Capítulo XXXIV De un vacío en nuestros usos públicos

Mi difunto padre (que era hombre de juicio claro para no ayudarse sino de la experiencia natural) me habló hace tiempo de su deseo de ver establecido en las ciudades un lugar al cual pudieran acudir los que tuvieran necesidad de alguna cosa, y donde un empleado puesto al efecto registrase el asunto de que se tratara; por ejemplo, tal individuo quiere vender perlas, tal otro quiere comprar; tal persona desea compañía para ir a París; tal otra busca un servidor de ésta o de aquella condición; otro busca un amo; tal necesita un obrero; en fin, quiénes unas cosas, quiénes otras, cada cual según sus necesidades. Es probable que este medio de ponernos al corriente proporcionaría alguna ventaja al bienestar público, pues en toda ocasión hay cosas que se desean y por falta de comunicación se ven muchas gentes en la necesidad más extrema.

No puedo menos de recordar con vergüenza para nuestro siglo que a nuestra vista muchos excelentísimos personajes en ciencia por no tener que comer: Lilio Gregorio Giraldo, en Italia, Sebastián Castellón, en Alemania, y creo que existen miles de personas que los hubieran acomodado en condiciones muy ventajosas, o socorrido en las ciudades mismas donde se encontraban, de haber conocido su situación. El mundo no está tan universalmente corrompido; yo conozco alguien que desearía muy vivamente que los medios que los suyos le pusieron en las manos pudieran emplearse a tenor de los intereses de que goza, mientras a la fortuna plazca conservárselos, en poner al abrigo de la necesidad a los hombres singulares y notables en cualquier clase de saber y valer, a quienes la desdicha combate a veces hasta el último límite; esa persona les procuraría facilidades en las tenebreces de la vida, con las cuales, de ser razonables, se conformarían.

En el manejo de los asuntos de su casa, mi padre seguía un orden que yo ensalzo como merece, pero que no soy capaz de imitar. A más del registro de las cosas domésticas, donde se sientan las cuentas menudas, pagos, compras y en general todo aquello en que no precisa el concurso del notario, registro que está a cargo de un administrador, ordenaba a su secretario que tuviera un papel en el que se insertaban todos los acontecimientos dignos de alguna recordación, día por día; el cual formaba como las memorias para la historia de la casa, muy gratas de repasar cuando el tiempo comienza a borrar la huella de las cosas pasadas, y muy adecuado medio para saber en qué tiempo acontecieron. Consignábase la fecha en que tal trabajo se comenzó y la en que se acabó; quiénes fueron las personas que pasaron por su residencia, y cuánto tiempo se detuvieron; nuestros viajes, ausencias, matrimonios y defunciones; las noticias buenas y malas; el cambio de los principales servidores y otros sucesos análogos. Es ésta una costumbre antigua, que a mi entender debería refrescar cada cual en su chisconera. Yo reconozco la torpeza que cometí al dejar de practicarla.

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