Capítulo XL Como el sentimiento de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos nos formamos

Los hombres, dice una antigua sentencia griega, se atormentan por las opiniones que se forman de las cosas, no por las cosas mismas. Mucho se ganaría para alivio de nuestra miserable condición humana si pudiera demostrarse la veracidad absoluta de esta proposición, pues si los males no penetran en nosotros sino por nuestro juicio, estaría en nuestra mano desdeñarlos o convertirlos en bienes. Si las cosas se nos doblegan, ¿por qué inquietarnos y no acomodarlas a nuestro provecho? Si lo que llamamos mal y tormentos no son tales cosas por sí mismos sino en tanto que nuestro ser los considera de ese modo, es indudable que reside en nosotros el poder de modificarlos; y residiendo en nuestro albedrío esa ventaja, somos locos de remate afligiéndonos, interpretándolos por el lado desventajoso, y considerando las enfermedades, la indigencia y los otros tormentos con amargura, pudiendo tomarlos dulcemente; hacer que lo que llamamos mal no lo sea por sí mismo, o por lo menos, tal cual es. Veamos hasta qué punto puede nuestra naturaleza modificar su alcance.

Si la esencia original de las cosas que tememos tuviera fuerza suficiente para dominarnos por su propia autoridad, es indudable que produciría en todos un efecto análogo, pues los hombres son todos de naturaleza idéntica, y con escasas diferencias se encuentran dotados de parecidos órganos e instrumentos, así para concebir como para juzgar; pero la diversidad de opiniones que encontramos al tratar del bien y del mal, muestran claramente que los males y los bienes no ejercen influencia en nosotros sino transformándose; unos los reciben, como por acaso, en su propia forma; mil otros les imprimen otra nueva y contraria. Consideramos la muerte, la pobreza y el dolor como nuestros principales enemigos, y sin embargo la primera, que algunos llaman la cosa más horrible entre las horribles, ¿quién no sabe que otros la nombran el único puerto de salvación en las miserias de esta vida, el soberano bien de la naturaleza, el solo apoyo de nuestra libertad, común y pronto remedio a todos los males? Y así como unos la aguardan temblando y con horror, otros la soportan con mayor gusto que la existencia. Lucano se queja de su facilidad y liberalidad para acabar con los humanos:

Mors, utinam pavidos vitae subdecere nolles

sed virtus te sola daret.[321]

Dejemos a un lado este valor heroico. Teodoro respondió a Lisímaco, que le amenazaba con darle la muerte: «Harás una cosa notable, equiparando tu hazaña con la de una cantárida.» La mayor parte de los filósofos anticiparon voluntariamente la hora de su fin. Y vemos muchas gentes del pueblo, camino de él, y no de una muerte sencilla, sino llena de deshonra y a veces acompañada de crueles tormentos, que marchan sin inmutarse, unos por preconcebido designio, otros por temperamento natural; de tal suerte que nada se advierte en ellos, ningún cambio en su manera de ser ordinaria; unos ponen orden en sus negocios domésticos, se encomiendan a sus amigos, cantan, predican, hablan con el público y a veces mezclan algún chiste, y beben a la salud de sus conocidos. En una palabra, acaban sus días con la misma serenidad que Sócrates.

Un hombre a quien conducían al patíbulo decía que le guardasen de pasar por cierta calle, porque temía ser atrapado por un comerciante a quien debía cierta cantidad. Otro decía al verdugo que no le tocase en la garganta, porque lo haría desternillar de risa a causa de ser muy sensible a las cosquillas. Otro respondió a su confesor, que le prometía que aquel mismo día cenaría con nuestro Señor: «Mejor sería que le acompañara usted, porque yo ayuno.» Otro que pidió de beber, como el verdugo lo hiciera primero, dijo que ya no quería de miedo de atrapar el mal venéreo. De todos es conocido el cuento del picardo a quien, encontrándose en las gradas del patíbulo, presentaron una joven para que se desposara, libertándole así, como nuestra justicia consiente a veces, el picardo dijo al verdugo, luego de haberla contemplado ligeramente, y de haber advertido que cojeaba: «¡Ahórcame! ¡ahórcame! que se tambalea.» Refiere que en Dinamarca, un hombre que había sido condenado a muerte, estando ya en el patíbulo, como le hicieren la misma proposición que al picardo, dijo que la joven que le ofrecían tenía las mejillas caídas y la nariz demasiado puntiaguda. Un sirviente de Tolosa, acusado de herejía, dio por toda razón de su creencia que profesaba las mismas ideas de su señor, joven escolar que estaba preso en su compañía, y consintió mejor morir con él que declarar que su amo pudiera equivocarse. Muchos habitantes de la ciudad de Arrás, cuando ésta fue conquistada por Luis XI, prefirieron ser ahorcados antes que gritar ¡Viva el rey! Entre las almas de los bufones ha habido algunos que no abandonaron su cínica licencia ni aun en la hora de la muerte. Uno a quien el verdugo iba a rematar, exclamó: «¡Vogue la galera!», tal era su expresión favorita. Otro a quién habían acostado, próximo ya a morir, en un jergón tendido a lo largo de un banco de la cocina, como el médico le preguntase dónde sentía el mal: «Entre el banco y el hogar», contestó; y al sacerdote que buscaba los pies del enfermo para darle la extremaunción (el bufón los tenía contraídos por el mal), le dijo: «Los encontrará en el extremo de mis piernas.» Como le exhortaran a que se encomendase a Dios: «¿Quién va a verle?», preguntó, y como le contestaran: «Tú mismo, si al Señor le place», replicó: «¿Iré mañana por la noche? -Encomiéndate a él, porque pronto estarás en su compañía. -Entonces, concluyó, mejor será que me recomiende yo misma en persona.»

