Capítulo XLVIII

De los caballos de combate

Heme aquí convertido en gramático, yo que nunca aprendí las lenguas sino por rutina, y que ignoro a estas horas lo que sean subjuntivo, adjetivo y ablativo. Paréceme haber oído decir que los romanos tenían unos caballos, a los cuales llamaban funales o dextrarios, que conducían con la diestra o guardaban en lugares de relevo para servirse de ellos en caso necesario; de aquí proviene que nosotros llamemos dextriers a los caballos de servicio, y el que nuestros viejos autores digan ordinariamente adestrer por acompañar. Llamaban también los antiguos desultorios equos a dos caballos que estaban educados de tal suerte, que corriendo a todo galope y yendo a la par, sin brida ni silla, los caballeros romanos, aun encontrándose armados, se arrojaban y volvían a arrojarse de uno en otro en medio de la carrera. Los jinetes númidas llevaban a la mano un segundo caballo para cambiar en lo más rudo de la pelea: quibus, desultorum in modum, binos trahentibus equos, inter acerrimam saepe pugnam, in recentem equum, ex fesso, armatis transsultare mos erat: tanta velocitas ipsis, tamque docile equorum genus![388] Hansa visto muchos corceles enseñados a socorrer a sus amos, ir derechos hacia quien les presentaba una espada desnuda y arrojarse sobre él a bocados y a coces; pero acontece con frecuencia que ocasionan mayor daño que provecho a quien tratan de defender, pues no pudiéndolos abandonar fácilmente, una vez desbocados, el jinete queda entregado a las fuerzas del animal. Tal desgracia aconteció a Artibio, general del ejército persa, en un combate contra Onesilo, rey de Salamina, en que ambos sostuvieron la lucha de hombre a hombre; montaba el primero un caballo educado en aquella escuela, que fue causa de su muerte, pues el escudero de Onesilo dio un guadañazo en las espaldas a Artibio, que le derribó por tierra, de encabritado como estaba su caballo. Y lo que los italianos cuentan de que en la batalla de Fornovo el caballo del rey Carlos le salvó la vida dando coces contra los enemigos que le asediaban, caso de ser cierto, fue un gran azar. Los mamelucos se vanaglorian de poseer los caballos de guerra más diestros del mundo, los cuales por naturaleza y por educación están hechos a conocer y distinguir al enemigo, sobre el cual es necesario que se precipiten con furia, a coces y mordiscos, según la voz o seña que se les hace, y también a coger con la boca los dardos y lanzas en medio de la pelea y ofrecérselos a sus amos citando éstos se lo ordenan. Dicen de César y también del gran Pompeyo, que además de las otras excelentes cualidades que les adornaban, eran muy buenos, jinetes y del primero, que cuando joven, montaba de espaldas un caballo sin brida, haciéndole tomar carrera con las manos atrás. Como la naturaleza quiso hacer de César y Alejandro dos milagros en el arte militar, diríase que se esforzó también en armarlos de un modo singular pues todos sabemos de Bucéfalo, el caballo de Alejandro, que tenía la cabeza semejante a la de un toro; que no se dejaba montar por otro que no fuer su amo, ni tampoco permitió nunca ser educado por otro; que fue honrado después de su muerte, y que se edificó una ciudad que llevó su nombre. César tenía también un corcel cuyas manos eran como los pies de una persona y el casco cortado en forma de dedos tampoco pudo montarlo ni educarlo nadie sino César, el cual dedicó su estatua, después de su muerte, a la diosa Venus.

Cuando yo monto a caballo echo pie a tierra mal de mi gado pues es la posición en que me siento mejor, así cuando estoy sano como encontrándome enfermo. Platón recomienda el cabalgar para la salud, y Plinio dice que es provechoso para el estómago y las articulaciones. Pero prosigamos, puesto que de ello estamos hablando.

En Jenofonte se lee una ley que prohibía viajar a pie él quien tuviera caballo. Trogo y Justino cuentan que los partos acostumbraban a hacer a caballo, no ya sólo la guerra, sino también todos sus negocios privados y públicos: comerciar, parlamentar, conversar e ir de paseo, y añádese que la distinción capital entre siervos y hombres libres consistía en que los unos cabalgaban y los otros iban a pie, costumbre que databa desde a época de Ciro.

Hay varios ejemplos en la historia romana, (Suetonio, los señala más concretamente que César) de capitanes que ordenaban a sus gentes de a caballo echar pie a tierra cuando se veían acometidos, para quitar así a los soldados toda ocasión de huir, y también por la ventaja que esperaban en esta clase de combate: quo, haud dubie, superat Romanus[389], dice Tito Livio. De tal suerte que la primera medida que tomaban para reprimir la rebelión de los pueblos nuevamente conquistados era despojarlos de armamentos y de caballos; por eso vemos en César: arma proferri, jumenta produci, obsides dari jubet[390]. El sultán de Turquía no consiente hoy ni a cristiano ni a judío tener caballo en toda la extensión de su imperio.

