- III -

Ésta es la vez primera que los Ensayos salen a luz en castellano[42]:

En su traducción he puesto toda la buena voluntad y atención de que es digno un autor de tal magnitud, y muy satisfecho me consideraré si acerté a reflejar fielmente en nuestra lengua las movibles ideas de un espíritu tan profundo y escrutador. Interpretar y exteriorizar en otra lengua la viveza y el tono de un gran prosista; trasladar a ella, en el caso presente, todas las imágenes de que el libro de Montaigne está sembrado, es cosa casi imposible. Para conseguirlo sería necesario sentir y pensar con la misma intensidad que el autor que se interpreta, cosa de que ningún traductor podrá jamás vanagloriarse[43].

Por lo que toca a la fidelidad, aquí se encontrará puntualmente transcrito en castellano el texto íntegro de la edición más completa de los Ensayos, que es la publicada por J.-V. Leclerc en 1896, de que se habla en la advertencia que se leerá más adelante. La moda de las versiones elegantes, pero liberticidas, en que el traductor aderezaba a su albedrío al autor que caía en sus manos, pasó hace tiempo felizmente. Tanto como el decoro del castellano lo consiente, he seguido, sin desviarme la letra del texto a veces me he permitido forjar alguna palabra quizás no muy legítima, y muchas otras imprimir al estilo ciertos aires de arcaísmo que a mi entender no sientan mal en la versión de una obra del siglo XVI, aunque no por ello crea con algunos eruditos que nuestra manera actual de escribir el castellano, hablo de la buena, sea insuficiente para reflejar el espíritu de un autor por lejano que de nuestra época se encuentre. Todo depende de hallarse bien impregnado de él y de buscar a toda costa, una y cien veces, la expresión y el giro que aproximada o puntualmente puedan reflejarlo.

En este punto de la exactitud, mi respeto ha rayado en la superstición. Montaigne escribió que maldeciría desde su tumba a los que torcieran o adulteraran sus ideas por torpeza o mala fe, a sabiendas o por defecto de comprensión. Amaba mucho su libro, que fue su vida entera, y sus «fantasías», que pacientemente y con paternal cariño elaboró. Por eso no he retrocedido ante ningún concepto, expresión, ni punto de vista, por arriesgados, peligrosos, heterodoxos o libertinos (que de todo hay en los Ensayos), con que haya tropezado; más bien me hubiera considerado culpable de haber suprimido o modificado la expresión más mínima, por el respeto que todos debemos a los grandes hombres que nos legaron el espíritu de su época, y en este caso, además, por el sagrado obedecer que impone la voluntad de una memoria eximia.

La fortuna literaria de los Ensayos ha ido creciendo con el transcurso del tiempo[44]. El francés del siglo XVI, algo diferente del actual en la construcción gramatical y en el vocabulario, es causa de que Montaigne sea hoy más citado que, leído. Esta desemejanza del idioma sube de punto aquí porque en aquel entonces el habla francesa no se había fijado todavía, y además porque los escritores de genio se permiten con razón libertades mayores con el lenguaje de su época que los de iniciativa y talento secundarios.

Y es verdadera lástima que no sea más estudiado, pues aparte de que su lectura es insustituible, como caso único en las letras francesas, veríase que La Rochefoucault, Pascal, Molière, La Bruyère, Fenelon, Bossuet y Vauvenargues en muchos pasajes de sus obras se inspiraron de cerca en él. Una parle del talento de Pascal[45], sin duda la más fundamental y duradera, tuvo su origen indudable en la Apología de Raimundo Sabunde[46]. El autor de las Provinciales transcribía al componer, quizás sin darse cuenta de ello, las ideas mismas de Montaigne formuladas en idénticas palabras, de lo cual pueden verse muchos ejemplos leyendo despacio ambos libros[47]. El moralista Charron, autor del libro De la Sagesse, que en su época fue llamado divino sin causa justificada, calca los Ensayos del principio al fin en esa obra, despojándolos de paso de toda su originalidad y frescura.

Malebranche y los solitarios de Port-Royal en el siglo XVII se mostraron contra Montaigne injustos e iracundos[48], porque, como decía Pascal, «la piedad cristiana aniquila el yo humano, y la civilidad lo esconde y lo suprime». «Sin embargo, escribe Saint-Evremond, esos autores le leyeron, y constantemente seguirá leyéndose: el hablar abierta y francamente de sí mismo no es quizá defecto mayor que el hacer propósito deliberado de no hablar nunca, ni siquiera cuando a ello obliga el asunto de que se trata, o la manera cómo se trata.»[49]

Muchos escritores se han esforzado en aclarar y explicar el texto de los Ensayos. Entre éstos merece Coste[50] un lugar de los más honoríficos, y sin exageración puede asegurarse que sobre sus huellas han caminado todos los que lo siguieron en la tarea, apropiándose muchas veces sus interpretaciones sin citar su nombre. Leclerc consigna en el prólogo citado el reconocimiento que le deben todos los amantes y admiradores de Montaigne.

