Capítulo LIV

De las vanas sutilidades

Existen sutilezas frívolas y vanas por medio de las cuales buscan a veces los hombres el renombre, como por ejemplo, los poetas que componen obras enteras cuyos versos comienzan todos con igual letra; vemos también huevos, esferas, alas y hachas, que los griegos componían antiguamente con versos rimados, alargándolos o acortándolos de manera que representaran tal o cual figura; no en otra cosa consistía la ciencia del que se entretuvo en contar de cuántos modos podían colocarse las letras del alfabeto, el cual encontró el inverosímil número que se lee en Plutarco. Yo apruebo el proceder de aquel a quien presentaron un hombre tan diestro que, arrojando con la mano un grano de mijo, lo hacía pasar por el ojo de una aguja, habiéndole pedido algún presente como retribución de habilidad tan singular, ordenó, justa y perspicazmente a mi ver, que entregaran a semejante obrero dos o tres fanegas del mismo grano, a fin de que su arte no dejara de ejercitarse. Testimonio maravilloso es éste de la flojedad de nuestro juicio, que recomienda las cosas por su novedad y rareza, o por la dificultad de realizarlas, sin atender a la bondad o utilidad que las acompaña.

En mi casa nos entretenemos al presente en un juego que consiste en hallar el mayor número de nombres que representan los dos extremos de las cosas; por ejemplo: Sire es el título que se da a la persona más elevada de nuestro Estado, que es el rey, y se aplica igualmente al vulgo, como a los comerciantes, sin que con él se designe nunca a los hombres de clase media. A las mujeres de calidad, se las llama damas; a las de mediana, señoritas; y se aplica también el nombre de damas a las que son de la extracción mas baja. Los dados que se juegan en las mesas, no son permitidos más que en las casas de los reyes y en las tabernas. Decía Demócrito, que los dioses y las bestias tenían los sentidos más aguzados que los hombres, que en este punto se mantienen a mediana altura. Los romanos vestían igual traje los días de duelo que los de fiesta. Es cosa probada que el miedo extremado y el extremo ardor y brío alteran igualmente el vientre y lo descomponen. El apodo de Temblón, con que fue designado Sancho de Navarra, testifica que lo mismo el valor que el temor engendran el estremecimiento de los miembros del cuerpo. Aquél, a quien sus gentes armaban y veían rehilar de pavor, tratando de tranquilizarle disminuyendo el peligro que se presentaba, respondió: «No me conocéis bien; si supiera mi carne el lugar donde mi arrojo la conducirá, al momento caería, por tierra hecha pedazos.» La debilidad que nos procura el frío y la repugnancia en el ejercicio de los placeres de Venus, es producida también por el apetito demasiado vehemente y por el ardor desarreglado. El frío y el calor extremos, cuecen y tuestan: Aristóteles dice que los lingotes de plomo se funden y liquidan con el frío rigoroso del invierno, lo mismo que con el calor fuerte del verano. Lo mismo el deseo que la hartura, producen el dolor en los que los experimentan. La estupidez y la sabiduría participan de sentimientos análogos ante el sufrimiento de los males humanos. Los filósofos vencen y gobiernan el mal, los otros lo desconocen; éstos se encuentran, por decirlo así, más acá de los accidentes, los otros más allá. El filósofo, después de haber pesado con detenimiento y considerado las cosas, después de haberlas medido y juzgado tales cual son, colócase por cima de ellas merced a su fuerza vigorosa, las desdeña y pisotea, como dueño que es de un alma fuerte y sólida, contra la cual nada pueden los vaivenes de la fortuna, puesto que se las han con un cuerpo en el cual nada puede causar impresión. La condición ordinaria y media de los hombres, se encuentra entre esos dos extremos: la de los que advierten los males, los sienten y por incapacidad no pueden soportarlos. La infancia y la decrepitud tienen de común idéntica debilidad cerebral; la avaricia y la generosidad, análogo deseo de adquirir y acaparar.

Puede decirse con verosimilitud que existe una ignorancia supina, que antecede a la ciencia, y otra doctoral que la sigue: ignorancia es esta última que la ciencia engendra y produce, del propio modo que deshace y destruye la primera. Los espíritus sencillos, menos curiosos y menos instruidos, se convierten en buenos cristianos; por respeto y obediencia creen con ingenuidad y se mantienen bajo la disciplina que las leyes dictan. En el mediano vigor de los espíritus y en la capacidad mediana, se engendra el error de las opiniones; éstos se dejan llevar por la apariencia de la interpretación primera, y se creen con luces bastantes para considerarnos como estúpidos y negados por el hecho de mantenernos en las antiguas creencias. Los espíritus grandes, más clarividentes y tranquilos, forman otra clase entre los buenos creyentes; ayudados por una dilatada y religiosa investigación, penetran de un modo más profundo la luz de las Escrituras y sienten el secreto misterioso y divino de nuestro régimen eclesiástico; por eso vemos algunos hombres que alcanzaron este estado guiados por la ciencia, con maravilloso fruto y confirmación, como el extremo límite de la cristiana inteligencia, y llegaron a gozar de su victoria acompañados de consolación inefable, acciones de gracias, cambio en las costumbres y modestia resignada. No incluyo en este rango a esos otros que, procurando purgarse de toda mancha de error pasado, y a fin de darnos buena opinión de sí mismos, conviértense en extremados, indiscretos e injustos hacia nuestra causa, y la manchan con infinitos reproches de violencia. Los sencillos campesinos son gentes honradas, y gentes honradas son también los filósofos, o conforme nuestro siglo los nombra, naturalezas fuertes y claras, enriquecidas con una instrucción amplia en las ciencias útiles. Los mestizos, los que no son sabios ni tampoco ignorantes, los que no quisieron permanecer a obscuras en punto a instrucción, pero que no pudieron llegar a la sabiduría, los que tienen el culo entre dos sillas (entre los cuales me cuento yo y tantos otros), son peligrosos, ineptos, importunos; éstos son los que trastornan el mundo. Por esta razón procuro yo acercarme cuanto puedo a los ignorantes, de quienes inútilmente intenté alejarme. La poesía popular y puramente natural tiene candorosidades y gracias que la equiparan con la poesía perfecta, en la que se cumplen todos los preceptos artísticos, como se ve, por ejemplo, en las canciones rústicas de Gascuña, y en los cantos que conocemos de pueblos que no tienen ciencia alguna, ni conocimiento de la escritura. La poesía mediocre, que ocupa un lugar entre ambas, se desdeña y considera como cosa sin mérito ni valer.

Y puesto que luego que el paso ha sido franqueado por nuestro espíritu, yo creo, como ordinariamente acontece, que considerábamos como ejercicio difícil y complicado lo que no lo es en modo alguno, y tan pronto como nuestra fantasía encuentra el camino de la inspiración, descubre infinito número de ejemplos como los de que en este capítulo hablo, no añadiré más que el siguiente a los ya expuestos: si estos Ensayos fueran dignos de ser juzgados, bien podría ocurrir, a mi parecer, que no gustasen mucho a los espíritus comunes y vulgares, ni tampoco a los singulares y excelentes; aquéllos no los entenderían suficientemente, y éstos los comprenderían de sobra. De suerte que podrían ir tirando entre las gentes de mediana inteligencia.

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