Nuestros antepasados, principalmente en la época de la guerra contra los ingleses, luchaban a pie casi siempre en los combates solemnes para no confiar más que a su propia fuerza y vigor cosas tan caras como el honor y la vida. Diga lo que quiera Crisantes en Jenofonte, el jinete une su fortuna a la de su caballo; las heridas de éste y su muerte influyen en el soldado; el horror o la fogosidad del animal os hacen cobarde o temerario. Si el caballo es insensible a la brida o a la espuela, vuestro honor pagará la falta del corcel. Por esta razón no considero extraño que aquellos encuentros a pie firme fuesen más vigorosos y más furiosos que los que se verifican a caballo:

Caedebant pariter, pariterque ruebant

victores victique; necque his fuga nota, neque illis[391];

el triunfo que se alcanzaba era con mayor encarnizamiento disputado, mientras que hoy no vemos más que caminatas militares primus clamor atque impetus rem decernit[392]. Pues que en los combates lo encomendamos todo al caso, debiera procurarse que el triunfo dependiera más bien de nuestro poderío y de nuestra voluntad; yo aconsejaría que se eligieran las armas más cortas y manejables. Mejor puede defenderse el combatiente con una espada que empuña que con la bala que escapa de su arcabuz; en el mecanismo de éste entran la pólvora, la piedra y la rueda; si cualquiera de estas cosas falla, peligrará la fortuna del guerrero. Mal puede asegurarse el golpe cuyo solo vehículo es el aire:

Et, quo ferre velint, permittere vulnera ventis:

ensis habet vires; et gens quaecumque virorum est,

bella gerit gladiis.[393]

En cuanto al arma de que acabo de hablar, insistiré con mayor amplitud en el pasaje en que establezca la comparación de los pertrechos de guerra que usaron los antiguos con los que nosotros empleamos; salvo el estruendo que producen, al cual todos ya están habituados, creo que el arcabuz es de escaso efecto, y entiendo que no está lejos el día en que se abandone su uso. El arma de que los italianos se servían, que era de fuego y arrojadiza, producía un efecto más seguro; llamábanla falárica, y consistía en una especie de jabalina, armada por uno de sus extremos de un hierro de tres pies de largo, con el cual se podía atravesar a un hombre armado de parte a parte, y se lanzaba unas veces con la mano, otras con una máquina de guerra para defender los lugares sitiados. La madera a que el hierro estaba sujeto hallábase rodeada de estopa, embadurnada de pez y empapada en aceite, que con la carrera se inflamaba, y quedaba sujeta al cuerpo o al escudo del enemigo privándole de todo movimiento. De todos modos se me figura que la falárica ocasionaría perjuicios a los sitiadores, y que estando el campo sembrado de estos troncos encendidos, podía producir en la lucha perjuicios comunes:

Magnum stridens contorta phalarica venit,

fulminis acta modo.[394]

Contaban también los romanos con otros medios de guerrear, a los cuales la costumbre los hacía aptos, que a nosotros nos parecen increíbles por la inexperiencia que de ellos tenemos, y con los que suplían la falta de nuestra pólvora y nuestras balas. Manejaban las jabalinas con fuerza tal, que a veces enfilaban dos escudos con sus hombres armados, y los cosían el uno al otro. Los disparos de sus hondas, no eran menos certeros, aun a gran distancia: saxis globosis... funda, mare apertum incessentes... coronas modici circuli, magno ex intervallo loci, assueti trajicere, non capita modo hostium vulnerabant, sed quem locum destinassent[395]. Sus máquinas de guerra ofrecían el aspecto de las nuestras y producían el mismo estrépito: ad ictus maenium cum terribili sonitu editos, pavor et trepidatio cepit[396]. Los galos, nuestros parientes cercanos en el Asia menor, odian estas armas traidoras y volanderas, hechos como se encontraban a combatir mano a mano, con mayor brío. Non tam parentibus plagis moventur... ubi latior quam altior plaga est, etiam gloriosius se pugnare putant; iidem, quum aculeus sagittae, aut glandis abditae introrsus tenui vulnere in speciem urit... tum, in rabiem et pudorem tam parvae perimentis pestis versi, prosternunt corpora humi[397]; pintura semejante a la de un arcabuzazo. Los Diez Mil en su retirada prolongada y famosa, encontraron un pueblo que los causó daños considerables, sirviéndose de arcos grandes y resistentes, y de flechas tan largas, que aun con la mano podían arrojarse, a manera de dardos, y atravesar de parte a parte un escudo y un hombre armado. Las máquinas de guerra que Dionisio inventó en Siracusa, que servían para lanzar gruesos macizos y piedras de tamaño enorme con ímpetu formidable, representan, o eran ya semejantes a nuestros recientes inventos.