Aun en el día, en el reino de Narsinga, las mujeres de las sacerdotes son enterradas vivas con los cuerpos de sus maridos; todas las demás son quemadas en los funerales de los suyos respectivos, consintiendo en ello con firmeza y alegría. A la muerte del rey, sus esposas, concubinas y favoritas, lo mismo que sus oficiales y servidores, que entre todos forman casi un pueblo, se presentan tan alegremente ante la hoguera donde sus cuerpos van a arder, que diríase que tienen a grande honor el acompañar a su amo. Durante nuestras últimas guerras de Milán, en las que tuvieron lugar peripicias de todas suertes, el pueblo, impaciente con tan variados cambios de fortuna, llegó a considerar la muerte con tal indiferencia, que según oí referir a mi padre, se suicidaron hasta veinticinco ricos propietarios en una semana, accidente que recuerda el de los xantianos, quienes sitiados por Bruto, se precipitaron en tropel, hombres, mujeres y niños, con un apetito tan furioso de la muerte, que nada hicieron por escaparla, de tal suerte que apenas si Bruto logró salvar a unos cuantos.

Toda opinión es suficientemente fuerte para abrazarla y defenderla aun a costa de la vida. El primer artículo del valeroso juramento que Grecia mantuvo en las guerras médicas, consistió en que cada ciudadano prefiriese la muerte a la vida, mejor que cambiar las leyes griegas por las persas. ¡Cuántos se ven en la guerra de los turcos y griegos que aceptan con placer una muerte dura antes que descircuncidarse para recibir el bautismo! Ejemplo es éste que todas las religiones imitarían.

Habiendo los reyes de Castilla arrojado a los judíos de sus dominios, el rey Juan de Portugal vendioles por ocho escudos por cabeza el derecho de recogerse en sus Estados durante cierto tiempo, con la condición de que transcurrido este tenían que marcharse, y el propio rey les prometía facilitarles barcos para que se trasladasen al África. Llegado el día de la partida, pasado el cual los que se quedaran debían ser considerados como esclavos, los barcos les fueron concedidos con harta economía; los que se embarcaron recibieron perverso trato de los marineros, quienes, aparte de otras varías indignidades, los llevaron por el mar de un lado a otro, unas veces hacia adelante y otras hacia atrás, hasta que hubieron consumido sus vituallas, y se vieron obligados a comprárselas a ellos a tan elevado precio, que cuando tocaron tierra, no les quedaba más que al camisa. La nueva de esta inhumanidad, cuando fue sabida por los que no se habían embarcado, dio por resultado que la mayor parte de ellos se resignaran a la servidumbre; algunos cambiaron aparentemente de religión. Manuel, sucesor de Juan, cuando llegó al trono les concedió primero la libertad, y cambiando luego de parecer, les ordenó que abandonaran el país consignándoles tres puertos para el pasaje. Esperaba, dice el obispo Osorio, el mejor historiador latino de nuestra época, que el favor de la libertad que les había devuelto no habiéndoles convertido al cristianismo, el peligro de ser víctimas del saqueo de los marineros, junto con el abandonar un país a que estaban habituados y en el que eran dueños de grandes riquezas, para arrojarse en regiones extranjeras y desconocidas, los retendría. Mas viéndose engañado en su designio, porque los judíos deliberaron alejarse, les suprimió dos de los puertos que les había prometido para embarcarse, a fin de que la distancia, y molestias del trayecto retuviera algunos, o para que hubiese medio de amontonar a todos en un lugar determinado para poner en práctica un proyecto, que había ideado, que fue el de ordenar que arrancasen de entre los brazos de los padres y de las madres todas las criaturas que tuvieran menos de catorce años, para trasladarlas lejos de la vista y dirección de las que los habían engendrado, en lugar donde fuesen adoctrinadas en la religión católica. Cuentan que tal medida fue origen de espectáculos terribles; la natural afección de padres e hijos, junto con el celo que sujetaba a éstos a sus creencias religiosas, combatían al par tan violenta orden, y se vio a padres y madres darse la muerte y arrojar a sus criaturas en los pozos. A cometer actos tan horribles movíanles la compasión y la piedad, para que así escaparan al cumplimiento de la ley. En conclusión, expirado el plazo que el rey les había fijado, como tuvieran falta de medios para marcharse, entregáronse a la servidumbre. Algunos se hicieron cristianos; mas en su fe, aun hoy, que han transcurrido cien años, pocos portugueses tienen seguridad, aun cuando la costumbre y el transcurso del tiempo sean consejeros mejores para tales cambios que cualesquiera otras causas.

En la ciudad de Castelnaudary, cincuenta herejes albigenses sufrieron a la vez con valor indomable el ser quemados vivos antes que renegar de sus creencias. Quoties non modo ductores nostri, dice Cicerón, sed universi etiam exercitus, ad non dubiam mortem concurrerunt[322]. He visto a uno de mis más íntimos amigos correr a la muerte con verdadera rabia; con afección tan intensa y tan arraigada en su corazón por causas diversas, que me fue imposible arrancárselas; y a la primera que a su imaginación se presentó, so pretexto de ideas de honor, se dio la muerte sin que pudieran conocerse los verdaderos motivos, con hambre tremenda y deseo ardientísimo. En nuestro tiempo mismo hemos visto muchas personas, hasta criaturas, que por temor de alguna leve incomodidad han corrido hacia la muerte. Y a propósito de hechos análogos, dice un escritor antiguo: «¿Qué será lo que no temamos, si hasta nos asusta aquello que la misma cobardía elige para su retiro?»

