Capítulo XXXIII Coincidencias del acaso y la razón

La inconstancia de los movimientos diversos de la fortuna es causa de que ésta nos muestre toda suerte de semblantes. ¿Hay algún acto de justicia más palmario que el siguiente? Habiendo resuelto el duque de Valentinois envenenar a Adriano, cardenal de Cornete, en cuya casa del Vaticano estaban invitados a comer el pan Alejandro VI su padre y aquél, mandó que llevaran al banquete antes de que él compareciera una botella devino envenenado, y ordenó al copero que la guardase cuidadosamente; como el papa llegara antes que el de Valentinois, y pidiera de beber, le sirvieron vino de la botella por suponer que era el mejor; el duque mismo pocos momentos después, creyendo que no habrían tocado a su vino, bebió a su vez, de suerte que el padre murió de repente, y el hijo, después de haber estado largo tiempo atormentado por la enfermedad, experimentó todavía suerte peor que si de ella hubiera sucumbido.

Diríase que algunas veces la fortuna se burla bonitamente de nosotros en los momentos más críticos. El señor de Estrée, a la sazón portaestandarte del señor de Vandome, el señor de Licques, teniente de la compañía del duque de Ascot, en ocasión en que ambos se encontraban enamorados de la hermana del señor de Foungueselles, aunque pertenecía a distintos partidos, el de Licques resultó vencedor; mas el mismo día de la boda, y lo que es aun más triste, antes de la noche nupcial, el recién casado, sintiendo deseos de romper una lanza en favor de su nueva esposa, salió a la escaramuza cerca de Saint-Omer, donde el de Estrée, desplegando superiores fuerzas, le hizo prisionero, y para sacar partido de su victoria, fue necesario además que la doncella,

Conjuges ante coacta novi dimittere collum,

quam veniens una atque altera rursus hyems

noctibus in longis avidum saturasset amorem[278],

la cual cortésmente le pidió luego que lo devolviera su prisionero, como así lo hizo el vencedor; que la nobleza francesa jamás rechazó a las damas ninguna petición.

Los caprichos de la fortuna parecen a veces combinados por el arte. Constantino, hijo de Elena, fundó el imperio de Constantinopla; al cabo de buen número de siglos, Constantino, hijo de Elena, lo acabó. En ocasiones se complace en sobrepasar hasta los mismos milagros a que damos fe. Sabemos que cuando Clodoveo cercó a Angulema, las murallas de la ciudad se desplomaron por gracia divina. Bouchet dice, tomándolo de otro autor, que en ocasión en que el rey Roberto sitiaba una plaza, habiéndose alejado del recinto de la misma para dirigirse a Orleáns a solemnizar la santa fiesta de Aignán, mientras asistía devotamente a la misa, los muros de la plaza sitiada cayeron de pronto en ruinas. La fortuna lo acomodó todo al revés en nuestras guerras de Milán, pues al capitán Ranse, de nuestro ejército, cercando a Erone, hizo poner la mina bajo una parte del muro, el cual, saltando bruscamente, cayó perpendicular, sin que por ello se vieran menos defendidos los sitiados.

Otras veces ejerce la medicina con singular acierto. Viéndose Jasón Fereo desahuciado por los médicos a causa de una apostema que tenía en el pecho, y ardiendo en deseos de limpiarse de ella aun a costa de la vida, lanzose en un combate en medio de la turba de los enemigos. Una herida que recibió la reventó la apostema y le curó radicalmente. El acaso sobrepasó al pintor Protógones en el conocimiento de su arte. Había el artista trasladado al lienzo la imagen de un perro rendido de fatiga, y estaba satisfecho de su obra en todos sus detalles, pero como no acertara a pintar a su gusto la espuma y la baba del animal, incomodado, cogió la esponja, y como estaba empapada con pinturas de diversos colores, al arrojarla contra el cuadro para borrarlo, la casualidad hizo que diera en el hocico del perro y realizara la obra que el arte no había podido efectuar. A veces endereza nuestras deliberaciones y las corrige viéndose obligada Isabel, reina de Inglaterra, a pasar de Zelanda a su país con el ejército para combatir en pro de su hijo contra su marido, la hubiera ido muy mal de llegar al puerto que deseaba, porque en él la aguardaban sus enemigos; mas contra su voluntad, el acaso arrojola en otra parte, donde pudo desembarcar con seguridad completa. Y aquel hombre de la antigüedad que al lanzar una piedra a un perro dio a su madrastra y la mató, ¿no tuvo motivo sobrado para recitar este verso?

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Icetas sobornó a dos soldados para dar muerte a Timoleón, que se encontraba en Adra, en Sicilia. Puestos de acuerdo para realizar su empresa en el momento en que la víctima celebrara algún sacrificio en el templo, hallándose ya en medio de la multitud, como se hicieran una seña para lanzarse a la obra, surge de pronto un tercero que acaba instantáneamente con su espada a uno de los asesinos y escapa. El compañero del muerto, suponiéndose descubierto y perdido, se dirige al altar y pide gracia prometiendo declarar toda la verdad. Tan luego como hubo relatado los pormenores de la conjura, aparece el que había huido, a quien habían atrapado, y a quien el pueblo maltrata, pisotea y arrastra hacia el lugar que ocupa Timoleón y los personajes principales de su séquito. Allí solicita la gracia del soberano y declara haber dado justa muerte al asesino de su padre, probando en el momento mismo, con testigos que su buena estrella le había procurado inopinadamente, que efectivamente su padre había sido muerto en la ciudad de los Leontinos por la misma persona a quien él acababa de matar. Entonces fue gratificado con diez minas áticas por haber tenido la dicha de vengar la muerte del autor de sus días, al par que salvado la vida del padre común de los sicilianos. Este conjunto de casualidades sobrepasa todas las previsiones de la prudencia humana.

Y para concluir, ¿no se descubre en el hecho siguiente una demostración palmaria del favor, bondad y piedad singulares de la fortuna? Proscriptos de Roma por los triunviros Ignacio y su hijo, determinaron ambos quitarse juntos la vida, dejándola el uno en las manos del otro para frustrar así la crueldad de los tiranos. Lanzáronse el uno contra el otro con la espada empuñada, e hizo el acaso que padre e hijo recibieran dos golpes igualmente mortales, concediendo además en honor de una tan hermosa amistad, que tuvieran todavía la fuerza de apartar de sus pechos los brazos armados y sangrientos, para estrecharse tan fuertemente, que los verdugos cortaron juntas las dos cabezas, dejando los cuerpos unidos, y juntas también las heridas, absorbiéndose amorosamente la sangre y los restos de una y otra existencia.

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