No hay que echar tampoco en olvido la graciosa postura que guardaba en su mula un señor Pedro Pol, doctor en teología, de quien cuenta Monstrelet que acostumbraba a pasearse por la ciudad de París sentado de lado, como las mujeres. En otro pasaje refiere el mismo escritor que los gascones tenían unos caballos terribles acostumbrados a dar la vuelta en redondo yendo al trote, lo cual admiraban sobremanera los franceses, picardos, flamencos y brabantinos, «porque no tenían costumbre de verlos», según rezan las palabras de Monstrelet. César dice hablando de los suecos: «En los encuentros a caballo echan con frecuencia pie a tierra para combatir mejor; habiendo acostumbrado a los caballos a no moverse del lugar en que los dejan, recurren luego a ellos en caso de necesidad; conforme a la manera de guerrear de estos pueblos, nada hay tan villano ni cobarde como el uso de sillas y armaduras para los corceles, de tal suerte desdeñan a los que las usan; con hábitos semejantes, aun siendo pocos en número, atacan al enemigo por numeroso que sea.» Lo que yo he admirado en otro tiempo de ver un caballo hecho a manejarse a todas manos con una varilla, sin el auxilio de la brida, era usanza ordinaria de los masilianos, que se servían también de sus corceles sin silla:

Et gens, quae nudo residens Massylia dorso,

ora levi flectit, fraenorum nescia, virga[398]

Et Numidae infraeni cingunt.[399]

Equi sine fraenis; deformis ipse cursus, rigida cervice, et extento capile currentium[400]. El rey Alfonso VI de España, fundador de la Orden de los Caballeros de la Banda[401], estableció entre otras ordenanzas la de que no se montase mula ni macho, bajo la pena de un marco de plata de multa, según leo en las cartas de Guevara, a las cuales los que llamaron doradas hacían de ellas un juicio bien diferente del mío. En El Cortesano, de Castiglione, se dice que antes de la época en que fue escrito el libro constituía una falta para un gentilhombre cabalgar sobre una mula. Los abisinios, por el contrario, a medida que por su rango se acercan más al Preste Juan, su soberano, tienen a dignidad y pompa el montar una de grande alzada.

Refiere Jenofonte que los asirios tenían siempre trabados sus caballos en sus casas, a tal punto eran fogosos y salvajes de temperamento; y que era tanto el tiempo que necesitaban para desatarlos y ponerlos los arneses, que para que el que empleaban en la operación no les acarreara perjuicios caso de que el enemigo los cogiera desprevenidos, jamás ocupaban campo que no estuviera defendido y rodeado de fosos. Su rey Ciro, tan gran maestro en cosas de caballería, gobernaba los caballos de su cuadra, y no consentía que les dieran el pienso si antes no habían ejecutado un ejercicio rudo. Los escitas, donde quiera que la necesidad los empujara a la guerra, sangraban a los suyos y empleaban la sangre como alimento:

Venit el opoto Sarmata pastos equo.[402]

Los habitantes de Creta, sitiados por Metelo, se vieron en carencia tal de ninguna otra bebida, que tuvieron que servirse de la orina de sus caballos para aplacar su sed.

Para probar que los ejércitos turcos se mantienen y conducen mejor disciplinados que los nuestros, dícese, que, aparte de que los soldados no beben más que agua ni comen más que arroz y carne salada reducida a polvo: de la cual cada uno lleva encima fácilmente su provisión para un mes, saben también mantenerse en caso necesario, con la carne y la sangre de sus caballos, que adoban de antemano, como los tártaros y los moscovitas.

Esos pueblos nuevos de la India creyeron, cuando los españoles llegaron allí, que así los hombres como sus caballos eran dioses o seres cuya nobleza sobrepasaba la suya; algunos, después de haber sido vencidos, solicitaban, la paz y el perdón, ofrecíanles oro y viandas, y otro tanto hacían con los caballos, cuyos relinchos tomaban por lenguaje de conciliación y tregua.

En las Indias Orientales era en lo antiguo el honor más principal y regio cabalgar sobre un elefante; el segundo, ir en coche arrastrado por cuatro caballos; el tercero, montar un camello, y el último honor y categoría consistía en ser llevado en un caballo o en una carreta tirada por un solo corcel. Un escritor de nuestro tiempo; dice haber visto en esos climas regiones en que se montan bueyes con albarda, estribos y bridas, y añade que no es ya mal en semejante cabalgadura.