De trasladar aquí el registro de los individuos, hombres y mujeres de todas condiciones de sectas diversas que aun en los siglos más prósperos que el nuestro han guardado la muerte sin miedo o buscándola de intento, e ido a su encuentro, no sólo para huir los males de esta vida, sino también por escapar simplemente al cansancio de la existencia, y otros por la esperanza de encontrar una vida mejor, no acabaría nunca. El número es tan grande, tan infinito, que será mejor citar sólo algunos de los que la han temido. Un día de fuerte tormenta se encontraba Pirro el filósofo en un barco, y mostró a los que veía más dominados por el miedo un cerdo que se mantenía tranquilamente, sin temor alguno, sin inquietarse nada por la tempestad. ¿Nos atrevemos, pues, a sostener que la razón humana, que tanto enaltecemos y por la cual somos dueños y emperadores del resto de las criaturas, haya sido puesta en el hombre sólo para servirle de tormento? ¿Para qué nos sirve entonces el conocimiento de las cosas si nos hace ser más cobardes? ¿Si con el conocimiento perdemos tranquilidad y reposo, adónde iríamos a parar sin él? ¿Y si nos hace inferiores al cerdo, cuyo ejemplo mostraba Pirro a los miedosos? La inteligencia de que hemos sido dotados para nuestro mayor bien, ¿la emplearemos para nuestra ruina, yendo en oposición del designio de la naturaleza y del orden universal de las cosas, las cuales ordenan que cada uno use de sus facultades y medios para su comodidad y en ventaja propia?

Concedo, se me dirá, que estos razonamientos sirvan para no atemorizarse ante la muerte. ¿Pero cuáles oponer a la indigencia y al dolor, que Aristipo, Jerónimo y la mayor parte de los sabios consideraron como el peor de los males? Y los que niegan la existencia del mal lo manifiestan por sus acciones. Encontrándose atormentado Posidonio por una enfermedad aguda, en extremo dolorosa, recibió la visita de Pompeyo, quien se excusó de haber escogido hora tan inoportuna para oír hablar al enfermo de filosofía. «No quiera Dios, respondió Posidinio, que el dolor tenga sobre mí fuerza bastante que me impida discurrir», y comenzó a disertar sobre el menosprecio del mismo; mas, sin embargo, el sufrimiento le oprimía, haciéndole exclamar: «¡Oh dolor, por más que me pruebes, no diré que seas un mal!» Este hecho, a que los estoicos dan importancia tan grande, ¿es por ventura un argumento contra el menosprecio con que debemos experimentar el dolor? Posidonio sólo niega la palabra. Si el aguijoneo del mal físico no la daña, ¿por qué interrumpe su discurso? ¿Por qué da importancia tanta al hecho simple de no llamarle un mal? Cuando nos encontramos bajo la influencia de la tortura física los razonamientos están de más. En nuestro poder sólo reside opinar del resto. La realidad verdadera desempeña aquí su papel. Nuestros propios sentidos son los jueces de él:

Qui nisi sunt veri, ratio quoque falsa sit omnis.[323]

¿Por ventura podemos persuadir a nuestra piel de que los latigazos la hacen cosquillas, ni a nuestro paladar de que el áloe sea vino generoso? El cerdo de Pirro puede servir aquí de ejemplo adecuado; el animal estaba impávido ante la muerte, pero si lo hubieran sacudido, se habría quejado. ¿Acaso reside en nuestra mano el poder de ir contra la ley general de la naturaleza, que domina en todo cuanto existe bajo el firmamento, dejando de estremecernos bajo el peso del dolor? Hasta los árboles parece que gimen cuando se les hiere. La muerte no se siente más que por raciocinio, por ser un hecho que se realiza en un instante.

Aut fuit, aut veniet; nihil est praesentis in illa:

morsque minus paenae, quam mora mortis, habet.[324]

Mil hombres, mil animales, mueren antes que se hagan cargo de encontrarse amenazados por la muerte. Lo que tememos en ella es el dolor que siempre la precede. Sin embargo, si damos crédito a un padre de la Iglesia, malam mortem non facit, nisi quod sequitur mortem[325]: yo me atrevería a suponer que ni lo que precede a la muerte, ni lo que las sigue guarda relación con ella para nuestro espíritu.

Buscamos para excusarnos pretextos que no tienen fundamento alguno; por experiencia creo que la idea de la muerte es lo que nos hace impacientes al dolor, y que la sentimos doblemente cruel porque nos amenaza con su golpe. Mas la razón acusa nuestra cobardía, que nos hace temer cosa tan repentina, tan inevitable, tan insensible. Los males que no tienen gran trascendencia no los consideramos como tales: el dolor de muelas o la enfermedad de gota, por crueles que sean, como no matan, no los miramos como enfermedades.

Ahora bien; supongamos que en la muerte consideramos sólo el dolor; como también la pobreza nada que temer ofrece sino el mismo dolor, al cual nos empuja por la sed, el hambre, el frío, el calor y todos los otros males que forman su séquito; limitémonos, pues, a hablar del dolor. Concedo de buen grado que sea la desgracia mayor de nuestra vida, pues soy de los que más la detestan y de los que más le huyen, por no haber tenido hasta el presente, gracias Dios, gran comercio con él; yo creo que en nosotros reside, si no el poder de reducirlo a la nada, al menos el de debilitarlo por la paciencia, y el de alcanzar, a pesar de los sufrimientos corporales, que el alma y la razón se mantengan resistentes y bien templadas. Si tal poder no estuviera en nuestra mano, ¿a qué serviría enaltecer el vigor, el valor, la fuerza, la magnanimidad y la resolución? ¿Cuál sería el empleo que daríamos a esas virtudes excelsas, si no hubiera sufrimiento que desafiar? Avida est periculi virtus326: Si no hubiera duras penalidades que sufrir; si no se pudiera resistir a pie firme el calor abrasador del mediodía, alimentarse de carne de burro o de caballo, verse cortar en pedazos y extraer una bala de los huesos, sufrir el cauterio y la sonda, ¿dónde estaría la superioridad que pretendemos tener sobre el vulgo? Difícil es escapar al influjo del dolor y al mal, por eso sientan los filósofos que entre los actos igualmente laudables debe preferirse la práctica del que mayor pena ocasione. Non enim hilaritate, nec lascivia, nec risu, aut joco, comite levitatis, sed saepe etiam tristes firmitate et constantia sunt beati327. Por esta razón también creyeron nuestros padres que las conquistas realizadas a viva fuerza, por el azar de guerra, eran superiores y más valederas que las que se llevan a cabo mediante la seguridad completa y las negociaciones diplomáticas.

