto es lo menos malo y que aquello con que se lo sustituye empeora lo que antes había.

El autor de las Cartas persas califica de poeta a Montaigne[24]; éste no hubiera gustado gran cosa del dictado, aunque bien lo merece si con él Montesquieu quiso significar la plasticidad con que exterioriza hasta lo más recóndito de su alma, las imágenes que sin intervalo se suceden en su prosa, sea cual fuere el asunto de que hable (la amistad, la gloria, la muerte), sugeridas por todos los objetos del mundo material, que sin retroceder ante ninguna, se amontonan y avasallan en los Ensayos. Todo lo cual hace que Montaigne hable de las ideas cual si fueran objetos que se tocan y se ven, merced a la ejercitación en todos sentidos que de su estilo había practicado, como escribe Villemain[25].

Amamantado desde niño en los escritos de la antigüedad, familiarizado con la lengua latina antes que con la propia, hasta el extremo de ser adversario temible de los humanistas más afamados, quienes temían conversar con él en esa lengua, en su libro se encuentra la quinta esencia del saber de griegos y romanos, viviente y metamorfoseado, acomodado al hombre de todas las épocas y de todos los tiempos, fiel retrato y reflejo palpitante de las humanas fortalezas y flaquezas. Los adversarios de Montaigne en el siglo XVII, que para rebajar su mérito dijeron que sin los antiguos nada quedaba que valiera la pena en los Ensayos, no pudieron imaginar herejía mayor. Invítese al hombre más conocedor de la antigüedad clásica a que escriba el capítulo más endeble de los Ensayos, al hombre mejor provisto y amueblado de todo el saber de las civilizaciones griega y romana, y de seguro que no alcanzará de cerca ni de le os a imaginar nada comparable.

Sin duda que Séneca y Plutarco[26], los autores que con mayor asiduidad se ven citados por Montaigne, son los que más honda huella ejercieron en su espíritu; así lo declara él mismo en el capítulo de La Educación, y más que ningunos otros aparecen comentados en sus páginas. Del griego se confiesa ignorante y declara que no gusta leerlo porque no lo comprende sino a medias; por eso se sirve de la traducción de Amyot, que fue como clásica y aun como obra original considerada en Francia, a lo que sin dada contribuyó Montaigne con su maravillosa pluma, consagrándola muchos elogios en los Ensayos[27].

Montaigne detestaba el pedantismo, del cual sin duda tuvo ocasión de conocer ejemplares vivientes en la sociedad de su tiempo; las páginas que le consagra, trazando de él un paralelo con la verdadera filosofía, son de la mayor eficacia para apartar a todo espíritu de ese mal contaminoso, dolencia de todas las épocas. Los iracundos filósofos de Port-Royal le colgaron también ese mote odioso, a nadie peor aplicado sin duda, por el cúmulo de citas en que su obra abunda, sin tener en cuenta que era costumbre de la época el que todo autor apoyara sus dichos con sentencias antiguas. Además hay muchas maneras de citar, y la que más se aleja de lo pedantesco es la en Montaigne habitual, el cual corrobora y afianza sus personales experiencias con versos de Homero y de Virgilio, o con frases de Tácito y Julio César, para realzarlas e imprimirlas en la mente del lector sin pretender aparecer erudito ni docto, sino penetrando todo el alcance de lo que siente y analiza.

Entre tantos libros vigorosos como el siglo XVI produjo en Francia ninguno hay tan vivo y constantemente moderno como los Ensayos. Sin el lenguaje que ha envejecido a trechos[28], creeríase leer a un gran escritor de nuestros días, de los más profundos y relevantes. Todas las ideas que constantemente preocupan a las sociedades en general y al hombre en particular, Montaigne las anatomiza y las vivifica, mostrándolas unas veces con lapidaria concisión, dibujándolas otras, juzgando lo permanente en el hombre de otras épocas y en el de la suya, protestando con tonos amargos contra la corrupción de su tiempo[29] (lo cual nos le muestra menos egoísta de lo que él mismo se creía), admirando cuanto de grande nos transmitió la cultura antigua, penetrando en fin hasta los menores resquicios de las conciencias más famosas con mirada certera y clarividente.