Como se verá, en esta traducción las notas son contadas. Yo creo que el texto no tenía necesidad de mayor número para ser exactamente comprendido, y que las personas que habrán de leer a Montaigne en castellano tampoco habían menester de más. Cualquier libro o diccionario de los muchos existentes sobre Antigüedades griegas y romanas me hubiera suministrado buena cosecha de ellas, o bien el popular Viaje del joven Anacarsis simplemente. Todas las he considerado como inútiles, o por lo menos como innecesarias.

Otra clase de apostillas reciben todavía crédito de los traductores de obras clásicas: las advertencias admirativas y encomiásticas en que se anuncia al lector cómo, cuándo y dónde deben ir derechos su entusiasmo o aprobación. Estas advertencias son aun más inútiles que las otras y más insoportables también; cada uno ensalza y se huelga con lo que puede y comprende sin necesidad de que nadie se lo advierte de antemano.

Los Comentarios históricos y críticos sobre los Ensayos[51], del abogado Servan, de los cuales Leclerc sacó algunas notas para su edición, y cuyo fin principales explicarlo que no necesita explicación o aclarar lo que no es oscuro, y también poner las cosas en su lugar cuando estaban ya en el que mejor las pertenecía, intentando rectificar algunas ideas con argumentos poco satisfactorios y menos aún convincentes, se recomiendan sólo por la buena fe que su autor puso al escribirlos. Igual juicio deben merecer los editores que dan a luz los Ensayos interpretando la doctrina de ellos desde el punto de vista católico o protestante, librepensador o ateo, como hizo Naigeon, el amigo de Diderot, o el mono, según otros lo nombraban, a principios del siglo actual; bien que a éstos últimos no siempre acompañe toda la buena fe que debe, presidir en un libro cuyo preliminar hace de ella profesión expresa.

Algunos escritores que estudiaron a Montaigne ligeramente, se entretuvieron en encontrar en él contradicciones, tarea harto fácil puesto que las suministra copiosas, francas y abiertas, pero siempre en armonía con su espíritu y su manera de analizarse y de analizar a los demás. Por eso escribió, y no una sino muchas veces y en diferentes lugares su libro: «Todas las ideas más contradictorias se encuentran en mi alma en algún modo, conforme a las circunstancias y a las cosas que la impresionan: vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; hablador, taciturno; ingenioso, torpe; malhumorado, de buen talante; mentiroso, veraz; sabio, ignorante; liberal, avaro y pródigo: todas estas cualidades, las veo en mí sucesivamente, según la dirección a que me inclino. Quien se estudie atentamente encontrará en su juicio igual volubilidad y discordancia. Yo no puedo formular ninguno sobre mí que sea concluyente, sencillo y sólido, sin confusión y sin mezcla: Distingo es el término más universal de mi lógica.»[52]

Y en otra parte[53]: «Nunca hubo dos hombres que juzgaran de igual modo de la misma cosa; y es, imposible ver dos opiniones idénticamente iguales, no solamente en distintos hombres, sino en un mismo hombre a distintas horas.»

Recientemente hubo un hombre en Francia cuya vida toda fue casi exclusivamente a Montaigne y a sus obras consagrada, el doctor Payen. Su nombre debe figurar junto con el de Coste para todos los admiradores de los Ensayos. El doctor Payen se propuso dar a luz una edición definitiva de todos los escritos del filósofo, y murió sin ver sus deseos realizados. El catálogo de sus colecciones, publicado en 1877 por el bibliotecario M. Gabriel Richou[54], comprende la serie completa de todas las colecciones de Montaine, en junto 413 números, de los cuales 136 son impresiones diferentes de los Ensayos; una colección de las traducciones de Montaigne en alemán, inglés, holandés o italiano; otra de treinta y siete obras que pertenecieron a Montaigne, casi todas por el firmadas y algunas anotadas[55]; escritos de parientes, amigos y contemporáneos de Montaigne; obras manuscritas o impresas del doctor Payen relativas a Montaigne; una serie de obras que se refieren especial o inciden talmente a Montaigne, a sus parientes o a sus amigos, la cual comprende multitud de artículos de periódicos y revistas, hoy difíciles de abordar en las publicaciones donde salieron; un glosario manuscrito de Montaigne y muchas cartas particulares dirigidas al doctor Payen, relativas a él. Esta preciosa colección se guarda hoy en la Biblioteca Nacional de París.