Laetius est, quoties magno sibi constat hosestum.[328]

Es una razón que recae en ayuda de nuestro consuelo el considerar que cuando el dolor es violento suele ser corto, y que si es de larga duración suele ser ligero; si gravis, brevis; si longus, levis. Experimentándolo con vigor no se siente mucho tiempo, pues al fin, o acabará el mal o la persona será la que concluya: uno y otro vienen a ser lo mismo; cuando el dolor no se soporta, él se encarga de ser el vencedor. Memineris maximos morte finiri; parvos multa habere intervalla requietis; mediocrium nos esse dominos: ut, si tolerabiles sint, feramus; sin minus, e vita, quum ea non placeat, tanquam e theatro, exeamus[329]. La causa de que seamos débiles para soportar el mal reside en que no estamos habituados a buscar en el alma nuestro principal contento; en que en ella no nos fundamentamos en tanto grado como debiéramos. El alma es dueña soberana de nuestra condición. El cuerpo no tiene, con escasa diferencia, mas que un solo modo, un solo medio; el alma es variable en toda suerte de formas y dirige hacia ella y a su estado, cualesquiera que éstos sean, los accidentes e impresiones del cuerpo; por tanto, precisa estudiarla y despertar en ella sus resortes, que son todopoderosos. No hay razón, prescripción ni fuerza que resistan a su inclinación y voluntad. De tantos y tantos medios como tiene a su disposición, démosla uno adecuado a nuestra conservación y reposo, y con ello nos veremos no sólo a cubierto de todo daño, sino hasta mejorados con su concurso de las ofensas y de los males. Todo puede el alma convertirlo en su provecho: el error, los sueños, pueden servirla útilmente como materia propicia a resguardarnos, y a proporcionarnos contento. Fácilmente puede reconocerse que lo que en nosotros aguza el dolor o hace más intensos los placeres es el aguijón de nuestro espíritu. Los animales, en quienes no reside tal fuerza, dejan al cuerpo sus sentimientos libres e ingenuos, que son, por consiguiente, iguales en cada especie, con escasas diferencias, como muestran por la semejante aplicación de sus movimientos. Si nosotros no alterásemos en nuestros órganos la función que les es inherente, es muy probable que estaríamos mejor, pues la naturaleza los ha dado un temple justo y moderado, lo mismo hacia el placer que hacia el dolor, el cual temple no puede menos de ser equitativo siendo uno mismo para uno y otro. Pero puesto que nos hemos emancipado de sus reglas para abandonarnos a la vagabunda libertad de nuestras fantasías, ayudémonos al menos a plegarlas del lado más agradable. Teme Platón que el dolor y el placer nos atraigan de una manera demasiado viva, lo cual se explica considerando que, según este filósofo, existe una perfecta unión entre el alma y el cuerpo; yo no participo de tal creencia. Así como el enemigo se encarniza más cuando huimos, así el dolor se enorgullece cuando nos tiene bajo su dominio. Más soportable será para, quien le haga frente; es preciso que opongamos contra él toda suerte de resistencias. Si nos echamos atrás, si nos acobardamos, no hacemos más que llamarlo y atraer la ruina que nos amenaza. Del propio modo que el cuerpo soporta y se hace más resistente la fatiga sometiéndolo a duras pruebas, el alma adquiere también con los trabajos la fortaleza.

Pero vengamos a los ejemplos, que constituyen la materia más adecuada para las gentes que como yo no tienen grandes fuerzas, y encontraremos en ellos que con el dolor acontece lo mismo que con las piedras preciosas, las cuales muestran un brillo más o menos intenso, según el lugar donde se las coloca; así el dolor en el hombre no ocupa mayor espacio que el que se le consiente. Tantum doluerunt, quantum doloribus se inseruerunt[330]. Mayor mal nos ocasiona un lancetazo del cirujano que diez pinchazos recibidos en el calor del combate. Los dolores de parto, considerados por los médicos y por Dios mismo como de tanta gravedad, y que nosotros soportamos con mil alaridos, hay pueblos enteros que los resisten como si tal cosa. Y no hablemos de las mujeres de Lacedemonia. Entre las suizas, esposas de nuestros soldados, ¿qué alteración se encuentra cuando dan a luz? Marchando en pos de sus maridos se las ve que llevan hoy cargado en las espaldas el muchacho que ayer aun tenían en el vientre. ¿Y qué decir de esas gitanas que vemos en nuestros lugares, que por sí mismas lavan los hijuelos que acaban de nacerles, y toman sus baños en los ríos más próximos? Dejando a un lado tantas y tantas mujeres que destruyen sus criaturas en la generación lo mismo que en la concepción, ¿qué decir de aquella noble esposa de Sabino, patricio romano, que por cuidado del interés ajeno, soportó sola, sin auxilios, voces ni gemidos, el parto de dos gemelos? Un muchachuelo de Lacedemonia que había robado un zorro y ocultádolo bajo sus vestiduras, sufrió mejor que le destrozara el vientre que el ser descubierto. Hay que advertir que en Lacedemonia se temía más la vergüenza de pasar por desmañado de lo que nosotros tememos el castigo de nuestra maldad. Otro que incensaba el ara de un sacrificio, consintió en dejarse abrasar hasta los huesos por un carbón que le cayó en la bocamanga de su túnica antes que perturbar la ceremonia. Otros hubo, en gran numero, que por poner a prueba su virtud, conforme a las costumbres de su país, sufrieron a la edad de siete años el ser azotados hasta la muerte, sin que por ello ni siquiera se alterase su mirada. Cuenta Cicerón que los vio atacarse en tropel con fiereza y rabia tales, haciendo uso de pies, manos y dientes para la lucha, que perdían el sentido antes que darse por vencidos. Nunquam naturam mos vinceret; est enim ea semper invicta: sed nos umbris, deliciis, otio, languore, desidia, aninum infecimus; opinionibus maloque more delinitum mollivimus[331]. De todos es conocida la acción de Mucio Scévola, el cual habiéndose internado en el campo enemigo para matar al jefe, no pudo lograr su intento; y viéndose obligado a declarar a Porsena, para dejar ileso el honor de su patria, no ya sólo su designio, sino además que había en el campo gran número de romanos cómplices de su empresa, todos de su mismo temple, dijo que no los descubriría; luego, para dar una muestra del vigor de su alma hizo que le llevaran un brasero en el cual puso su brazo hasta achicharrárselo, y allí lo dejó hasta que el enemigo mismo horrorizado ordenó retirar el fuego. ¿Qué decir del que sufrió la amputación de un miembro sin interrumpir la lectura de un libro que tenía en la mano? ¿Y también ce otro que se obstinó en reírse y burlarse a saciedad de los tomentos que le inferían hasta el punto de que irritada la crueldad de sus verdugos le dejaron libre? Este hombre era un filósofo. Pero hasta un gladiador de César sufrió riendo los suplicios más horribles: Quis mediocris gladiator ingemuit?, quis vultum mutavit unquam? Quis non modo stetit, verum etiam decubuit turpiter? Quis, quum decubuisset, ferrum recipere jussus, collum contraxit?[332]