Los que en presencia de las ideas modernas juzgan sus ideas encuentran en él graves reparos, como las censuras que propina a las que en su tiempo movidos por deseos honrados trataban de cambiar el orden de cosas establecido; su amistad con príncipes y caudillos poco humanos y enemigos del pueblo, y el egoísmo que ven del principio al fin de su obra, el cual en realidad es más aparente que real, pues aun cuando fuera, según se nos muestra, casi incapaz de sacrificios, la bondad de su alma se ve y se toca en muchas elocuentes páginas en que condena los tormentos[30] no abusa de su poder de gran señor contra los humildes, enaltece el amor filial, como enemigo del rigor con las criaturas, predica la afección para con los animales y hasta para con las plantas[31].

«Espíritu ondeante y diverso», su pluma traduce en audaces imágenes cuantas ideas cruzan por su mente sin cuidarse poco ni mucho de lo que prometiera en el título del capítulo que escribe, prescindiendo espontáneamente unas veces y de intento otros de todo orden pedagógico y didáctico, y llevando al lector de sorpresa en sorpresa. Por eso dijo Guez de Balzac de los Ensayos que su autor, bien que supiera lo que decía, no sabía a punto fijo lo que iba a decir. Juicio, aunque exacto a veces, sólo a medias razonable.

Aun después de leídos y estudiados los escritos de los filósofos antiguos sobre el amor, la amistad, la gloria, el heroísmo, la tristeza, la muerte y en general cuantas pasiones al hombre avasallan, encuéntrase en Montaigne la novedad y la frescura con que sabe revestirlas, pues bien que conociera cuanto los demás antes de su época habían ya dicho, como habla de las cosas según el influjo que producen en su espíritu, sin que nada le intimide para consignar hasta lo monstruoso a juicio de los demás y aun al suyo propio, necesariamente nos presenta siempre algo nuevo, por antiguo que sea el tema elegido.

En el capítulo De la Amistad, Montaigne transpone las alturas a que tocaron Cicerón y Aristóteles, y glorifica la que a Laboëtie profesó, el cual le debe mucha parte de su gloria literaria. Sólo un espíritu generoso pudo concebir, sentir e idear tal alteza en el amor al amigo y colocarlo por cima de cuantos otros sentimientos el hombre es capaz de engendrar y alimentar, incluso el de la atracción de los sexos.

Únicamente las ideas que, penetrando en la mente, en ella sufran luego una estación laboriosa y dilatada, nos pertenecen por entero. Así recomendaba Montaigne a los maestros que educaran a sus discípulos, y así son cuantas lecciones en los Ensayos se encierran. Enemigo de ese otro saber que sólo de los labios surge y que forma el caudal único de los pedantes, saber inútil que a nada puede aplicarse, ni a la vida colectiva ni a la individual, Montaigne lo considera como moneda inútil y dañosa, que pasa de mano en mano, produciendo en el espíritu, que no ejercita, hábitos de desidia y de embrutecimiento, y lo mismo a quienes se lo suministra.

Montaigne expone un sistema casi completo de educación, o por mejor decir, las grandes líneas de conducta a que debe someterse a un joven de la nobleza, recriminando los principios opuestos a la naturaleza que en su época estaban en boga y que sólo a formar pedantes servían, extrayendo la esencia de las máximas más luminosas de la filosofía, inculcando la dulzura en los maestros y hablando largamente de los medios que con él se practicaron para educarle. Menos amplio que el de Rabelais en sus planes, al cual informa el espíritu exagerado de una obra en que todo se aumenta y centuplica, el de Montaigne es más práctico, olvidándose sólo de los principios religiosos que Rabelais señala, bien que nuestro filósofo diga «que hablará nada más que de lo que entiende», lo cual justifica algún tanto el olvido.