Sainte-Beuve, aparte de las nimiedades citadas, es el escritor moderno que con mayor profundidad, originalidad y discernimiento filosófico ha estudiado y comprendido el genio de Montaigne en su Historia de Port-Royal[56] y en las Causeries du lundi[57]. A pesar de toda la penetración de este crítico insigne, a quien poco ha un individuo de la Academia francesa llamaba, acaso con razón cabal, «el primer literato del siglo» quedan de Montaigne muchos rincones por estudiar, explorar y sacar a luz, y el autor de los Ensayos merece que un gran espíritu se ocupe de este trabajo por tratarse de uno de los más originales, profundos y grandes entre todos los filósofos habidos. El cardenal del Perron llamaba al libro de Montaigne «el breviario de las gentes honradas». Otro prelado, Huet, obispo do Avranches[58], que no trató en buenos términos este breviario, decía que en su época apenas se encontraba un gentilhombre entre los que vivían lejos de París «que para distinguirse de los vulgares cazadores de liebres no tuviera un Montaigne sobre la chimenea de su casa». Un crítico inglés escribe de los Ensayos: «Abridlos por cualquier capítulo, y desde las primeras palabras os encontraréis orientados. Este es uno de esos libros que comienzan en cada página, y cuya lectura puede suspenderse sin dejar señal alguna donde la hayáis interrumpido. Podéis recorrer repetidas veces el mismo pasaje sin que fundadamente os sea dable decir que lo habéis leído. Montaigne nos conduce sin que sepamos dónde nos lleva; emprende su marcha sin que adivinemos siquiera el lugar hacia el cual va a encaminarnos. Permanecemos con él imposibilitados de ascender o descender por el análisis o la síntesis; y como tras sí no deja huella ninguna, puede pasarse la vista diez veces por la misma página, sin encontrar nada que deje de parecernos nuevo o inesperado, hasta que por fin llegamos a aprenderla de memoria. Hay gentes que no leyeron nunca otro autor que Montaigne y que lo leen constantemente.»[59]

Los hombres austeros del siglo XVII censuraron más que todo en los Ensayos el lado puramente humano y flaco de la personalidad de Montaigne, o más bien la maravillosa pluma con que éste lo describe y el pincel mágico con que lo retrata. Malebranche, sobre todo, llevó su crítica casi a la animosidad y al odio en su libro de la Investigación de la verdad[60].

Y bien mirado, dicho sea con la veneración que tan respetables varones deben merecer, hacemos mal en rebelarnos contra esas materialidades y menudencias, que a pesar nuestro constituyen una parte esencial de nuestra naturaleza, la cual somos inhábiles o incapaces de desechar, so pena de convertirnos en espíritus puros, esfuerzo que somos más incapaces todavía de realizar.

Montaigne también lo sintió así cuando escribió «que pretender hacer el puñado más grande que el puño; la brazada mayor que los brazos, y esperar dar una zancada mayor de lo que la longitud de nuestras piernas consienten es imposible y monstruoso. El hombre se elevará si milagrosamente Dios le tiende sus manos, renunciando y abandonando sus propios medios, dejándose alzar y realzar por los que son puramente celestes.»[61]

Joubert, paisano de Montaigne, cuya brillante pluma traducía las ideas en delicadas imágenes, decía hablando de su persona y de sus escritos: «Yo no soy más que un tronco sonoro, pero quien a mi sombra se sienta, y me escucha, se enriquece en prudencia y cordura. «Los Ensayos podrían compararse a una selva armoniosa de corpulentos y frondosos árboles a cuya benéfica sombra se extienden toda la cordura y toda la prudencia humanas. Quien con provecho acierte a meditarlos penetrará la esencia de la sabiduría verdadera.»[62]

Mejor aquí que en parte alguna se cumple lo que reza aquel verso que refiriéndose a otros libros escribió un poeta:

C'est avoir profité que de savoir s'y plaire.

Y al dejar al lector entregado al coloquio grato y sustancioso que le procurarán las siguientes páginas, la veneración y el respeto con que las transcribí me hace pensar que acaso hubiera sido necesario para reflejar cumplidamente las ideas que revisten disfrutar la calma de que su autor gozó al componerlas[63]. Pero este inconveniente era más insuperable para mí que todos los otros, y sin duda me habrá hecho incurrir en tropiezos que quizás Montaigne me perdonaría, y que mayormente el lector debe perdonarme.

Y si acaso me extralimité en el elogio de los Ensayos, sirva a explicar este exceso la simpatía y el amor que me inspiraron[64] más de tres años de su continuo comercio y meditación, durante los cuales con nada tropecé que me pareciera insignificante o mediano; antes bien fui sucesivamente, encontrando, a medida que más en ellos me interné, nuevas cosas que alabar y admirar.

¡Ojalá suceda lo mismo a los que, lean en castellano!

C. R. Y. S.

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