Hablemos ahora de las mujeres. ¿Quién no ha oído el caso, en París, de una que se hizo arrancar la piel sólo porque su cutis adquiriera mayor frescura? Hay quien se ha hecho arrancar los dientes teniéndolos sanos, con objeto de poseer una voz más blanda y pastosa, o también para colocarlos de modo más conveniente. ¡Cuantísimos ejemplos de menospreciar el dolor podemos contar parecidos! ¿Qué no hacen, adónde no llega el poder de las mujeres por poco que se trate de mejorar, o de hacerlas esperar prosperidad en su belleza?

Vellera queis cura est albos a stirpe capillos,

et faciem, dempta pelle, referre novam.[333]

He visto algunas que comían arena o ceniza con objeto de estropearse el estómago y adquirir así palidez. Para formarse un talle esbelto, ¿qué suplicios no sufren apretándose y ciñéndose los costados con cinturones crueles hasta que las sale la carne viva, y algunas veces hasta encontrar la muerte?

Vese con frecuencia en muchos países de nuestro tiempo que algunos se infieren heridas para dar fe a su palabra. Nuestro rey cuenta ejemplos notables de los que vio en Polonia, y tuvo ocasión de examinar de cerca. Aparte de lo que había sido imitado en Francia por algunos, cuando regresé de los famosos Estados de Blois, poco antes había yo visto una muchacha en Picardía, quien, para testimoniar la sinceridad de sus promesas, al par que su constancia, se hirió con la aguja que llevaba en la cabeza, infiriéndose en el brazo cuatro o cinco hendiduras profundas que la hicieron castañetear la piel y manaban abundante sangre. Los turcos se hieren profundamente por sus damas, y con el fin de que las huellas de las cortaduras permanezcan, se aplican en ellas hierro candente, que dejan sobre las heridas un tiempo increíble para detener la sangre que la cicatriz se forme; personas que lo han visto me lo han contado y me han jurado ser verdad: por la cantidad de diez maravedises encuéntrase todos los días entre ellos quien esté dispuesto a darse una profunda cuchillada en el brazo o en los muslos. Me congratula encontrar más a la mano testimonios que nos conciernen más; la cristiandad nos los procura en grado suficiente, y después del ejemplo de Jesucristo Nuestro Señor, hubo muchas personas que por devoción quisieron llevar la cruz a cuestas. Por testimonio muy digno de crédito sabemos que el rey san Luis no dejó los cilicios hasta que en su vejez su confesor le dispensó de ellos, y que todos los viernes se hacía flagelar las espaldas por su limosnero con cinco cadenillas de hierro que para este uso llevaba siempre consigo en una caja.

Guillermo, nuestro último duque de Guiena, padre de Leonor, que cedió el ducado a las casas reales de Francia e Inglaterra, llevó por penitencia los diez o doce últimos años de su vida una coraza bajo el hábito de religioso. Foulques, conde de Anjou, fue a Jerusalén, y cuando se encontraba en los santos lugares hizo que dos criados le azotasen, con la cuerda al cuello, ante el sepulcro de Nuestro Señor. Pero, ¿qué más? ¿no vemos hoy mismo el día de viernes santo, en diversos pueblos, un gran número de hombres y mujeres que se atormentan hasta desgarrarse la carne y dejar los huesos al descubierto? Yo lo he visto muchas veces sin placer. Y he oído asegurar que hay quien, mediante cierta cantidad, garantiza la religión de otro, desdeñando así el dolor con tal valor, que más les aguijonea la devoción que la codicia. Quinto Máximo enterró a su hijo, que era ya cónsul; Marco Catón al suyo, a quien habían elegido pretor, y Lucio Paulo a dos de los suyos en pocos días, todos con continente sosegado, sin que nada en ellos acusara quebranto ni duelo. Yo dije antaño, bromeando, de una persona, que había dado un chasco a la divina justicia, pues habiendo perdido de muerte violenta, el mismo día, tres hijos ya crecidos, poco faltó, sin embargo, para que quien tal prueba experimentó no la considerase como especial favor y singular gratificación del cielo. No tengo yo tanta fuerza de alma, pero he perdido, estando todavía en nodriza, dos o tres criaturas, si no sin sentirlo, al menos sin contrariedad mayor. Y, sin embargo, pocas desgracias hay que lleguen a los hombres más a lo vivo que la pérdida de los hijos. Veo en el mundo otras frecuentes ocasiones de aflicción, que apenas lamentaría si sobre mí pesaran, y aun aquellas que los hombres más lamentan. Por ello no osaría alabarme sin que sintiera rubor. La opinión de las gentes ejerce un imperio tiránico y sin medida. Ex quo intelligitur, non in natura, sed in opinione, esse aegritudinem[334] ¿Quién buscó jamás la seguridad y el reposo con el ahínco que César y Alejandro fueron en pos de la inquietud y las dificultades? Térez, padre de Sitalcez, solía decir que cuando no hacía la guerra le parecía que no había diferencia alguna entre él y su palafranero. Ejerciendo Catón las funciones de cónsul, para asegurarse el dominio de algunas ciudades de España, prohibió a los habitantes de las mismas que llevaran armas consigo; esto bastó para que un gran número de españoles se dieran la muerte: ferox gens, nullam vitam rati sine armís esse[335]. De muchos sabemos que abandonaron la tranquilidad de una vida dulce y sosegada entre sus amigos para marcharse a los desiertos inhabitables, donde se complacieron en hacer vida vil, baja y abyecta, y donde encontraron goces y delicias inefables. El cardenal Borromeo, que murió poco ha en Milán, prefirió a la regalada existencia a que le convidaban su nobleza grandes riquezas, la atmósfera de Italia y su juventud, una vida de austeridad tal, que llevaba en invierno idéntica vestidura que en estío; dormía sobre unas pajas, y las horas que las ocupaciones de su cargo lo dejaban libre, consagrábalas al estudio continuo, arrodillado, tomando por todo alimento un poco de pan y agua que tenía al lado del libro que leía: tales eran sus banquetes y el tiempo que a ellos dedicaba.