Ningún pedagogo ha dejado de inspirarse en los principios que Montaigne expuso, tan sólidos y fundamentales son todos ellos. El capítulo II del Emilio, en que Rousseau trata de la educación de su héroe, no es más que la aplicación de lo que Montaigne había expuesto dos siglos antes[32]. Para éste es la vida la ciencia suprema por cima de la cual ninguna sobresale; quiere que desde los comienzos vayan a ella encaminados los principios del maestro y se revela contra la costumbre perniciosa de embutir conocimientos vanos[33], con lo cual resulta que «se nos enseña a vivir cuando la vida ya pasó». Quiere que su discípulo sea fuerte de ánimo y de cuerpo; que su resistencia se ponga a prueba ante el frío y el calor, y ante el vicio y la virtud; que ésta la practique como tal y no deje de cometer aquél por flojedad y menos porque lo desconozca. Es esta, sin duda, una disciplina a que no todas las naturalezas puedan someterse y que excluye a las endebles. Mas es lo cierto que según ella se ponen en juego todas las fuerzas del hombre para colocarle en disposición de emprender el penoso viaje de la existencia, que no es llano ni está sembrado de flores, como Jenofonte recomendaba a los jinetes el marchar por las sendas más escabrosas y quebradas.

Reniega de la violencia en el enseñar y recomienda la dulzura como la más excelente consejera del maestro sin que por ello pueda de blando calificarse su sistema, sino más bien de humano y excelente. Sus doctrinas se dirigen a un joven noble, pero todas son aplicables a los plebeyos, pues la aristocracia de los espíritus ha existido siempre sin la del linaje, y quiere que se considere a los hijos no conforme a los merecimientos de sus padres, sino con arreglo a los suyos propios, principio en que resplandece la justicia, ajena a toda suerte de privilegios.

El estudio de las lenguas, los viajes, la manera de hacerlos y el tiempo en que deben practicarse; cómo el discípulo puede sin tensión de espíritu sacar provecho de cuanto le circunda; de qué modo el maestro ha de estudiar las cualidades del mismo para deducir de ellas la pedagogía a cada uno aplicable, todo se encuentra tratado en ese capítulo por modo amplio y luminoso, en estilo amable, regocijado y consistente. El discípulo posee en su propio espíritu, merced a una dirección hábil, recursos bastantes para descubrir las relaciones de los objetos y las lecciones de las lecturas[34], dejando amplio lugar a su discernimiento sin consentir que la memoria lo atropelle ni lo atrofie, como generalmente acontece, lo cual da lugar a que la razón se estanque o se abastarde debiendo ser lo primero que tenía que ejercitarse y cultivarse.

Montaigne comprendió que el estudio del latín y el del griego son dos hermosos ornamentos, pero que «nos cuestan demasiado caros», y explica el medio que con él se empleó para que sin gran esfuerzo concluyera por saber el primero desde la edad de seis años. Después de todo es la manera más práctica de afrontar esta parte difícil de la educación, que muchos quieren ahora suprimir para alivio de los «pálidos y hueros bachilleres» como irrespetuosamente dijo no ha mucho un adversario de esta enseñanza, que quizás exageradamente la considera como innecesaria y perjudicial para la vida moderna.

Este capítulo forma el complemento del anterior, en que Montaigne reniega elocuentemente, del pedantismo y de los pedantes: la ciencia debe ser amable y grata, las palabras con que se exprese llanas y desprovistas de todo aparato, mejores cuanto más vulgares: «¡Pluguiera a Dios, dice, que a mí me bastaran las que se emplean en los mercados de París!» «La elocuencia que aparta nuestra atención de las cosas, las perjudica y las daña.» «Aristófanes el gramático reprendía desacertadamente en Epicuro la sencillez de las palabras.» «Sócrates se colocaba al nivel de su escolar para mayor provecho, facilidad y sencillez de su doctrina.» «Las máximas de la filosofía alegran y regocijan a los que de ellas tratan, muy lejos de ponerlos graves ni de contristarlos.»

Entre todos los pedagogos y reformistas del siglo XVI (ninguna de estas palabras fueron nunca de su agrado), es Montaigne quien dejó sentadas reglas más fundamentales, duraderas y humanas. Y eso que la calidad de aquéllos no puede ser más eximia. Erasmo, Sadolet, Rabelais, Lutero, nuestro Luis Vives, Ramus, Charron y Saliat encaminaron sus esfuerzos al mejoramiento de la educación de los jóvenes, la cual encontraron en un estado lamentable, esterilizada y agostada por la más ruin y rutinaria de las escolásticas.