Quinto Fabio Máximo Rutiliano, en la guerra contra los samnites, viendo que sus gentes de a caballo a la tercera o cuarta carga habían casi deshecho al enemigo, tomó la determinación de que los soldados soltaran las bridas de sus corceles y cargaran a toda fuerza de espuela; de suerte que, no pudiéndolas detener ningún obstáculo al través del ejército enemigo, cuyos soldados estaban tendidos por tierra, abrieron paso a la infantería, que completó la sangrienta derrota. Igual conducta siguió Quinto Fulvio Flaco contra los celtíberos: Id cum majore vi equorum facietis, si effraenatos in hostes equos immittitis; quod saepe romanos equiles cum laude fecisse sua, memoriae proditum est... Detractisque fraenis, bis ultro citroque cum magna strage hostium, infractis omnibus hastis, transcurrerunt[403].

El duque de Moscovia cumplía en lo antiguo la siguiente ceremonia con los tártaros, cuando éstos le enviaban sus embajadores: salíales al encuentro a pie y les presentaba un vaso de leche de yegua, bebida que aquéllos gustaban con delicias; si al beberla caía alguna gota en las crines de los caballos, el duque tenía la obligación de pasar la lengua por ella. El ejército que el emperador Bayaceto envió a Rusia, fue destrozado por una tan furiosa nevada, que muchos soldados para ponerse a cubierto y preservarse del frío, mataron y destriparon sus caballos y se metieron dentro de los cuerpos gozando así del calor vital. Bayaceto después de tan terrible fracaso en que fue destrozado por Tamerlán, escapó a toda prisa montado en una yegua árabe, y hubiéralo conseguido de no haberse visto obligado a dejarla beber cuanto quiso a su paso por un arroyo, lo cual la hizo enflaquecer y enfriarse tanto, que fue atrapado por sus perseguidores. Dícese que los caballos se acobardan dejándoles orinar, pero a éste dejándola beber hubiera creído más bien que se refrescara y fortaleciera.

Al atravesar Creso la ciudad de Sardes, encontró un prado en que había gran cantidad de serpientes que sus caballos comieron con apetito excelente, lo cual fue de mal augurio para sus empresas, según refiere Herodoto. Llamamos caballo entero al que tiene las demás partes tan cabales como la crin y las orejas. Habiendo los lacedemonios derrotado a los atenienses en Sicilia, regresaron triunfalmente a la ciudad de Siracusa, entre otras fanfarronadas que hicieron esquilaron los caballos de sus enemigos llevándolos así pomposamente. Alejandro guerreó contra un pueblo que se llamaba Dahas, en el cual dos soldados montaban un mismo corcel pero cuando llegaba la hora de la lucha, uno de ellos echaba pie a tierra y combatían ya a pie, ya a caballo ambos soldados.

No creo que ninguna nación nos aventaje en el acertado manejo de este animal. Entre nosotros se llama buen jinete aquel que despliega menos acierto que arrojo. El más competente, el más seguro, el caballero más diestro que he conocido en el manejo del caballo fue el señor Carnavalet, que estuvo al servicio de nuestro monarca Enrique II. He visto a un hombre correr a galope sobre un caballo, puesto de pie en la silla, desmontar ésta, volverla a colocar y sentarse de nuevo, llevando siempre el corcel a todo galope, saltar sobre un objeto cualquiera, disparar de espaldas su arco recoger del suelo cuanto quería, echando un pie a tierra, sosteniéndose con el otro en el estribo, y hacer otra porción de monerías con las cuales se ganaba la vida.

En mi tiempo se han visto en Constantinopla dos hombres puestos sobre el mismo caballo, los cuales en lo más impetuoso de la carrera se arrojaban al suelo alternativamente, y luego volvían a montar; otro que con sólo los dientes enjaezaba el suyo; otro que, colocado entre dos caballos, y un pie en cada silla, sostenía a un hombre en sus brazos y picaba espuela a toda brida; el segundo, puesto luego de pie sobre el primero, hacía blancos certeros con su arco; varios que, con las piernas en lo alto, la cabeza puesta en la silla entre las puntas de dos alfanges sujetos al arnés, se sostenían sobre el caballo a la carrera. En mi infancia, el príncipe de Sulmona, en Nápoles, manejaba un caballo entero en toda suerte de ejercicios, teniendo entre el cuerpo del animal y sus rodillas, y lo mismo entre el estribo y los pulgares de sus pies dos piececitas de plata, cual si hubieran estado clavadas, para mostrar la firmeza con que se mantenía sobre el corcel.

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