Yo sé de alguien que a sabiendas ha sacado provecho y ventaja para su mejoramiento y prosperidad de que su mujer le coronara, cosa cuya sola idea horroriza a tantas gentes.

Si la vista no es el más necesario de nuestros sentidos, es por lo menos el más deleitoso; los más voluptuosos y útiles de nuestros órganos son quizás los que sirven para engendrarnos, sin embargo de lo cual, muchas gentes ha habido que los tomaron odio mortal, por la razón misma de contribuir al placer, y se los amputaron a causa de su valer. Lo mismo pensaba de los ojos el que se los saltó. La mayor parte de los hombres y la más sana tienen a dicha grande la abundancia de hijos; yo y algunos otros opinamos de opuesto modo. Preguntado Thales por qué no se casaba, respondió que no quería dejar descendientes.

Que nuestra opinión dé precio a las cosas, vese teniendo en cuenta las muchas que no nos interesan sino en cuanto tienen relación con nuestras personas; nosotros no consideramos ni los méritos ni la utilidad de aquéllas; sólo vemos el trabajo que nos cuesta el alcanzarlas, cual si esto fuera una parte de su sustancia. Llamamos valor en ellas, no precisamente a las ventajas que nos proporcionan, sino sólo a las que nosotros las concedemos. En vista de lo cual, entiendo que somos económicos en el gasto de nuestras fuerzas: tanto la cosa pesa, tanto sirve, por lo mismo que nuestra apreciación la concede valor. Queremos que el interés que tenemos por ellas las avalore: el precio da valor al diamante; la dificultad a la virtud; el dolor a la devoción, y el amargor al medicamento. Tal, por llegara a la pobreza, arroja sus escudos en el mismo mar que tantos otros sondean por todas partes para encontrar riquezas. Epicuro dice que el ser rico no es alivio, sino simplemente cambio de cuidados. Y esa verdad que no es la escasez, sino la abundancia lo que da margen a la codicia. Diré aquí lo que yo mismo he experimentado en este particular.

Después de salir de la infancia he vivido en tres condiciones de fortuna diferentes. La primera, que ha durado cerca de veinte años, la pasé sin otros medios que los fortuitos, dependiendo de las órdenes y ayuda de otro, sin rentas ni recursos seguros. Mis gastos los hacía tanto más alegremente y con norma tanto menor cuanto que el fundamento de los mismos era el azar de la fortuna. No recuerdo haber estado nunca mejor. Jamás me sucedió encontrar cerrada la bolsa de mis amigos, prometiéndome yo siempre, por cima de cualquiera otra necesidad, no dejar de pasar el plazo que me había impuesto para pagar la deuda. De suerte que la lealtad obligábame a ser económico. Experimento cierto gozo cuando pago, como si descargara mis hombros de un peso enojoso, y de una imagen de la servidumbre, de la propia suerte que me cosquillea el contento cuando realizo una acción justa o contribuyo a la alegría ajena. Y no hablo de aquellos pagos en que precisa contar y regatear, los cuales, cuando no encuentro una persona a quien encomendarlos, los aplazo vergonzosamente cuanto puedo por temor del altercado a que ni mi carácter ni mi modo de hablarse prestan en modo alguno. No hay nada que yo odie tanto como el regateo, que considero como un puro comercio de gitanería y desvergüenza; después de una hora de debate y de palabras inútiles, comerciante y comprador abandonan su palabra y juramentos por la módica suma de cinco cuartos de más o de menos. Así es que siempre pedía yo dinero prestado con desventaja, pues no osando solicitarlo en persona lo hacía por escrito, o que me parecía menos penoso, pero en cambio hacía más fácil rechazar el servicio solicitado. El éxito de mi petición encomendábalo a los astros, con alegría y libertad mayores que andando el tiempo no he puesto en la previsión ni en el buen sentido. La mayor parte de las personas ordenadas, juzgan horrible vivir así en la incertidumbre, mas no advierten que casi todo el mundo vive de este modo; ¡cuántos hombres honrados han dejado lo cierto por lo dudoso y siguen dejándolo todos los días por buscar el favor de los monarcas y el de la fortuna! César contrajo deudas por valor de un millón de oro, además de haber gastado su caudal personal, por llegar a ser emperador; ¡y cuántos comerciantes hay que comienzan su tráfico vendiendo su alquería, cuyo importe envían a las Indias!

