Capítulo LII

De la parsimonia de los antiguos

Atilio Régulo, general en África del ejército romano, en medio de sus glorias y victorias contra los cartagineses, comunicaba a la república que un jornalero que había dejado al cuidado de su hacienda, la cual se componía en todo de siete fanegas de tierra, le había robado sus útiles de labranza; y pedía licencia para volver a su país y proveer a tan urgente necesidad, temiendo que su esposa e hijos corrieran riesgo por tal accidente. El Senado se encargó de poner otro criado en lugar del desaparecido; hizo donación a Régulo de los utensilios de labranza necesarios, y ordenó que el Estado proveería al sostenimiento de su familia.

Catón el antiguo, al regresar de España donde había ejercido el cargo de cónsul vendió su caballo a fin de economizar el dinero que le hubiera costado llevarlo por mar a Italia. Cuando gobernaba en Cerdeña hacía sus visitas de inspección a pie, no llevando en su compañía más que un solo oficial que trasportaba sus vestidos y el vaso de los sacrificios, y casi siempre conducía él mismo su bagaje de mi mano. Enorgullecíase de no haber usado nunca traje que costara más de diez escudos; de no haber gastado en el mercado más de diez sueldos por día, y de que entre las casas de campo que poseía ninguna tuviera la fachada blanqueada ni revocada.

Después de haber alcanzado dos victorias y desempeñado dos consulados, Escipión Emiliano ejerció el cargo de legado, y tuvo sólo siete servidores en su compañía. Dícese que Homero nunca tuvo más que uno; Platón tres y Zenón, el maestro de la secta estoica, ni uno siquiera. A Tiberio Graco no se le concedieron más que cinco sueldos y medio por día, en ocasión en que desempeñaba una comisión de la república, y siendo en aquel entonces el hombre más importante de Roma.

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