Montaigne quiso que lo que se estudiaba se aprendiera fácilmente, y que luego de sabido sirviera para algo; detestaba la ciencia inútil como Rabelais fustigaba la ciencia sin conciencia: «Las abejas, dice, extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es producto suyo, y no tomillo ni mejorana; así las nociones tomadas a otro, las transformará y modificará nuestro discípulo para con ellas ejecutar una obra que le pertenezca, edificando de este modo su saber y su discernimiento. Todo el estudio y todo el trabajo del maestro para con el discípulo no deben ir encaminados a distinta mira que a la formación de éste.»

El comercio de los hombres considéralo «como medio maravillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento, como igualmente la visita de países extranjeros, y no para aprender en ellos cosas baladíes, sino para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás: para conocer el espíritu y las costumbres de los países que se recorren».

«Preguntado Sócrates por su patria, no respondió soy de Atenas, sino soy del mundo.»

«El universo entero, añade, es el espejo en que para conocernos fielmente debemos contemplar nuestra imagen, para no imitar al cura de un lugar, quien cuando las viñas allí se helaban aseguraba que la causa del mal era un 'castigo del cielo' que el Señor enviaba al número humano, y creía que la sed ahogaba ya hasta a los caníbales.»

Los que en Montaigne ven un egoísta bien acomodado con las ideas todas de su tiempo, contra las cuales no se rebeló por no trastornar su tranquilidad magnífica, harán bien en meditar este capítulo de la Educación que vale tanto como los iracundos escritos de los protestantes de su época, y fue y es hoy todavía, y seguirá siéndolo, de consecuencias más fecundas, provechosas y pacíficas. Su filosofía concuerda de todo en todo con los principios de santo Tomás, según el cual «la vida de un ser es tanto más perfecta cuanto con mayor plenitud es capaz de obrar sobre sí mismo».

Como crítico literario y humanista, las opiniones de Montaigne en el capítulo De los Libros y en muchos pasajes de los Ensayos, son hoy de igual valor que el día en que se escribieron. Lo mismo los poetas e historiadores latinos, que los cronistas, historiadores y poetas de su época o próximos a ella, están juzgados con el criterio más amplio y el gusto más consumado. Las bellezas de Ronsard que Boileau menospreciaba, como menospreció el siglo siguiente, Montaigne supo apreciarlas en lo que valían, y los críticos de espíritu más abierto han llegado a las conclusiones a que Montaigne llegó después de tres siglos transcurridos.

Teodoro Mommsen no censuró con penetración mayor a Cicerón en su Historia de Roma cuando le llama de una manera algo indelicada estilista de profesión, autor de emplastos, naturaleza de periodista, en el sentido más detestable de la expresión, charlatán de marca y pobre de ideas, que Montaigne cuando escribe sobre el orador romano, a quien como tal admiraba, sin desviarse de los tonos corteses propios del gentil hombre y haciendo ver en qué fundamentó su idea:

Su manera de escribir me parece pesada, lo mismo que cualquiera otra que se la asemeje: sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías consumen la mayor parte de su obra, y la médula, lo que hay de vivo y provechoso, queda ahogado por aprestos tan dilatados... Para mí, que no trato de aumentar mi elocuencia ni mi saber, tales procedimientos lógicos y aristotélicos son inadecuados; yo quiero que se entre desde luego en materia, sin rodeos ni circunloquios... Lo que yo busco son razones firmes y sólidas que me enseñen desde luego a sostener mi fortaleza, no sutilezas gramaticales; la ingeniosa contextura de palabras y argumentaciones para nada me sirve. Quiero razonamientos que descarguen desde luego sobre lo más difícil de la duda; los de Cicerón languidecen alrededor del asunto: son útiles para la discusión, el foro o el púlpito, donde nos queda el tiempo necesario para dormitar y dar un cuarto de hora después de comenzada la oración con el hilo del discurso. Así se habla a los jueces, cuya voluntad quiere ganarse con razón o sin ella, a los niños y al vulgo, ante quienes todo debe explanarse con objeto de ver lo que produce mayor efecto[35].