Tot per impotentia freta![336]

Vemos, en una época tan poco devota como la nuestra, mil y mil congregaciones que pasan gratamente su existencia esperando todos los días de la liberalidad celeste lo más indispensable para la vida. En segundo lugar, no echan de ver aquellas personas que la certidumbre en que se fundan no es menos incierta que el mismo acaso. Yo veo tan cerca la miseria más allá de los dos mil escudos de renta, como si la carencia de recursos me alcanzara; pues aparte de que la suerte puede abrir cien huecos a la pobreza, al través de nuestras riquezas no existe a las veces diferencia alguna entre la suprema y la ínfima fortuna:

Fortuna vitrea est: tum, quum splendet, frangitur.[337]

La casualidad puede deshacer de un soplo todas nuestras fortificaciones y medios de defensa; tan ordinariamente se ve la indigencia entre los que poseen bienes, como entre los que no los poseen; la indigencia no es más soportable cuando está sola, que cuando va acompañada de riquezas, las cuales más dependen del orden que de la abundancia de bienes: faber est suae quisque fortunae[338]. Me parece más miserable un rico disgustado, necesitado, ocupado constantemente en sus negocios, que quien es pobre solamente. In divitiis inopes, quod genus egestatis gravissimum est[339]. Los príncipes más poderosos y ricos suelen verse empujados por la pobreza y la escasez a la necesidad más extrema. ¿Hay necesidad mayor que la de convertirse en injustos y usurpadores tiranos de los bienes de sus súbditos?

Mi segunda manera de vida fue la detener dinero, en la posesión del cual tomé empeño e hice pronto provisiones importantes, dadas mi fortuna y condición. Estimando que no podía llamarse tener sino cuando se posee mucho más de lo que se gasta de ordinario, y que no puede uno fiarse en los intereses que están por venir, aun cuando su recepción sea poco dudosa, porque, decía yo para mis adentros, que es necesario, por si cualquier accidente imprevisto me sorprende. De acuerdo con precauciones tan vanas y absurdas iba yo economizando para proveer con la reserva superflua a todos los acontecimientos venideros, y sabía responder a quien me argumentaba contra mi conducta, que en la vida es infinito el número de dificultades que surgen imprevistas y que si el dinero no servía para hacer frente a todas, aliviaba al menos la mayor parte. Además, yo no hacía tales declaraciones sin ser forzado a ello previamente; convertía en secreto mi riqueza, y yo que gusto tanto hablar de todo cuanto conmigo se relaciona, no decía palabra de mi dinero sino para mentir, como hacen los que quieren pasar por pobres siendo ricos, o viceversa, los que quieren aparentar riqueza siendo pobres, dispensando su conciencia de testimoniar sinceramente lo que poseen. ¡Prudencia ridícula y vergonzosa, en verdad! ¿Iba a emprender un viaje? Nunca me parecía llevar recursos y cuanto más cargaba mi gaveta, más aumentaba mi intranquilidad; unas veces por la poca seguridad de los caminos, otras por no tener confianza en los que conduelan mi bagaje, del cual, como acontece a otras personas que conozco, no estaba seguro sino cuando lo tenía delante de mis ojos. ¿Dejaba mi bolsa en casa? ¡Qué número de sospechas y malos pensamientos! y lo que es peor todavía, sin osar comunicárselos a nadie. Mi mente iba por doquiera unida a mi tesoro; jamás se apartaba de él. Todo considerado, cuesta más trabajo guardar el dinero que adquirirlo. Si mis cuidados no eran tan grandes como llevo dicho, por lo menos me era bien difícil desposeerme de ellos. Ventajas ni provechos procurábame pocos o ninguno; por haber más recursos de que echar mano, la riqueza no me pesaba menos; pues como decía Bion, el cabelludo como el calvo se enfadan lo mismo cuando les arrancan el pelo; y luego de estar acostumbrados a tener la idea fija sobre cierto tesoro, el oro ya no está a vuestro servicio; ni siquiera osaréis tocarlo; se convierte en un edificio que se vendrá abajo con sólo llegarle con las manos. Preciso es que la necesidad os ahogue para decidiros a empezarlo. En mi primera manera de vivir empeñaba yo mi ropa, o vendía un caballo con mucha mayor facilidad y contrariedad menor que no hubiera sacado un maravedí de aquella bolsa querida que tenía de reserva. Pero el mal estaba en la dificultad de poner un límite determinado al deseo constante del guardar (¡es tan difícil el señalar los confines de las cosas que se creen buenas!) y el detenerse en la economía razonable... Constantemente vase engruesando el montón y aumentándolo hasta el punto de privarse villanamente del disfrute de sus propios bienes, y se hace consistir todo el goce supremo en el guardar y en no gastar nada. Según esta cuenta, las entes de mayores recursos son las que cobran los impuestos de puertas en las grandes ciudades. Todo hombre adinerado es avaricioso, a mi manera de ver. Platón coloca, en el orden siguiente los bienes corporales o humanos: salud, belleza, fuerza y riqueza; y la riqueza, añade, no es ciega sino muy clarividente citando la prudencia la ilumina. Dionisio, el hijo, tuvo un rasgo ingenioso: advertido de que uno de sus siracusanos había ocultado en la tierra un tesoro, dijo al avaro que se lo llevase, lo cual hizo éste; pero sin que Dionisio lo echara de ver, pudo reservarse una parte, con la que se fue a vivir a otra ciudad, en la cual, como hubiera perdido el hábito de atesorar, vivió liberalmente. Enterado Dionisio de su conducta, mandó que se le devolviera el resto del tesoro, alegando que, puesto que ya sabía usar de su riqueza, entregábasela de buen grado.

