Capítulo XLIX

De las costumbres antiguas

De buen grado excusaría a nuestro pueblo el no tener otro patrón ni regla de perfección que sus propios usos y costumbres, pues es defecto común, no solamente del vulgo sino de casi todos los hombres, el acomodarse para siempre al género de vida en que han sido educados. No me descontenta que el pueblo se sorprenda cuando vea a Fabricio y a Lelio, ni que encuentre su continente y porte bárbaros, puesto que no están ni vestidos ni de acuerdo con nuestra moda; pero lamento la facilidad deplorable con que el mismo pueblo se deja engañar y cegar por la autoridad del uso actual; de que a diario cambie de opinión y parecer, si así place a la costumbre, y de que tan veleidoso sea por sí mismo. Cuando se usaba llevar la ballena del corpiño entre los pechos, mantenía esta costumbre con vivos argumentos, creía que estaba en lo justo; años después la ballena desciende hasta los muslos, y el mismo pueblo se burla de su antigua moda, y la encuentra inútil o insoportable. La del día le ha hecho en seguida condenar la antigua con una resolución tan grande y tan general consentimiento, que no parece sino manía lo que de tal modo le trastorna el entendimiento. Nuestro cambio es tan súbito y tan presto en esto de las modas, que las invenciones de todos los sastres del mundo no bastarían a procurarnos novedades; fuerza es que las desechadas adquieran luego crédito de nuevo y las aceptadas se desdeñen poco tiempo después; y que una misma opinión adquiera en el trascurso de quince o veinte años dos o tres formas no ya sólo diversas, sino contrarias, merced a nuestra ligereza e inconstancia increíbles. Nadie hay entre nosotros, por lince que sea, que no se deje embaucar y desvanecer por tal contradicción, así los ojos del alma como los del cuerpo, insensiblemente y como sin darse cuenta.

Quiero traer aquí a cuento algunas modas antiguas que recuerdo, las unas semejantes a las nuestras, las otras diferentes, a fin de que poniendo a la vista esta continua mudanza de las cosas humanas, tengamos el juicio más despejado y menos volandero.

El combate que nosotros llamamos de capa y espada, usábase ya entre los romanos, tal por lo menos asegura César: Sinistras sagis involvunt, gladiosque distringunt[404] y advierte también en nuestro pueblo el vicio, que existe aun hoy, de detener a los que encontramos en nuestro camino y obligarlos a que nos digan quienes son, tomando a injuria y ocasión de querella, el que se nieguen a respondernos.

En los baños, que los antiguos tomaban todos los días antes de la comida, y de los cuales se servían con igual frecuencia que nosotros nos lavamos las manos, en los comienzos sólo se remojaban los brazos y las piernas; mas después (la costumbre ha durado varios siglos en la mayor parte de las naciones del mundo), se bañaban completamente desnudos con agua en que echaban diversas mixturas y perfumes, de tal suerte que consideraban como ejemplo e morigeración el bañarse con agua pura. Los más delicados perfumábanse todo el cuerpo tres o cuatro veces al día. Arrancábanse el pelo del cutis con pinzas, como las mujeres francesas hacen de algún tiempo acá con los de la frente,

Quod pectus, quod crura tibi, quod brachia vellis[405],

aunque poseían ungüentos propios para este efecto

Psilothro nitet, aut acida latet oblita creta.[406]

Gustaban tenderse en el lecho, que era muy blando, y consideraban como sacrificio el acostarse en colchones. Comían en la cama adoptando una postura análoga a la de los turcos en el día:

Inde toro pater Aencas sic orsus ab alto.[407]

Cuéntase de Catón el joven, que después de la batalla de Farsalia, hallándose apenado por el mal estado de los negocios públicos, comió siempre sentado, adoptando un género de vida austero. Besaban las manos a los grandes para honrarlos y acatarlos. Entre amigos besábanse al saludarse como los venecianos,

Gratatusque darem cum dulcibus oscula verbis[408];

se tocaban las rodillas para reverenciar y mostrar a los grandes pleito homenaje. Pasicles el filósofo, hermano de Crates, en lugar de poner su mano en la rodilla llevola a los órganos genitales; la persona a quien saludaba habiéndole rechazado violentamente, Pasicles repuso: ¡Cómo! ¿esa parte no es tan vuestra como la otra? Comían como nosotros la fruta al fin de la comida. Se limpiaban el culo (dejemos para las mujeres los vanos miramientos de las palabras) con una esponja, por eso este vocablo es obsceno en latín; la esponja estaba sujeta al extremo de un palo, como atestigua la historia de un hombre a quien conducían a ser presentado a las fieras ante el pueblo, el cual pidió permiso para hacer sus menesteres, y no teniendo otro medio de quitarse la vida, se la metió junta con el palo por la garganta, y se ahogó. Secábanse el miembro con lana perfumada cuando habían hecho uso de él:

At tibi nil faciam; sed lota mentula lona.[409]

Había en las encrucijadas de Roma recipientes y tinas para aliviar las necesidades urgentes de los transeúntes:

Pusi saepe lacum propter, se, ac dolia curta,

somno devincti, credunt extoliere vestem.[410]

Tomaban algo de reparo entre las comidas. En verano había vendedores de nieve para refrescar el vino, y algunos la empleaban también en invierno, no encontrando aquella bebida suficientemente fresca. Los grandes disponían de trinchantes y escanciadores para el gobierno de la mesa y de bufones para su regocijo. En invierno se servían las carnes puestas sobre hornillos, que se colocaban en las mesas; tenían cocinas portátiles; yo he visto algunas, en las cuales podía trasladarse de lugar todo el servicio:

Has vobis epulas habete, lauti:

nos offendimur ambulante caena.[411]

En verano dejaban correr el agua fresca y clara en las habitaciones de planta baja, en canales donde había gran cantidad de peces vivos, que los concurrentes escogían y tomaban con la mano para aderezarlos cada cual a su gusto. El pescado ha tenido siempre el privilegio, y lo tiene todavía, de que los grandes se vanaglorien de saber condimentarlo: su salsa es preferible a la de la carne, al menos para mi paladar. En toda suerte de magnificencia, exquisitez y voluptuosas invenciones de molicie y suntuosidad, nosotros hacemos cuanto nos es dable para igualar a los antiguos, pues nuestra voluntad está tan viciada como la suya, aunque nuestros medios no la alcancen; ni siquiera son capaces nuestras fuerzas de igualarlos en sus vicios, o menos en sus virtudes, pues los unos y las otras imanan del vigor de espíritu, el cual era, sin ponderación, mucho más grande en aquellos hombres que en nosotros; y las almas, a medida que son menos fuertes, cuentan con menos medios para realizar en grande el bien y para ejecutar el mal en la misma proporción.

El lugar más honroso entre ellos era el del medio. El anterior y el posterior no tenían ni al escribir ni al hablar significación alguna de categoría, como se ve de un modo evidente por sus escritos: lo mismo decían Opio y César que César y Opio; lo misino yo y tú que tú y yo. Por esta razón he advertido en la vida de Flaminio del Plutarco de Amyot, un pasaje en que éste, hablando del celo por la gloria que existía entre etolianos y romanos, por saber a quién pertenecía la honra de una batalla que habían ganado juntos, se fije en que en las canciones griegas figurasen los etolios antes que los romanos, si es que no hay doble sentido en las palabras francesas.

Aunque las damas se encontrasen en el baño, no tenían inconveniente en hablar con los hombres, y allí mismo recibían de manos de sus criados unturas y fricciones:

Inguina succinctus nigra tibi servus aluta

stat, quoties calidis nuda foveris aquis.[412]

También usaban polvos para reprimir el sudor.

Los primitivos galos dice Sidonio Apolinario, llevaban el pelo largo por delante, y el de la nuca lo tenían cortado: igual uso que el recientemente puesto en vigor por las costumbres afeminadas y muelles de nuestro siglo.

Pagaban los romanos el importe del pasaje a los bateleros al entrar en el barco; nosotros no los pagamos hasta llegar al punto de destino:

Dum aes exigitur, dum mula ligatur,

tota abit hora.[413]

Las mujeres se acostaban en la cama del lado de la pared, por eso se llamaba a César spondam regis Nicomedis[414]. Tomaban aliento al beber y bautizaban el vino:

Quis puer ocius

restinguet ardentis falerni

pocula praetereunte lympha?[415]

Los lacayos empleaban ya sus acostumbradas truhanerías.

O Jane!, a tergo quem nulla ciconia pinsit,

nec manus auriculas imitata est mobilis albas,

nec linguae, quantum sitiat canis Appula tantum.[416]

Las damas argianas y las romanas usaban el luto blanco, como las nuestras en lo antiguo, y como debiera hacerse hoy, si mi dictamen se siguiera. Pero hagamos aquí punto, pues hay libros enteros que no tratan de otra cosa.

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