Entre todos los autores Montaigne coloca en el lugar más meritorio a los historiadores y a los filósofos, y de entrambos, prefiere a los primeros, «que son su fuerte por ser gratos y de lectura fácil, y por encontrarse en ellos la pintura del hombre cuyo conocimiento busca siempre». Prefiere los sencillos a los maestros en el arte, «como Froissard, que compuso la historia sin adornos ni formas rebuscadas, de suerte que en sus Crónicas cada cual puede sacar tanto provecho como entendimiento tenga». Los maestros en el género «tienen la habilidad de escoger lo que es digno da ser sabido; aciertan al elegir entre dos relaciones o testigos el más verosímil; de la condición y temperamento de los príncipes deducen máximas atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y al acomodar nuestras ideas a las suyas, todo lo cual, la verdad sea dicha, está al alcance de bien pocos. Los historiadores medianos que son los más abundantes, todo lo estropean y malbaratan».

No gusta de los «ditirambos petrarquistas y españoles». Entre los autores de mero entrenimiento prefiere a Boccaccio, El Heptameron y Rabelais; el buen Ovidio y Ariosto[36] placiéronle en los primeros años. Los Amadises, aun siendo niño, le enojaron. Los poetas latinos gustolos por este orden: Marcial, Manilio, Horacio y Virgilio. Las Geórgicas y el libro V de la Eneida son para él la obra maestra del último; en el capítulo De los hombres más relevantes[37] hace de Homero un elogio tan hermoso que acaso no haya sido nunca superado; lee a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se experimentan en las obras humanas[38], e hizo el conocimiento de Tácito ya en la edad madura y lo «leyó de un tirón».[39]

Al combatir, sentar o juzgar el escepticismo de Montaigne, que no lo es sino a medias, -Sainte Beuve dijo que había imaginado un estudio sobre, su Dogmatismo, -generalmente se han empleado razones inadmisibles. Montaigne no es un escéptico, puesto que alberga creencias arraigadas hasta sobre las cosas en que más difícil es llegar a tenerlas. Niega sólo la omnipotencia de la razón humana, y sostiene que ésta tiene un límite, traspuesto el cual no puede ya andar un paso sin dar en tierra, en todo lo cual nadie habrá jamás que con razones valederas y definitivas pueda contradecirle. Montaigne no cree en las consecuencias a que el ejercicio de la razón nos lleva, «puesto que a cada razonamiento puede oponerse otro contrario de igual solidez que el refutado» y entiende como los que con Molière en el siglo XVII y en tiempos posteriores pensaban que en casi todas nuestras discusiones, como en casi todos nuestros sistemas, «el razonamiento aniquiló la razón».[40]

Porque Montaigne tuviera de nuestro valer una idea pobre y raquítica, no era pesimista, o al menos bien hallado se encontraba con la existencia, que creía digna de ser conservada, vivida y dilatada. En los destinos futuros del hombre y de la humanidad sobre la tierra no pensó gran cosa, porque menos que de todo alardeaba de profeta a plazos breves o cortos, como después estuvo en moda. Menos que nadie creyó que la humanidad no saliera nunca del estado en que la encontró en su época en punto a gobierno y costumbres, aun cuando algunos escritores, que quisieran verlo demócrata, protestante y hasta socialista, así lo creyeran, y le repongan «resueltamente con la opulenta filosofía moderna en la mano y su infinita variedad de tonos y de acentos, que el hombre irá mejorándose y desarrollándose, tendiendo sucesivamente a la perfección».[41]

Para combatir el orgullo de la razón humana, en la Apología llega Montaigne a sobreponer en superioridad el instinto do los animales a la inteligencia del hombre. Tal y como el razonamiento está llevado, es irrefutable, mas no hay que deducir de, él ni creer infundadamente que Montaigne nos creyera inferiores o más torpes que los gorriones, las hormigas, las hurracas, los monos, los perros y los elefantes, de quienes enaltece las certezas aplicaciones del instinto para la vida. Analizando así, de una manera fragmentaria, por los principios esparcidos aquí y allá en los Ensayos, perdiendo de vista el conjunto, demostraríase fácilmente que Montaigne dijo y probó los mayores absurdos, cuando en realidad se eleva en todas las cosas sobre que discurre, y más todavía sobre las más elevadas, al pináculo de la sensatez más lúcida.

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