Llevé algunos años ese género de vida, y no sé qué buen espíritu me arrancó de ella, como al siracusano, con mucha ventaja y provecho, arrojando al viento aquella bolsa memorable. Merced al placer de cierto viaje que exigía grandes gastos, mi imaginación abandonó por completo la idea constante de atesorar, por donde entré en un tercer modo de vivir mucho más agradable, en verdad y también mucho mejor ordenado, pues al presente mis gastos, van, sobre poco más o menos, a la par de mis ingresos: de todas suertes, la diferencia es escasa entre los unas y los otros. Vivo al día, y me conformo con disponer de lo necesario para hacer frente a mis necesidades ordinarias; cuanto a las extraordinarias, todas las economías del mundo no bastarían a satisfacerlas. Tengo por loco al que cree que la fortuna es un arma poderosa contra todos los peligros; debemos combatir con las nuestras propias los reveses de la desdicha. El dinero nada puede contra lo extraordinario y lo imprevisto. Si al presente pongo a un lado algún dinero, lo hago sólo para emplearlo en la adquisición de algún objeto; no precisamente para comprar tierras, que no me faltan, sino para procurarme alguna cosa de mi agrado. Non esse cupidum, pecunia est; non esse emacen, vestigal est[340]. Y no me aqueja el temor de que el bienestar me falte, ni deseo tampoco que sea mayor que el que disfruto: divitiarum fructus est in copia; copiam declarat satietas[341]: me congratulo singularmente de haber llegado a este estado de espíritu habiendo partido de una idea naturalmente inclinada a la avaricia; me satisface el verme desligado de esa locura tan frecuente en los viejos, y que es el más ridículo entre todos los humanos extravíos.

Feraulas, que había vivido en la escasez y en la abundancia, vio bien que el aumento de los bienes no está en relación directa con el crecimiento de los deseos en el beber, comer, dormir y gozar los placeres del amor. Sintió, además, que pesaba excesivamente sobre sus hombros la importunidad de la economía como a mi me aconteció, y decidió hacer feliz a un joven pobre, amigo suyo, a quien la idea de ser rico enloquecía: Hízole el presente de todos sus bienes superfluos y de todos los que a diario adquiría merced a la liberalidad de Ciro, su buen señor, y también de los que la guerra le proporcionaban, con la sola condición de que en lo sucesivo Feraulas había de ser el pupilo del joven, manteniéndole y suministrándole lo necesario, como a su huésped y amigo. Así vivieron dichosamente, ambos igualmente contentos con el cambio de situación.

He ahí un ejemplo que yo imitaría de buena gana. Igualmente enaltezco la conducta de un prelado anciano a quien he visto encomendar su bolsa, los ingresos que le procuraba el ejercicio de su cargo, sus rentas y sus gastos, unas veces a un servidor preferido, otras a otro, de suerte que pasé buen número de años tan ignorante como un extraño de los negocios de su palacio. La confianza en la bondad ajena es testimonio casi irrecusable de la propia hombría de bien, por lo cual el señor la favorece de buen grado. Y por lo que al prelado toca, jamás vi casa mejor gobernada ni más dignamente administrada que la suya. Feliz quien ordena sus necesidades conforme a determinación tan justa, y logra que sus recursos las satifagan, sin ocasionarse desvelos ni cuidados, y sin que sus dispendios o economías interrumpan las ocupaciones des su cargo, más adecuadas, más tranquilas y más en armonía con la peculiar inclinación.

Así, pues, el bienestar o la indigencia dependen de la opinión personal. La riqueza, la gloria, la salud, tienen solamente el alcance y ocasionan sólo el placer que las presta quien las posee. La situación de cada uno es buena o mala según su parecer individual, no está precisamente satisfecho del vivir aquél a quien los demás creen feliz, sino el que se cree tal, y en este punto solamente la creencia es esencialmente cierta. La fortuna no nos procura ni el bien ni el mal, muéstranos únicamente la materia y la semilla, las cuales nuestra alma, más poderosa que ellas, transforma y elabora como le place, siendo la causa exclusiva de su condición feliz o desdichada. Los acontecimientos exteriores adquieren color y sabor merced a la interna constitución de cada uno, de igual suerte que los vestidos nos abrigan, no por su calor intrínseco, sino por el que nosotros les comunicamos, el cual guardan y alimentan; quien abrigara un cuerpo frío alcanzaría idéntico efecto por medio del frío: así se conservan la nieve y el hielo. En conclusión, del propio modo que el estudio atormenta a los haraganes, a los borrachos la abstinencia del vino, la continencia al lujurioso y el ejercicio al hombre muelle, delicado u ocioso, así acontece con todo lo demás. Las cosas no son difíciles ni dolorosas por sí mismas; nuestra debilidad y cobardía las hace tales. Para juzgar de las que son grandes y elevadas precisa tener un alma elevada y grande, de otro modo atribuirémosles el vicio que reside en nosotros; un remo derecho parece quebrado dentro del agua. No basta sólo ver la cosa, importa grandemente reparar de qué modo se la considera.

Ahora bien, ¿por qué entre tantos razonamientos como ejercen influencia varía sobre los hombres, en punto a ver tranquilos la muerte y soportar el dolor con calma, no encontramos alguno que nos sirva de provecho? Y de tantas suertes de convicciones como nos impelen a realizar las ideas ajenas, ¿por qué cada cual no practica las que mejor se avienen con su carácter? Si tal medicamento no puede aceptarse en toda su rudeza bienhechora a fin de desarraigar el mal, aplíquese al menos dulcificado, para aliviarlo Opinio est quaedam effeminata ac levis, nec in dolors maqis, quam eadem in voluptate: qua quum liquescim in fluimusque mollitia, apis aculeum sine clamore ferre nou possumus... Totum in eo est, ut tibi imperes[342]. Por lo demás, no se rehuyen los dolores exagerando su dureza ni aumentando las flaquezas humanas; el buen sentido nos pone de manifiesto estos incontrovertibles argumentos: «Si es malo vivir en la necesidad, al menos de necesidad alguna.» «Nadie vive mal durante largo tiempo sino por su propia culpa.» A quien carece de fuerzas para soporatar la muerte; a quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué remedio puede recomendársele?

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